lunes, 18 de noviembre de 2024

Herejía: la leyenda negra del cristianismo (publicado el 13.11.24 en The Objective)

 Un Jesús que, de niño, mataba a todo aquel que lo hiciera enojar; un Espíritu Santo que es mujer; la vagina de la Virgen María carbonizando la mano de quien comprobaba si su himen se había roto; el mundo como producto de un Dios que tiene una Madre que se horroriza de la creación de su hijo. De algo no hay duda: Herejía, el nuevo libro de Catherine Nixey, editado por Taurus, pretende crear revuelo.

No es la primera vez que esta periodista británica que supo estudiar Historia Clásica en Cambridge y actualmente es redactora en The Economist, se adentra en esta temática. Su libro anterior, el primero de su cosecha personal, La edad de la penumbra, tenía también como objeto una crítica feroz al cristianismo al que acusaba, ya desde el subtítulo de la obra, de haber destruido el mundo clásico. Aquel libro le trajo notoriedad y premios, pero también varias críticas por ausencia de rigor histórico de parte de los eruditos de la materia y de cualquiera que mínimamente haya transitado la universidad en temáticas afines.

Seguramente advertida de esos comentarios negativos, Nixey, que en varias entrevistas se encargó de contar cómo padeció ser la hija de una monja y un fraile que decidieron casarse pero no renunciar a un tipo de crianza estricta en la fe, introdujo algunos matices en esta segunda obra aunque es de esperar que las críticas no sean menores.

Herejía pretende ser un libro de historia y no de teología. Su hipótesis es que hasta el siglo IV, momento en el que el cristianismo se transforma en la religión oficial del imperio romano y sanciona leyes que transformarían a la Iglesia “en la organización perseguidora más grande y más fuerte de la historia de la humanidad”, existían muchos relatos alternativos entre ello que se suele conocer como “cristianismo primitivo” y que, acorde a los nuevos tiempos, la autora prefiere mencionar en plural.

“Por más que el Evangelio de Juan comience con la magnífica frase lapidaria ‘Al principio era el Verbo’, al principio no era una sola y única ‘palabra’ (…) La idea es un absurdo. Antes bien, durante los primeros siglos del cristianismo, hubo muchas palabras, muchas voces, y muchas de ellas discrepaban con vehemencia unas de otras. Porque, durante los años inmediatamente posteriores a la vida y a la muerte de Jesús, no hubo ni mucho menos consenso sobre quién había sido, lo que había hecho o la importancia que tenía; incluso sobre si efectivamente tenía alguna importancia”.

Nixey se basa en los llamados Evangelios apócrifos como el Evangelio de la infancia de Santiago donde aparece el relato de un Jesús asesino o el Evangelio de la infancia de Tomás, donde se puede leer el episodio de la vagina calcinante de María. Pero también incluye unos papiros griegos sobre magia y hace mención a Hechos de Tomás, un texto donde Jesús vende como esclavo a un hombre; El libro del gallo, un relato etíope donde Jesús resucita a un gallo y que se sigue leyendo hasta el día de hoy, o el Liber requiei Mariae donde José aparece consternado porque cree que María le ha sido infiel.

Por si fuera poco, hace referencia también a Hechos de Pedro, donde éste resucita una sardina para convencer a los fieles, y al Apocalipsis de Pedro y al Apocalipsis de Pablo donde se hacen espeluznantes descripciones del infierno que no están presentes en los cuatro Evangelios canónicos que todos conocemos.

Nixey defiende la utilización de estos textos como fuentes argumentando que muchos de ellos tuvieron gran influencia, fueron traducidos a varias lenguas y son parte del imaginario cristiano, aunque no formen parte de la Biblia. De hecho, muchos de los relatos existentes en los Evangelios apócrifos son clave para entender la poesía de Milton, pasajes de Dante o pinturas como las de Giotto; incluso la representación de la natividad, con la referencia al buey y la mula, determinantes para los pesebres, son parte de estos “otros” Evangelios.

