La imposibilidad de hallar parámetros objetivos para describir hechos sociales suele ponerse de manifiesto al momento de dar cuenta de hitos que marcan un punto de inflexión en la historia de un país. De este modo, un mismo hecho conocido por todos suele tener tantas interpretaciones como sujetos existentes. Asimismo, si es que necesitamos agregarle dificultades, los análisis realizados por quienes de algún modo fueron testigos de tales sucesos, está teñida de sentimientos encontrados que agregan elementos a favor del escepticismo en lo que respecta a alcanzar una elaboración precisa de lo sucedido.
Es por todo esto que considero honesto hablar, más que nunca, en primera persona, y ventilar reflexiones y acciones que me rodearon aquel 19 y 20 de diciembre de 2001.
Yo no estuve en la plaza exigiendo la renuncia de De la Rúa no porque apoyase su política de continuidad neoliberal sino porque interpretaba que se estaba frente a un golpe institucional y consideraba que lo que venía podía ser peor. Además entendía que los miles de ciudadanos que no abandonaron la plaza a pesar del estado de sitio eran sólo una de las caras (la más desesperada y honesta) de una situación compleja en la que se conjugó la caída por peso propio del inepto y desilusionante gobierno de la Alianza, con fuertes maniobras desestabilizadoras de referentes del PJ bonaerense los cuales, para bien del país, hoy son parte de un museo de cera del horror construido desde la prepotencia más sana: la de las urnas. Por esto, creo que debe quedar claro que lo acaecido en esos dos días que parecieron ser uno solo y que llegó a extenderse hasta el desfile incesante de presidentes de la semana después, no tiene una explicación monocausal.
Por otra parte, en aquella época y en los años posteriores se discutía no sólo el rol de Duhalde y Ruckauf en los saqueos sino, por ejemplo, si se trataba de una “revolución burguesa” de individuos cuyo lenguaje cacerolil no pretendía bajar de Sierra Maestra ni dejarse la barba, o si, efectivamente, llegaba el momento de la revolución proletaria de un país con cada vez menos trabajadores y liderada por una vanguardia capaz de cooptar las asambleas rousseaunianas en las plazas de Villa Urquiza. Con algo más de sentido se escribió bastante acerca del rol que estaban jugando los nuevos movimientos sociales y si en ellos se depositaba la responsabilidad de ser los nuevos sujetos de la historia en el contexto en que el capitalismo readaptaba sus formas y se transformaba en esencialmente financiero. Asimismo, se abría un interrogante acerca de la democracia de partidos y la representación pasó a estar depositada en referentes mediáticos indignados.
A mi favor, podría decir que a la distancia se puede resignificar el episodio de 2001 como el agotamiento de un modelo de exclusión cuyos coletazos ahora están llegando a Europa, pero quien lo hubiese visto con claridad en aquel momento merece todo mi respeto y el pedido de un último favor: los números del pozo vacante del Quini 6 de la semana que viene.
A mi favor también, aunque pueda ser usado en mi contra, está lo que 10 años después entiendo que era una habituación a la excepcionalidad. En este sentido, una anécdota personal para no comprometer a nadie más que a mí a pesar de que no creo haber sido el único. Como todos los años, el 20 de diciembre festejo mi cumpleaños y ese 2001 me disponía, naturalmente, a hacerlo. A pesar de seguir atentamente todos los sucesos a través de los medios, interpretaba que lo que se vivía era una protesta con brutal represión, algo que, recuérdelo, era moneda corriente en esa época. Estaba el plus de la renuncia del ícono de los 90: Domingo Cavallo; y el fenómeno de una clase media enloquecida por la confiscación de sus ahorros. Pero yo no tuve la lucidez para identificar el sentido de lo que allí ocurría. A tal punto que al salir de mi casa a comprar la bebida fría para el encuentro con amigos y familiares a la noche, noté que en la esquina, a pocas cuadras del congreso, un local de una ahora extinta cadena multinacional de Videoclubes estaba siendo incendiada al igual que ese otro local de enfrente perteneciente a otra cadena multinacional (de comidas rápidas). Ese hecho sumado a la llegada intempestiva de un familiar fuera del horario de convocatoria, transpirado, con un incipiente ataque de asma por los gases y con los cartuchos de bala de plomo que pudo recolectar, en el bolsillo, me hizo pensar que quizás lo que estaba pasando era grave (algo que se confirmó con el campeonato de Racing algunos días después).
