Siempre resulta difícil escribir sobre temas que prácticamente saturan durante varios días los espacios periodísticos, pues al fin de cuentas, se trata de decir algo que no esté trillado y que pueda escabullírsele a reflexiones del sentido común, algo abundante en análisis cada vez más pobres e interesados. Pero es ineludible retomar el voto del Vicepresidente de la Nación que, en tanto Presidente del Senado, fue decisivo en la sanción de una ley que, al no detallar las formas de financiamiento, no tenía otro destino que un veto presidencial.
Se apresuran los que con más deseo que rigor analítico encuentran en esta decisión de Cobos una suerte de remake de aquella madrugada en la que el desempate en torno a la 125 lo catapultó a la fama como una suerte de Gardiner (aquél maravilloso personaje que fue llevado al cine por Peter Sellers en Desde el Jardín) que, en este caso, antes que caminar sobre las aguas, decidió transitar las hectáreas de siembra de soja ungido por la gratitud del multiclasista significante “gente”, que apareció para marcar una distancia con los “malos”, esto es, el “pueblo”, la masa aluvional de “negros” que sólo son movilizados clientelísticamente por aparatos y prebendas. Cobos tuvo la desgracia de que todo esto sucediera a más de tres años de una nueva elección presidencial, con lo cual su desfile triunfal expuesto en clave épica se fue apagando y tiene hoy como desenlace, más que el tono festivo de quienes se abrazaban aquella noche a su camioneta, el tono melancólico de un tango donde abundan traiciones y amores perdidos. De la 4 x 4 al ritmo del 2 X 4. Aquel paseo triunfal no sería más que un tango al cuadrado.
Por todo esto es que a la hora de comparar aquel voto en contra de la 125 y éste, a favor del 82% móvil sin financiamiento, más que nunca podemos expresar aquel adagio de “nunca segundas partes fueron buenas” pues las condiciones son otras, la reivindicación es otra y la sociedad es otra. De hecho, no sería descabellado pensar que tras aquella decisión, en la hipotética situación de elecciones inmediatas, Cobos hubiera sido elegido Presidente de la República. Hoy, en cambio, probablemente ni una saga de votos “no positivos” pueda permitir que Cobos gane la interna de su partido.
Pero hay un elemento que me interesa transitar y tiene que ver con uno de los términos más escuchados en la última semana casi a la altura de “mineros” y “milagro”. Se trata de “traición” que, en el contexto de una administración justicialista y en la semana del día de la Lealtad, cobra una significación particular.
La pregunta es si hay algo para decir al respecto, algo que no se haya dicho. Creo que sí pues no se trata simplemente de interpretar en qué sentido la actitud de Cobos puede o no encuadrarse en la categoría “traición” para así llevar esto a una discusión filológica “marianogrondonista”. Con todo, cabe aclarar que habiendo o no traición e independientemente de si la decisión particular de Cobos ha sido la mejor para el país, ni el más acérrimo de los antikirchneristas puede sostener en foro interno y frente al espejo, la anomalía institucional de un Vicepresidente opositor. Quien interprete que esta situación es la panacea del control de poderes probablemente no conozca los diseños institucionales de una República Presidencialista.
Ahora bien, si dejamos de lado estas vicisitudes de la realpolitik para depositarnos en cuestiones teóricas de la política, el caso Cobos parece ser la manifestación de un problema tan viejo como cualquier organización humana: el problema de la representación.
Dicho en otros términos, la cuestión es cómo garantizar que el representante “re-presente”, es decir funcione como alguien que “vuelve a presentar”, en la instancia que corresponda, a quienes lo eligieron. Recordemos que es posible reconocer dos tipos de participación: la representativa, en la cual, para decirlo de algún modo impreciso, el pueblo gobierna a través de sus representantes y la directa, donde los ciudadanos no delegan en otro sujeto su participación en lo público y se auto-representan. La primera es la elegida en las Repúblicas occidentales modernas y la segunda tiene como máxima referencia aquel ideal asambleario y participativo de la democracia ateniense en el “Siglo de Pericles”. Resulta evidente que ambas formas tienen pro y contra. La democracia representativa parece la forma natural para Estados con importante cantidad de población y vasto territorio pues está claro que sería absurdo movilizar constantemente a las poblaciones para realizar una Mega Asamblea con, por ejemplo, 40 millones de asistentes. Parece más fácil, aunque quizás sólo sea una apariencia, hacer una asamblea y tomar decisiones directamente sin representantes en una Asamblea estudiantil o en un Consorcio, salvo, claro está, el Consorcio donde uno vive. Asimismo, en algo sobre lo que se volverá, pues es el eje de esta nota, pareciera razonable que los ciudadanos ocupados en actividades privadas depositen su confianza en hombres y mujeres que tienen una vocación por lo público y que poseen la capacidad que algunos no tenemos, para tomar decisiones que involucran a todo un país.