Buscando continuidad con la temeraria tesis de su primer libro, Nixey encuentra en la etimología de la palabra “herejía” una clave para abonar la idea de que, una vez convertido en religión oficial del imperio, el fundamentalismo cristiano quebró la supuesta panacea de pluralidad existente en el mundo antiguo, sea griego o romano. En este sentido indica que, para los griegos, la palabra “herejía” tenía una connotación positiva al provenir del verbo griego hairéo (escoger, elegir). Sin embargo, bajo la hegemonía cristiana, el término pasó a tener un sentido negativo y a devenir un sinónimo de “veneno”.     

En paralelo, el libro de Nixey avanza en una serie de afirmaciones que son ciertas y que, uno supone, están allí como un intento de debilitar la legitimidad de los cuatro Evangelios. En este sentido, Nixey menciona el modo en que autores como Celso o Luciano de Samosata se burlaban con argumentos, digamos, “racionales”, de los relatos de los evangelistas; o las similitudes entre los relatos de la ortodoxia cristiana y leyendas antiguas con protagonistas más o menos conocidos, lo que daría a entender que el cristianismo era, en todo caso, un relato más. Así, por ejemplo, menciona que de Apolonio o Asclepio también se decía que eran hijos de un Dios y que podían curar y resucitar, y que hay claros paralelismos con la figura de Sócrates o con Alejandro Magno de quien también, por cierto, se llegó a decir que era hijo de un dios. En la misma línea, Nixey indica que los supuestos milagros de Jesús eran “materia corriente” en los relatos de magia que luego el cristianismo censuró. Así, caminar sobre el agua, multiplicar los panes y los peces, trocar el agua en vino, eran “trucos” que estos libros prohibidos enseñaban. De hecho, la autora menciona representaciones de Jesús con una varita en la mano como la usaban los magos, algo que, naturalmente, no sería aceptado por la ortodoxia cristiana.

El libro de Nixey seguramente será muy atractivo para un público general que no esté familiarizado con estas “versiones alternativas”, las cuales, por cierto, no son hoy por hoy ningún secreto y se pueden encontrar en distintas ediciones desde hace ya mucho tiempo. De más difícil aceptación será entre los estudiosos porque el texto omite puntos de vista varios o plantea como novedades discusiones que están saldadas con fundamentos robustos. Por citar un ejemplo, Nixey parece poner a la misma altura los Evangelios “oficiales” con estos otros relatos como si la decisión de elegir unos por sobre otros fuera estrictamente arbitraria. Su argumento es que, al fin de cuentas, todos los relatos desafían las leyes de la naturaleza, pero hay razones históricas que explican por qué los Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan son los aceptados mientras que los otros han quedado al margen. Hay mucha bibliografía al respecto y estudios más o menos sólidos que lo justifican más allá de que en la determinación de cualquier canon, alguien podría indicar, también juega algo de azar, “razones políticas” y convenciones.

Quizás una pretensión más modesta y menos provocativa como la de mostrar, simplemente, la interesante influencia que los “otros” Evangelios han tenido solapadamente en la ortodoxia cristiana hubiera bastado para hacer un libro correcto, igualmente curioso y, sobre todo, bastante menos sesgado.     


domingo, 10 de noviembre de 2024

El triunfo del monstruo (publicado el 6.11.24 en www.disidentia.com)

 

Finalmente llegó el día y Trump triunfó con mucha más holgura de la que todas las encuestas vaticinaban, llevándose los 7 “Swing States” y obteniendo más votos totales que su rival, algo que en las anteriores ocho elecciones un solo candidato republicano había logrado. Me refiero, claro está, a George Bush hijo en 2004.

Seguramente con el correr de los días habrá tiempo para analizar con más precisión los números y, con ello, las razones que los explican de manera más concluyente, pero al menos preliminarmente algunos bosquejos más o menos sensatos se pueden realizar.

