¿Hay humanos que no sean
personas? ¿Y personas que no sean humanos? Entiendo que estas dos preguntas
puedan generar algo de perplejidad pero aunque le resulte curioso, el debate
lleva ya demasiados siglos y se reactualiza según las circunstancias
históricas. Sin ir más lejos, el último domingo, el diario La Nación, informaba que la justicia argentina estudia requerimientos
para considerar a los chimpancés personas “no humanas”. Más específicamente, se
presentaron pedidos de hábeas corpus en los tribunales de Santiago del Estero,
Entre Ríos, Córdoba y Río Negro, para que liberen a unos chimpancés que se
encuentran en cautiverio en distintos zoológicos del país. Los argumentos son
variados y complejos, y, a su vez, pedidos similares se han hecho en distintas
partes del mundo. Pero, en general, claro está, en ningún caso se supone que
los chimpancés sean humanos sino que en tanto seres con autoconciencia, capaces
de comunicarse y sentir, de razonar y hasta de construir herramientas, deben
ser titulares de derechos. Esto nos traslada a las preguntas iniciales porque
si aceptásemos que estas condiciones son suficientes para ser sujeto de
derecho, dejaríamos abierta la posibilidad de que existan personas no humanas.
¿Cómo es esto? No se asuste. Ni estoy realizando un tratado discriminatorio
hacia determinados grupos sociales ni estoy anunciando la llegada de una
especie extraterrestre que, camuflada, convive con nosotros. Tampoco se trata
de una estrategia electoral que intente evitar que voten los gorilas pero que
habilite a los caniches peronistas a emitir su sufragio. Nada de eso. Se trata
simplemente de mostrar que “persona” no es sinónimo de “ser humano”. Pues
“persona” es una categoría jurídica equivalente a “titular de derechos” y el
hecho de que en sociedades como las nuestras consideremos que todo ser humano
tiene los mismos derechos, ha hecho que confundamos los términos. Para
comprender mejor esto, remontemos un poco la historia para recordar que en los
tiempos donde la esclavitud estaba legitimada jurídica y socialmente, existían
seres humanos que no eran personas, es decir, individuos que no tenían derechos
y que eran tratados como simples “cosas” al igual que un animal.
La separación entre lo humano y la
persona puede explicarse a través de la etimología pues si bien no hay un
completo acuerdo respecto del origen de la palabra, se dice que el derecho
romano adoptó la noción de “persona” por analogía a la máscara utilizada por
los actores griegos para amplificar su voz. Si “persona” viene de “máscara”
entramos en un terreno complejo pero queda claro que una máscara es algo que se
puede tener o no, y que sería posible “ponerle” la máscara a seres vivos que no
pertenezcan al género humano como así también quitársela a hombres y mujeres de
nuestra misma especie. La titularidad de derechos como máscara, entonces, fue
el modo en que los sistemas jurídicos pudieron discriminar entre vivientes
humanos con y sin derechos. Pero en los últimos siglos se asiste a una
paulatina universalización de la máscara como modo de igualación de todos los
seres humanos. Así, los humanos somos, naturalmente, todos distintos pero para
el derecho somos todos iguales en tanto tenemos la misma máscara. Que quede,
entonces, bien claro: del mismo modo que la máscara del actor griego dejaba
mostraba que el que estaba en el escenario representaba un personaje, los
sistemas jurídicos actuales acuden a la ficción de la persona para poder
garantizar un conjunto básico de derechos a todos los humanos por igual.
De hecho, si buscáramos un hilo
conductor para poder contar la historia de disputas de los últimos siglos en
Occidente, un camino posible sería el de las luchas de individuos y grupos
sociales por ser considerados iguales y dejar de ser vistos como cosas. Porque
los esclavos eran considerados cosas y
no personas. No tenían máscara. Eran mero cuerpo viviente y salvaje, insisto,
como son vistos incluso hoy en día los animales; algo similar sucedía con los
indígenas y en no pocos lugares del mundo las mujeres o bien son consideradas
cosas o bien no gozan de la misma porción de derechos de la que gozan los
varones.
Con todo, la relación con las no personas siempre fue ambigua pues si
nos posamos en la figura del esclavo, en tanto siervo que tenía dueño era
considerado una cosa pero, a su vez, podría llegar a recibir una pena si
cometía un homicidio de lo cual se sigue que para ser una cosa se le adjudicaba
bastante responsabilidad. En este punto, aunque resulte insólito, en el libro de
Eugenio Zaffaroni, citado en esta misma columna hace algunas semanas, titulado La pachamama y el humano, el actual Juez
de la Corte Suprema menciona casos en los que esta misma tensión se planteaba
en torno a animales que, por ejemplo, agredían a un ser humano. ¿Qué hacer con
ellos? Si fuesen meras cosas no tendrían responsabilidad alguna por sus actos.
Sin embargo, en palabras de Zaffaroni: “En la Edad Media y hasta el Renacimiento –es decir,
entre los siglos XIII y XVII- fueron frecuentes los juicios a animales, especialmente
a cerdos que habían matado o comido a niños, lo que unos justificaban
pretendiendo que los animales –por lo menos los superiores- tenían un poco de
alma y otros negándolo, pero insistiendo en ellos en razón de la necesidad de
castigo ejemplar. Sea como fuere se ejecutaron animales y hasta se sometió a
tortura y se obtuvo la confesión de una cerda”.
Si a usted no le interesara la problemática del derechos de los
animales, note, igualmente, que la discusión es mucho más general y puede llegar
a incluir temas demasiado sensibles para los humanos pues el criterio para
definir qué es una persona es determinante para una legislación sobre, por
ejemplo, despenalización del aborto. En este sentido, nadie discute cuándo
comienza la vida: lo que se discute es cuándo se comienza a ser persona y ahí,
una vez más, se muestra que la mera vida no implica necesariamente derechos o
que, en todo caso, ese es un debate abierto.
Volviendo a la cuestión de los derechos de los animales, no se puede
dejar de soslayo que hay muchísimas preguntas que quedan abiertas. ¿Pues serían
sujetos de derecho solo los animales superiores? ¿Qué pasaría con el resto? Si
extendiésemos la titularidad de derecho a todo lo viviente qué pasaría, por
ejemplo, con las bacterias o, para no ir tan lejos, ¿qué hacemos con los
mosquitos y las cucarachas?
Asimismo, como algunos autores se plantean, si el requisito para que una
vida humana o no humana posea derechos es la autoconciencia o la posibilidad de
crear herramientas ¿qué sucedería con los embriones, los fetos e incluso los
recién nacidos humanos? ¿y con los humanos que tienen muerte cerebral?
¿Dejarían de ser titulares de derecho?
Le dejo estas preguntas abiertas para discutir en familia mientras mira
a su perro, a su gato y toma un antibiótico. Yo, mientras tanto, prometo
encontrarle, para la próxima semana, la versión taquigráfica de la confesión de
la cerda.
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