En cuanto a la democracia directa, el punto a favor sería que el hecho de ser uno mismo quien levanta la mano, garantiza que el voto sea el deseado y no quede expuesto a la posibilidad de que el representante elegido finalmente acabe tomando una decisión con la cual no se acuerde. El ejemplo flagrante de este peligro es el que quedó inmortalizado en la honestidad brutal del ex Presidente Carlos Menem quien afirmó “si hubiera dicho realmente lo que iba a hacer nadie me hubiera votado”. Detengámonos en este punto porque aquí aparece la problemática del caso Cobos, el cual puede ser expresado en el siguiente dilema: ¿debe el representante tomar decisiones de conciencia o seguir a rajatabla el mandato que le otorgaron los ciudadanos que lo votaron? Recuérdese la justificación de aquella noche de 2008 por la cual Cobos consideró que la mejor decisión era la que él podía tomar en soledad o, en todo caso, en el marco del círculo íntimo familiar. No importaba el Programa de Gobierno, importaba la decisión de ese hombre, el cual elige independientemente del deseo de la gente que lo votó. Este es un problema de Cobos pero lo es también de la democracia representativa incluso tal como está expuesta en la tan mencionada Constitución de los Estados Unidos. Allí los “Padres Fundadores” justifican la idea de representatividad casi desde un punto de vista que bien podría ser juzgado de aristocrático. Se trata de la idea de que el pueblo no puede darse cuenta de lo que es mejor para él y por ello elige a un representante cuya decisión, aun cuando parezca contrariar los intereses inmediatos de la masa, resultará acertada. Dicho en otras palabras: el representante sabe mejor que el propio pueblo lo que es bueno para el pueblo. Desde este punto de vista, la ciudadanía no vota un programa el cual imperativamente debe ser llevado adelante por el representante sino que simplemente deposita confianza en un hombre que sabrá decidir lo mejor en las circunstancias que correspondan. Para concluir y lejos de exigir desde este espacio un regreso al espíritu asambleario, ese que fracasó en los meses posteriores al 2001, creo que cabe pensar si el particular caso Cobos, antes que una anomalía encarnada en un hombre timorato favorecido por las vicisitudes de la historia, manifiesta, en ese desoír del voto popular que con ideas equivocadas o no, lo depositó en el cargo, mucho más que una traición: manifiesta la versión dañina de un punto de vista aristocrático de la representación que ha regado de desconfianza a una ciudadanía que naturalmente busca el antídoto para tanta impotencia en el ensimismamiento, el desinterés por lo público y el alejamiento de la política.
Se apresuran los que con más deseo que rigor analítico encuentran en esta decisión de Cobos una suerte de remake de aquella madrugada en la que el desempate en torno a la 125 lo catapultó a la fama como una suerte de Gardiner (aquél maravilloso personaje que fue llevado al cine por Peter Sellers en Desde el Jardín) que, en este caso, antes que caminar sobre las aguas, decidió transitar las hectáreas de siembra de soja ungido por la gratitud del multiclasista significante “gente”, que apareció para marcar una distancia con los “malos”, esto es, el “pueblo”, la masa aluvional de “negros” que sólo son movilizados clientelísticamente por aparatos y prebendas. Cobos tuvo la desgracia de que todo esto sucediera a más de tres años de una nueva elección presidencial, con lo cual su desfile triunfal expuesto en clave épica se fue apagando y tiene hoy como desenlace, más que el tono festivo de quienes se abrazaban aquella noche a su camioneta, el tono melancólico de un tango donde abundan traiciones y amores perdidos. De la 4 x 4 al ritmo del 2 X 4. Aquel paseo triunfal no sería más que un tango al cuadrado.
Por todo esto es que a la hora de comparar aquel voto en contra de la 125 y éste, a favor del 82% móvil sin financiamiento, más que nunca podemos expresar aquel adagio de “nunca segundas partes fueron buenas” pues las condiciones son otras, la reivindicación es otra y la sociedad es otra. De hecho, no sería descabellado pensar que tras aquella decisión, en la hipotética situación de elecciones inmediatas, Cobos hubiera sido elegido Presidente de la República. Hoy, en cambio, probablemente ni una saga de votos “no positivos” pueda permitir que Cobos gane la interna de su partido.
Pero hay un elemento que me interesa transitar y tiene que ver con uno de los términos más escuchados en la última semana casi a la altura de “mineros” y “milagro”. Se trata de “traición” que, en el contexto de una administración justicialista y en la semana del día de la Lealtad, cobra una significación particular.