A propósito, hace algunos días leía Por qué se rompió Estados Unidos. Populismo y polarización en la era Trump, un libro de Roger Senserrich cuyo sesgo anti Trump es marcado pero que aun así ofrecía un apunte a tener en cuenta: aun si Trump hubiera perdido esta elección, existen condiciones estructurales que explican su emergencia. Trump no sería así la anomalía sino uno de los retoños naturales de aspectos institucionales generales insertos en el corazón de la república estadounidense, sumado a la deriva adoptada por el partido republicano. En otras palabras, para Senserrich, hay Trump porque Estados Unidos abrevó de una tradición poco democrática existente ya en el espíritu de la Constitución legada por los Padres Fundadores; una desigualdad estructural y nunca del todo resuelta entre norte y sur; los cambios institucionales y en el sistema electoral que se empezaron a dar especialmente a partir de los años 60, y el modo en que las alas más reaccionarias del partido republicano se hicieron hegemónicas a partir de la utilización de discursos populistas basados en el resentimiento.    

Esta perspectiva es de resaltar porque nos corre automáticamente del lugar común de un Trump producto de un combo explosivo entre un giro reaccionario de las sociedades acaecido por generación espontánea, sumado a Fake News y gente muy mala diseñando algoritmos para manipular gente tonta y/o protofascista. En todo caso, si hay algo que objetar al libro de Senserrich es haber omitido la responsabilidad del partido demócrata en la irrupción de un fenómeno como Trump. Porque, no hay que olvidar, la transformación de los demócratas merece más que una mención a pie de página.  

En este sentido, algunos números preliminares elaborados por la CNN y El País ofrecen datos interesantes, confirmando la mayoría de las tendencias que venían dándose al menos desde 2016 y matizando, solo en parte, algunas otras. En resumidas cuentas: entre los varones, Trump ganó por 10 puntos y, entre las mujeres, perdió también por 10 aunque en 2020 había perdido por 15 puntos; entre los jóvenes de hasta 29 años perdió por 13 pero, en ese segmento, en 2020, había perdido por 24 frente a Biden; entre los blancos ganó por 12 aunque en 2020 había ganado por 17 y entre los negros perdió por 74 puntos, casi lo mismo que en 2020. Donde se vio un importante avance de Trump es entre los latinos: en 2020 había perdido en esa franja por 33 puntos y, en esta elección, la diferencia se achicó a 8 puntos.

Entre los universitarios, Harris ganó por 16 puntos contra los 12 de diferencia que había obtenido Biden, pero entre los no universitarios Trump ganó por 10 cuando 4 años atrás había ganado allí solo por 2 puntos.     

En cuanto a las zonas, Trump subió sustancialmente en el ámbito rural triunfando por 27 puntos contra los 15 de diferencia obtenidos en la elección presidencial anterior y, entre los considerados votantes independientes, Harris ganó por 5 puntos, bastante poco si lo comparamos con los 13 de ventaja obtenidos por Biden en 2020.

Como les decía, estos números en general confirman las tendencias y el perfil que fueron adoptando ambos partidos en los últimos años. El partido republicano liderado por un magnate ha logrado representar especialmente a la población de varones blancos no universitarios, trabajadores de zonas rurales y/o de los viejos cordones industriales, aquellos más afectados por la globalización. Del otro lado, las grandes ciudades progresistas de las costas y con ello los beneficiarios de las políticas identitarias, especialmente mujeres universitarias y afroamericanos. Todo esto, claro, a grandes rasgos.

Si esto ya supone desde algunos años poner todo patas para arriba, el abrazo a la lógica populista que encarna Trump lo ha enfrentado, además, al Deep State, las grandes corporaciones y las usinas de hegemonía cultural, esto es, los grandes medios y las universidades. Esto puede explicar, como indicaba José Carlos Rodríguez en The Objective, https://theobjective.com/elsubjetivo/opinion/2024-11-06/fracaso-izquierda-radical-estados-unidos/ que el 78% de las noticias acerca de Harris hayan sido en tono positivo mientras que el 85% de las noticias sobre Trump hayan tenido el tono opuesto.

