Las
declaraciones que el director del diario La
Nación, Bartolomé Mitre, realizara a la revista brasileña Veja la última semana han sido, como
mínimo, controvertidas. Muy distendido, utilizó una revista extranjera asociada
al establishment para denunciar una
persecución gubernamental hacia los medios independientes, criticar al hijo de
la presidenta, y afirmar “esencialmente, vivimos en una dictadura de los
votos”. La frase genera enorme perplejidad y cuesta comprender a qué se refiere
el homónimo heredero del relato de la historia oficial de nuestro país. Pero mi
hipótesis es que parece estar recogiendo un apotegma clásico de la tradición
conservadora, esto es, la idea de que la democracia deviene en tiranía de las
mayorías. En otras palabras, Mitre está expresando el temor aristocrático a la
democracia universal, aquella que en nuestro país se fue conquistando desde la
ley Sáenz Peña en 1912, pasando por el voto femenino en 1947 y, tras la
recuperación democrática en 1983, continuó ampliándose en 2012 hasta albergar,
incluso, a los jóvenes desde los 16 años.
Pero en la
historia de nuestro país, ese temor a la participación política de las masas
estuvo presente desde los orígenes y fue uno de los debates centrales en el
marco de la sanción de la Constitución de 1853.
Como era de
esperar, quienes se trenzaron en la disputa discursiva más feroz sobre este
tema fueron Sarmiento y Alberdi, como mínimo, desde 1850. En ese año el
sanjuanino publica la “utopía” Argirópolis,
en la línea de República de Platón o
la isla que tan bien describe Tomás Moro, y allí intenta delinear la senda
económica, social y política que este territorio dominado por el caudillismo y
la incivilidad, necesita. Para Sarmiento, el modelo a seguir es el de la
democracia estadounidense, aquel proyecto que tanto lo deslumbró y que tan bien
narra en su libro Viajes.
Pero su
propuesta no influyó en Urquiza como él hubiera deseado y el modelo adoptado
por la primera Constitución argentina fue el expuesto por Alberdi en sus Bases.
Alberdi
abogaba por un sistema republicano pero miraba con desconfianza algunos
aspectos de la constitución estadounidense. Asimismo tenía una mirada más
historicista y consideraba que el trasplante del esquema institucional de aquel
país al nuestro estaba condenado al fracaso. Más bien, el trasplante que debía
darse era el de las costumbres asociadas a los ideales sajones de protecciones
de las libertades civiles, lo cual luego redundaría en instituciones acordes.
Si bien los dos apoyarían el “gobernar es poblar”, para Sarmiento la
transformación se daba “de arriba hacia abajo”, con un Estado que intervenía y
direccionaba la inmigración en pos de la constitución de una identidad y una
pertenencia nacional. Distinto era el caso de Alberdi que, con una mirada más
liberal, consideraba que la manera de seducir al inmigrante que traía consigo
los ideales del progreso humano, era con un Estado mínimo que “deje hacer” y
que no exija los “sacrificios” que el modelo sarmientino imponía.
Pero la
libertad y los derechos que tanto preocupaban a Alberdi estaban limitados.
Dicho de otra manera, el tucumano distinguía claramente entre derechos civiles
y derechos políticos para constituir una república en la que sólo estén
garantizados universalmente los primeros. Según Alberdi, la posibilidad de comerciar,
de profesar una religión, de transitar, etc., son derechos inherentes a la
condición humana y sin ellos sería imposible que florezca una civilización
libre. Sin embargo, no ocurre lo mismo con los derechos políticos, esto es, los
derechos que permiten expresar la voluntad popular y “gobernar” aunque más no
sea a través de los representantes.
