El domingo
pasado, el diario Página 12 publicó
una nota de José Pablo Feinmann titulada “Soberanía y poder” en la que el
escritor vincula la expropiación de YPF con algunos de los principios centrales
de la Constitución “peronista” de 1949, cuyo referente central fue el
constitucionalista Arturo Sampay.
Como usted
recordará, el primer gobierno de Perón consideraba que el nuevo tiempo
histórico debía plasmarse en una Constitución que casi 100 años después
reemplazase a la ideada por Alberdi. Las razones podían, incluso, leerse a
partir de las propias impresiones del autor de Las Bases para quien la
Constitución de 1853 debía ser provisoria y circunscripta a las condiciones
particulares de nuestro territorio. Los principios liberales con la protección
irrestricta de la propiedad privada, el libre mercado y un conjunto de leyes
tendientes a promover enormes ventajas para aquellos extranjeros que “debían”
rellenar “el desierto argentino”, son, sin dudas, los elementos salientes de la
propuesta alberdiana, que se conjugaban, además, con el principio republicano
del establecimiento de un límite a la reelección inmediata. Fueron justamente
estos principios los que el peronismo se propuso modificar.
Así, Perón
convoca a Arturo Sampay, académico de la tradición conocida como “constitucionalismo social”, quien no sólo
ideó el texto de la reforma sino que fue uno de los convencionales. Como suele
ocurrir en estos casos, el proceso de llamado a la convención constituyente y
la discusión al interior de su seno estuvo atravesado por escándalos y
acusaciones, entre ellos, el abandono del bloque radical que, denunciando la
nulidad de la convocatoria, asistió sólo al primer día de sesiones. Finalmente,
la reforma fue sancionada y permaneció en vigor hasta 1957, año en que la “revolución
libertadora” que derrocó el gobierno constitucional de Perón, determinó que
debía derogarse para regresar al texto fundacional de 1853.
En cuanto a la
formación de Sampay se trata de un reconocido cristiano tomista que desde sus
primeras publicaciones trazaba una línea de continuidad entre el racionalismo
moderno, el iluminismo, el individualismo burgués y el liberalismo, todos
elementos presentes en la Constitución de los Estados Unidos (la referencia
obligada del pensamiento de Alberdi). Es justamente esta línea de pensamiento
la que Sampay se propone criticar en lo que podría verse como la reedición de
un debate de historia de las ideas que comenzó ya desde el hecho fundacional de
nuestro país. Me refiero a aquel que discurría acerca de los verdaderos
fundamentos que dieron lugar a la revolución de mayo y que enfrentaba a los que
indicaban que se trató de la consecuencia natural de las ideas iluministas que
se habían manifestado en las revoluciones de 1776 y 1789, con aquellos que
reivindicaban a pensadores jesuitas como Francisco Suárez arraigados en una
tradición cristiana más popular mezclada con elementos de la Contrarreforma. Según
Jorge Dotti, en el pensamiento de Sampay “el iusnaturalismo clásico resulta
complementado por un democratismo popular legitimador de todos los cambios
constitucionales que el mismo pueblo juzgue necesarios, y que deben ser
evaluados según los principios universales y eternos del cristianismo”. Por
otra parte, José Ricardo Pierpauli y Juan Fernando Segovia debatieron en sendos
papers si, tras ese origen tomista,
Sampay se habría inclinado hacia el marxismo o hacia algún tipo de socialismo. Asimismo,
la formación de Sampay puede explicar el episodio al que el propio Feinmann
hace referencia y que fue recordado hace algunos meses por la presidenta. Me
refiero, a la ausencia del derecho a huelga en la Constitución del 49. Para el
autor de El flaco, Sampay deseaba
incluir tal derecho pero por orden de Perón lo omitió. Como tal situación no me
consta prefiero tomar en cuenta la forma en que Sampay justificó tal
controvertida decisión, pues consideraba, como buen iusnaturalista, que ese
derecho es anterior y superior al derecho positivo. Pero no todo el
justicialismo acompañó esta idea pues, de hecho, la discusión se realizó
incluso “puertas adentro”, tal como intenta reflejarlo el profundamente crítico
del peronismo, Jorge Reinaldo Vanossi, quien retoma las palabras del senador
nacional y constituyente justicialista Pablo Ramella. Éste consideraba que
había que “positivizar” el derecho a huelga, a lo que Sampay respondió “la huelga
es un derecho natural del hombre en el campo del trabajo, como lo es el de la
resistencia a la opresión en el campo político, pero si bien existe un derecho
natural de huelga no puede haber un derecho positivo de huelga, porque (…) es
evidente que la huelga implica un rompimiento con el orden jurídico
establecido, que, como tal, tiene la pretensión de ser un orden justo, y no
olvidemos que la exclusión del recurso a la fuerza es el fin de toda
organización social. El derecho absoluto de huelga, por tanto, no puede ser
consagrado en una Constitución”.