Insisto, hablo por mí, pero no creo haber sido un extraterrestre. Era normal. Algo parecido me sucedió en los meses posteriores, en particular cuando tuve la posibilidad de poder interactuar con hombres y mujeres de diversas regiones del mundo. Todos tenían grabadas en sus mentes esas imágenes de camiones volcados y cientos de pobres saqueando y peleando por un paquete de fideos, o el tristemente inolvidable llanto desconsolado del supermercadista chino que veía con impotencia cómo vaciaban su negocio y un encapuchado se llevaba un arbolito de navidad. Y sin embargo, estábamos habituados y nuestra vida se desarrollaba con relativa normalidad a pesar de la preocupación que se transparentaba en aquellos que, viviendo lejos, veían a la Argentina por televisión y creían que habíamos vuelto al estado de naturaleza. Aquel familiar que mencioné en la anécdota anterior, no había leído a Hegel ni la dialéctica del reconocimiento, pero me decía que la mejor manera de saber cómo estás es dando cuenta de la cara que pone tu interlocutor al mirarte. Tal parábola moderna le había llegado como una epifanía tras un accidente en moto en el que después de salir despedido 50 metros y golpear en el asfalto, creyó estar en perfectas condiciones hasta que se dio cuenta que esa vecina que se agarraba la cabeza y gritaba como en una película de terror, lo hacía por estar mirándolo.
Mi familiar sobrevivió para contarlo, tener una hija y para ver todo lo que ha sucedido hasta ahora. Fue testigo también de ese interregno del Gobierno de Duhalde signado por la devaluación y la represión a piqueteros, y esa anomalía, como diría Ricardo Forster, que significó Néstor Kirchner. Nótese que tal noción nos obliga a repensar, entonces, esa instancia de normalidad en la que se había naturalizado la farandulización de la política, la corrupción y un sentido común neoliberal. Normalización que a una gran mayoría le impidió ver que era posible otra cosa. En este sentido, aun cuando sea políticamente incorrecto, como lo indiqué alguna vez desde esta misma columna, la irrupción del kirchnerismo, sin duda, estuvo signada por el contexto de desprestigio absoluto de la clase política y del Estado, y buena parte de sus acciones deben entenderse por esa sana presión de una sociedad heterogénea movilizada y sin paciencia. Pero esa masa movilizada no tenía un plan ni un proyecto común. Más bien, fueron las decisiones políticas del gobierno asumido el 25 de mayo de 2003 las que empezaron a darle fisonomía a lo que era una natural desperdigada atomización. Fueron también esas decisiones performativas, esto es, decisiones que no refieren a sujetos preexistentes sino a sujetos que son constituidos por esa misma acción, las que establecieron las condiciones y los reagrupamientos sociales y políticos que nos permiten ver el futuro con optimismo. De esta manera, el surgimiento de Kirchner no puede entenderse sin ese 2001 pero su aparición no se debe a presuntas condiciones objetivas. Más bien, se trató de una conjunción contingente de fenómenos y a la decisión política del gobernante en un contexto de horizonte nulo.
Así, ni partidos del orden encargados de proteger a la minoría aventajada ni disolución de la Argentina en asambleas vecinales que vuelven al modelo del trueque; tampoco salidas individuales conmovedoramente televisadas, emergentes naturales de una sociedad civil en el marco de un Estado ausente. Menos que menos Pactos de La Moncloa que resguarden las líneas principales del statu quo que creó las condiciones de la crisis, o vacuos discursos de la institucionalidad con dos estructuras partidarias que tras el Pacto de Olivos se habían expuesto como igualmente incapaces de dar cuenta de las reivindicaciones de la ciudadanía, sea por ineptos, sea por corruptos. Otras discusiones, otros horizontes, otros sentidos y, por sobre todo, la demostración de que se puede pensar un Estado que pierda el hábito de la excepcionalidad para dejar de estar indisolublemente ligado a la represión y a los estados de sitio en los que las garantías constitucionales quedan en manos de los que generan y reprimen el desorden.
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