Así lo indicaba
el propio Alberdi en Sistema económico y
rentístico de la Confederación Argentina
según su Constitución de 1853: “No participo del fanatismo inexperimentado,
cuando no hipócrita, que pide libertades políticas a manos llenas para pueblos
que sólo saben emplearlas en crear sus propios tiranos. Pero deseo ilimitadas y
abundantísimas para nuestros pueblos las libertades civiles, a cuyo número
pertenecen las libertades económicas de adquirir, enajenar, trabajar, navegar,
comerciar, transitar y ejercer toda industria. Estas libertades comunes a
ciudadanos y extranjeros son las llamadas a poblar, enriquecer, civilizar estos
países, no las libertades políticas, instrumento de inquietud y de ambición en
nuestras manos, nunca apetecibles ni útiles al extranjero, que viene entre
nosotros buscando bienestar, familia, dignidad y paz”.
Como se puede
observar, Alberdi entiende que hay un vínculo directo entre gobierno del pueblo
y tiranía, y considera que hay que limitar a un grupo selecto de ciudadanos la
posibilidad de elegir a los responsables del gobierno. Así, el pueblo debe
delegar esa potestad en ese pequeño círculo de propietarios educados que
garantiza las libertades civiles adecuadas para poder desarrollar un plan de
vida privado desvinculado de las obligaciones de la participación pública. En palabras
del tucumano, esta vez, de su libro Elementos
de Derecho Público provincial para la República Argentina: “la inteligencia
y fidelidad en el ejercicio de todo poder depende de la calidad de las personas
elegidas para su depósito; y la calidad de los elegidos tiene estrecha
dependencia de la calidad de los electores. El sistema electoral es la llave
del gobierno representativo. Elegir es discernir y deliberar. La ignorancia no
discierne, busca un tribuno y toma un tirano. La miseria no delibera, se vende.
Alejar el sufragio de manos de la ignorancia y de la indigencia es asegurar la
pureza y el acierto de su ejercicio”.
Pero Alberdi, a
diferencia de Sarmiento, como se decía anteriormente, parecía mucho más
apegado, en un sentido, a una visión más realista y atada a las circunstancias
que le tocaba vivir. De aquí que considerase que, en todo caso, este es el tipo
de sistema por el que debe regirse nuestro territorio hasta que las costumbres
trasplantadas florezcan. Así es que el tucumano distingue entre esta “república
posible” de transición y la “república verdadera”, consecuencia y finalidad de
la evolución natural del progreso humano, ejemplo de instituciones dignas de un
país civilizado.
En la república
posible, con masas pobres y sin educación, es imposible el florecimiento de la
libertad pero esta república es sólo un grado en el continuo del proceso hacia
aquella república verdadera. Por ello, habrá que conformarse, por ahora, dirá
en Bases, con “una constitución
monárquica en el fondo y republicana en la forma” porque “el pueblo no está preparado para regirse por
este sistema [el republicano], superior a su capacidad”.
Siempre
resulta, en parte, injusto, juzgar teorías o propuestas políticas con la lente
del presente pero ese desprecio por lo popular que se deja entrever en Alberdi,
atravesado por la clásica noción aristocrática de tutelaje, genera una mezcla
de sorpresa e indignación. Sin embargo, al mismo tiempo, reflexionar sobre
ellas en el contexto de una democracia joven pero en proceso de solidificación
como la nuestra, permite observar con optimismo el progreso de una sociedad que
a través de no pocos derramamientos de sangre, ha conquistado derechos de
carácter universal. Dicho esto, ¿cómo explicar las declaraciones del actual
director del diario con más tradición en nuestro país? Una opción sería suponer
que a Bartolomé Mitre la historia le ha pasado delante de sus narices sin que
nadie le advirtiera. Pero no creo que sea el caso pues, en la Argentina, las
clases privilegiadas conocen bien sus luchas, sus enemigos y la enorme cantidad
de transformaciones. Porque desde aquellas querellas entre Sarmiento y Alberdi
todo ha cambiado, salvo quizás una única cosa: la mirada despreciativa hacia
todo lo que huela a popular que la aristocracia argentina mantiene incólume
desde el siglo XIX hasta la fecha.
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