Dejando de
lado esta, como mínimo, controvertida justificación y volviendo al disparador
de estas líneas, como indicaba Feinmann, los elementos centrales que marcaban
el núcleo de la Constitución del 49 no estaban en la posibilidad de la
reelección indefinida, si no en un manojo de artículos. Feinmann menciona el 38
y el 40 pero yo sumaría también el 37 y el 39.
El
37 es el correspondiente a la institucionalización de los derechos del trabajador, de la familia, de la ancianidad y de
la educación y la cultura. En cuanto al 38, es el artículo que inaugura el
capítulo IV de la propuesta y que es el que más escozor causaba en la tradición
liberal. Su título “La función social de la propiedad, el capital y la
actividad económica” ya
anticipaba que la propiedad privada perdería su carácter santificado. Más específicamente, este artículo afirma “La propiedad privada tiene una
función social y, en consecuencia, estará sometida a las obligaciones que
establezca la ley con fines del bien común. Incumbe al Estado fiscalizar la
distribución y la utilización del campo (…) y procurar a cada labriego (…) la
posibilidad de convertirse en propietario de la tierra que cultiva. La expropiación por causa de utilidad pública
o interés general debe ser calificada por ley y previamente indemnizada”.
En esta misma línea, marcando la superioridad del bien común por sobre
el interés privado, el artículo 39 reza: “El capital debe estar al servicio de
la economía nacional y tener como principal objeto el bienestar social. Sus diversas formas de explotación no pueden
contrariar los fines de beneficio común del pueblo argentino”.
Por último, y algo por lo que hoy cualquiera podría ser acusado de
chavista, confiscacionista, kicillofista o marxista judío montonero imberbe, un
extenso artículo 40 que merece citarse entero, indica “La organización de la riqueza y
su explotación tienen por fin el bienestar del pueblo, dentro de un orden económico
conforme a los principios de la justicia social. El
Estado, mediante una ley, podrá intervenir en la economía y monopolizar
determinada actividad, en salvaguardia de los intereses generales y dentro de
los límites fijados por los derechos fundamentales asegurados en esta
Constitución. Salvo la importación y
exportación, que estarán a cargo del Estado, de acuerdo con las limitaciones y
el régimen que se determine por ley, toda actividad económica se organizará
conforme a la libre iniciativa privada, siempre que no tenga por fin ostensible
o encubierto dominar los mercados nacionales, eliminar la competencia o
aumentar usurariamente los beneficios. Los
minerales, las caídas de agua, los yacimientos de petróleo, de carbón y de gas,
y las demás fuentes naturales de energía, con excepción de los vegetales, son
propiedad imprescriptibles e inalienables de la Nación, con la correspondiente
participación en su producto que se convendrá con las provincias. Los servicios
públicos pertenecen originariamente al Estado, y bajo ningún concepto podrán
ser enajenados o concedidos para su explotación. Los que se hallaran en poder de particulares
serán transferidos al Estado, mediante compra o expropiación con indemnización
previa, cuando una ley nacional lo determine. El precio por la expropiación de
empresas concesionarios de servicios públicos será el del costo de origen de
los bienes afectados a la explotación, menos las sumas que se hubieren
amortizado durante el lapso cumplido desde el otorgamiento de la concesión y
los excedentes sobre una ganancia razonable que serán considerados también como
reintegración del capital invertido” (las itálicas son mías).
En síntesis, la Constitución del 49, una
especie de hecho maldito que se ha intentado invisibilizar a pesar de haber
regido durante 8 años en el país, puede ser la base para encarar problemáticas
que, como se ve, no son nuevas. Retomar algunos de sus principios, discutir
otros y revisitar críticamente varios de los aspectos controvertidos que a la
luz de lo ocurrido en la segunda mitad del siglo XX en nuestro país, no deben
ser pasados por alto, puede ser un buen ejercicio capaz de brindar herramientas
para enfrentar los debates que se dan en la actualidad.
Dante: excelente tu columna. Te dejo un aporte muy humilde inspirado por la misma nota de Feinmann.
ResponderEliminarhttp://el-lobo-estepario.blogspot.com.ar/2012/04/desagravio.html
Un abrazo.
Dante, me pareció un gran acierto argumental y teórico que hayas focalizado en la interacción entre teoría de la justicia y Constitución. El enfoque es de lo más apropiado porque todo proyecto constitucional es la síntesis de una teoría de la justicia.
ResponderEliminarA veces se pone el acento únicamente en la organización del poder o en los derechos y se pasa por alto que la Constitución debe ser leída como un proyecto político orgánico en donde la teoría de la justicia resulta la variable esencial para abordarla.
Muy interesante y ojalá puedas escribir algún texto de mayor aliento y otra profundidad teórica sobre el tema.
Por último, haber rescatado a Sampay también es un acierto muy lindo.
Un saludo!
Martin