La pregunta es si hay algo para decir al respecto, algo que no se haya dicho. Creo que sí pues no se trata simplemente de interpretar en qué sentido la actitud de Cobos puede o no encuadrarse en la categoría “traición” para así llevar esto a una discusión filológica “marianogrondonista”. Con todo, cabe aclarar que habiendo o no traición e independientemente de si la decisión particular de Cobos ha sido la mejor para el país, ni el más acérrimo de los antikirchneristas puede sostener en foro interno y frente al espejo, la anomalía institucional de un Vicepresidente opositor. Quien interprete que esta situación es la panacea del control de poderes probablemente no conozca los diseños institucionales de una República Presidencialista.
Ahora bien, si dejamos de lado estas vicisitudes de la realpolitik para depositarnos en cuestiones teóricas de la política, el caso Cobos parece ser la manifestación de un problema tan viejo como cualquier organización humana: el problema de la representación.
Dicho en otros términos, la cuestión es cómo garantizar que el representante “re-presente”, es decir funcione como alguien que “vuelve a presentar”, en la instancia que corresponda, a quienes lo eligieron. Recordemos que es posible reconocer dos tipos de participación: la representativa, en la cual, para decirlo de algún modo impreciso, el pueblo gobierna a través de sus representantes y la directa, donde los ciudadanos no delegan en otro sujeto su participación en lo público y se auto-representan. La primera es la elegida en las Repúblicas occidentales modernas y la segunda tiene como máxima referencia aquel ideal asambleario y participativo de la democracia ateniense en el “Siglo de Pericles”. Resulta evidente que ambas formas tienen pro y contra. La democracia representativa parece la forma natural para Estados con importante cantidad de población y vasto territorio pues está claro que sería absurdo movilizar constantemente a las poblaciones para realizar una Mega Asamblea con, por ejemplo, 40 millones de asistentes. Parece más fácil, aunque quizás sólo sea una apariencia, hacer una asamblea y tomar decisiones directamente sin representantes en una Asamblea estudiantil o en un Consorcio, salvo, claro está, el Consorcio donde uno vive. Asimismo, en algo sobre lo que se volverá, pues es el eje de esta nota, pareciera razonable que los ciudadanos ocupados en actividades privadas depositen su confianza en hombres y mujeres que tienen una vocación por lo público y que poseen la capacidad que algunos no tenemos, para tomar decisiones que involucran a todo un país.
En cuanto a la democracia directa, el punto a favor sería que el hecho de ser uno mismo quien levanta la mano, garantiza que el voto sea el deseado y no quede expuesto a la posibilidad de que el representante elegido finalmente acabe tomando una decisión con la cual no se acuerde. El ejemplo flagrante de este peligro es el que quedó inmortalizado en la honestidad brutal del ex Presidente Carlos Menem quien afirmó “si hubiera dicho realmente lo que iba a hacer nadie me hubiera votado”. Detengámonos en este punto porque aquí aparece la problemática del caso Cobos, el cual puede ser expresado en el siguiente dilema: ¿debe el representante tomar decisiones de conciencia o seguir a rajatabla el mandato que le otorgaron los ciudadanos que lo votaron? Recuérdese la justificación de aquella noche de 2008 por la cual Cobos consideró que la mejor decisión era la que él podía tomar en soledad o, en todo caso, en el marco del círculo íntimo familiar. No importaba el Programa de Gobierno, importaba la decisión de ese hombre, el cual elige independientemente del deseo de la gente que lo votó. Este es un problema de Cobos pero lo es también de la democracia representativa incluso tal como está expuesta en la tan mencionada Constitución de los Estados Unidos. Allí los “Padres Fundadores” justifican la idea de representatividad casi desde un punto de vista que bien podría ser juzgado de aristocrático. Se trata de la idea de que el pueblo no puede darse cuenta de lo que es mejor para él y por ello elige a un representante cuya decisión, aun cuando parezca contrariar los intereses inmediatos de la masa, resultará acertada. Dicho en otras palabras: el representante sabe mejor que el propio pueblo lo que es bueno para el pueblo. Desde este punto de vista, la ciudadanía no vota un programa el cual imperativamente debe ser llevado adelante por el representante sino que simplemente deposita confianza en un hombre que sabrá decidir lo mejor en las circunstancias que correspondan. Para concluir y lejos de exigir desde este espacio un regreso al espíritu asambleario, ese que fracasó en los meses posteriores al 2001, creo que cabe pensar si el particular caso Cobos, antes que una anomalía encarnada en un hombre timorato favorecido por las vicisitudes de la historia, manifiesta, en ese desoír del voto popular que con ideas equivocadas o no, lo depositó en el cargo, mucho más que una traición: manifiesta la versión dañina de un punto de vista aristocrático de la representación que ha regado de desconfianza a una ciudadanía que naturalmente busca el antídoto para tanta impotencia en el ensimismamiento, el desinterés por lo público y el alejamiento de la política.
Yo creo que Cobos persigue el ideal de un Cobos.
ResponderEliminarMuy bueno!