A días de la
realización de las primarias abiertas obligatorias, podría decirse que la
campaña no se ha caracterizado por transitar los carriles de las propuestas o
la promesa de grandes proyectos. Digamos que no hay alica-alicate pero abundan
los guiños cancheros de la política onda positiva new age. Con todo, los
discursos han oscilado, más bien, entre un oficialismo que promete seguir
avanzando en una línea previsible y una oposición que desea presentarse como límite.
Yendo a propuestas más o menos concretas, podría mencionarse la del candidato
por el Frente para la Victoria, Héctor Recalde, retomando la iniciativa en
torno a gravar la renta financiera o la de Carrió y Solanas volviendo a
reivindicar la bandera de un 82% móvil para los jubilados aunque sin explicar
demasiado de dónde prevendrían los fondos para que esta conquista pueda
mantenerse en el tiempo. No hay mucho más que eso salvo algunas propuestas
minoritarias de izquierda que concretizan el “honestismo” carrio-solanista en
slogans y propuestas contra la dirigencia política, a saber: “que un político
gane lo mismo que una maestra” o “que los políticos se atiendan en hospitales
públicos y lleven a sus hijos a escuelas públicas”. Pero dejando de lado la pregunta
acerca de cómo podrían beneficiar a la sociedad estas propuestas cuyo objeto es
la clase política, quisiera posarme en una agenda bastante más oculta y
compleja. Me refiero a la de la problemática de la tierra en la Argentina.
Encarar esto sin caer en los romanticismos del trosko-ecologismo y sin seguir
la línea del progresismo capitalino (que abriga con fervor las causas
antiextractivistas de algunas comunidades indígenas haciendo activismo de red
social con Blackberrys y baterías de litio), será el motivo de estas líneas.
Los datos que daré a continuación provienen
del monumental trabajo realizado por la socióloga Karina Bidaseca y su grupo
del IDAES-UNSAM. Se trata de un relevamiento de los problemas de tierra de los
agricultores familiares a lo largo de todo el territorio y que ha sido
visibilizado gracias a una publicación del Ministerio de Agricultura, Ganadería
y Pesca. Tal estudio alcanzó estado público unos días antes de lo que fue la
publicación de los datos de otro relevamiento sensible: aquel que se vincula
con la cantidad de tierras en manos extranjeras cuyo diagnóstico se hizo
imprescindible para la correcta aplicabilidad de la ley que en 2011 puso límite
a la extranjerización.
Como se
indicaba algunas líneas atrás, el estudio apunta a los agricultores familiares
y por tales se entiende un conjunto heterogéneo de productores y familias que
intervienen de forma directa en la producción y que en la gran mayoría de los
casos no contratan a empleados externos al grupo familiar. El hecho del vínculo
familiar que en algunos casos se relaciona con una concepción comunitaria de la
tierra permite que se incluyan en esta clasificación a las comunidades
indígenas.
Ahora bien,
¿qué es un “problema de tierra”? Se trata de aquellos que aquejan a grupos de
agricultores de las zonas rurales o periurbanos y que están asociados a la
precariedad en la tenencia (falta de títulos, problemas para el acceso,
sucesiones indivisas, etc.) y a los conflictos por desalojos sea por la vía
judicial o, simplemente, de hecho.
El primer dato que sorprende es que hay
implicadas 63.843 familias y que en conflicto se encuentran 9.293.234 hectáreas.
Sí, leyó bien. Son muchas. De éstas, el 28,2% se hallan en el NOA, el 21,1% en
Patagonia, el 19,8% en el NEA, el 19,1% en el Centro y el 11,7% en Cuyo. Si se
divide por provincias, las que llevan la delantera en los conflictos son Salta
(1.673.308 hectáreas), San Juan (1.236.709 hectáreas) y Mendoza (1.225.805
hectáreas).
Los que más problemas tienen son los
tenedores, esto es, aquellos que acceden materialmente a la tierra pero
reconocen en otro el derecho de propiedad (87,4% de los casos). Asimismo, si
nos posamos en la condición de propiedad de la tierra en disputa se observa que
el 49% de los problemas se encuentra en tierras de dominio privado, el 34% en
tierras de dominio fiscal y el 17 en propiedades mixtas (públicas y privadas).
En cuanto a la duración de los conflictos, los
que sobresalen son los que llevan entre 1 y 9 años (43,1%), entre 10 y 19
(20,9%), entre 20 y 29 (13,7%) y más de 40 años (13,4%). En cuanto a las
razones que originan los conflictos, el estudio ofrece una serie de categorías
ilustrativas. En primer lugar se encuentra la inexistencia de títulos (18,25%)
y luego por debajo del 9% encontramos, entre muchas otras, la usurpación, el
pedido de reconocimiento indígena, el fraude y la falta de información.
El informe avanza exhaustivamente sobre otros aspectos
que por razones de espacio no puedo explicitar. Sin embargo, los que quieran
acceder directamente al mismo pueden hacerlo a través de la página web http://www.proinder.gov.ar/
Para finalizar, algunas reflexiones personales
que se siguen del informe. En primer lugar, la vertiginosa transformación que
ha sufrido el agro desde la década de los 70 sumada a la explosión del precio
de los commodities ha reconfigurado
el mapa de la tierra profundizando la desigualdad. Hoy existen grandes
poseedores, en buena parte extranjeros, y muchas de las familias que trabajaban
la tierra han sido despojadas y desmembradas o se han transformado en
arrendatarios con una importante cuota de precariedad. En segundo lugar, la
importancia del negocio ha hecho, además, que se susciten una enorme cantidad
de conflictos entre aquellos que aparecen con un título de propiedad y aquellos
que, quizás durante generaciones, vienen ocupando y trabajando ese territorio.
Por último, cabe hacer una mirada más macro y
repensar la matriz económica y demográfica de la Argentina. Según datos del
subsecretario de Agricultura Familiar, Emilio Pérsico, sólo el 5% de la
población argentina es población rural, radiografía que muestra enormes
diferencias con el resto de Latinoamérica y que puede explicarse no sólo por la
particularidad de la ocupación originaria de nuestro territorio sino por las
políticas que ya durante el siglo XIX repartieron las tierras entre unas pocas
manos.
Si bien puede
llevar décadas, no parece descabellado plantear la posibilidad de un rediseño
poblacional que descentralice y diversifique productivamente al país con
énfasis en los pequeños y medianos productores sin que esto vaya en detrimento
del aumento de la producción. Esto permitiría, además, generar incentivos para
evitar el desarraigo de los jóvenes y la pérdida de los valores específicos de
cada una de las comunidades, lo cual ayudaría a resolver la problemática del
hacinamiento y la precariedad laboral de las grandes urbes al tiempo que sería
un aporte enorme para garantizar una soberanía alimentaria clave en el contexto
del mundo que se viene. El Estado ha tomado nota y tiene el diagnóstico hecho
para poder avanzar en alguno de estos caminos. No alcanza pero no crean que es
poco.
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