El fenómeno es curioso: van a la universidad, lo primero que les enseñan es la palabra “subjetividad” y luego les indican que toda reflexión sobre lo real se hace desde una determinada perspectiva. Sin embargo, luego, ingenuamente, creen que su microclima es representativo de la realidad. Pasó con toda la industria cultural, con Hollywood a la cabeza, y pasó con los medios. Por cierto, tienen todo su derecho a tomar partido y a hacer campaña por quien quieran. Lo que no pueden es hacerlo y, al mismo tiempo, presentarse como neutrales. Algo similar sucede con las audiencias: se quejan de la polarización, pero le exigen a sus diarios favoritos que tomen posición; luego denuncian, con razón, a los forajidos que tomaron el Capitolio pero callan sobre las políticas identitarias y de ingeniería social que hicieron mucho más daño a la convivencia democrática que ese lamentable suceso.

Hablando de microclimas, una mención para las burbujas en las que se desenvolvieron muchas encuestadoras y analistas. Si bien fue menos vergonzoso que lo ocurrido en 2016, volvieron a equivocarse y cuando el error siempre se repite para el mismo lado, o supone un sesgo inobservado o es lisa y llanamente manipulación. En cualquier caso es grave y el recorrido ya lo sabemos: inflaron los números de Harris instalando una remontada épica para luego hablar de empate técnico hacia el final y así convocar a la movilización del electorado. Ante el resultado adverso, la excusa de siempre: el voto del candidato que no nos gusta da vergüenza y la gente no lo menciona en las encuestas. Y todo cierra: nosotros no nos equivocamos y el voto del otro es tan repugnante que sus votantes no se atreven a expresarlo en público.

Llega entonces el momento en el que las vanguardias esclarecidas del progresismo, dado que no se animan fácilmente a afirmar que el pueblo se equivoca, indican que el pueblo fue manipulado: Fake News, algoritmos, Elon Musk y “los hechos alternativos” alguna vez reivindicados por la administración Trump se unen para el combo exculpatorio perfecto.

Y por supuesto que la derecha se pelea con la realidad cuando abraza un sinfín de delirios conspiranoicos, pero la izquierda no se queda atrás cuando ha fracturado la sociedad con una divisoria artificial y cuando incluye en el centro del debate público a nivel mundial materias reñidas no solo con los valores occidentales sino, lo más importante, contra toda verdad científica que no se ajuste a la ideología del neopuritanismo disciplinador.  

La negación de la realidad que impulsa el progresismo se observa también en las respuestas a este tipo de derrotas, siempre variadas, pero nunca adecuadas. A veces el argumento es “faltó explicar mejor”. Es decir, es un problema de comunicación, de la forma en que se transmiten contenidos y valores que, en caso de no haber interferencias, convencerían a toda la ciudadanía. O sea, estamos en la verdad y ustedes están equivocados. Solo nos falta explicarlo mejor para que la gente, que es idiota, lo entienda.

En otros casos, otro ensayo de presunta autocrítica amaga con revisar los fundamentos, pero solo confirma los sesgos para radicalizarse. Así, si Trump gana no es porque las políticas progresistas, en nombre del bien, le jodieron la vida a un montón de gente inocente que de repente es acusada, como mínimo, de poseer privilegios de los que carece, sino porque esas políticas no fueron lo suficientemente radicales. En vez de frenar, reflexionar y observar por qué en todo el mundo está sucediendo que hay una reacción por derecha, en particular, de varones trabajadores, blancos y heterosexuales, pero también de mujeres que incluso alguna vez pudieron abrazar ideas progresistas, la conclusión es que hay que profundizar. Un “no nos equivocamos en lo hecho. Nos equivocamos en no haber hecho más de ello”. Radicalizar siempre y, si es posible, con apoyo económico del Estado o de las ONG. Pero el polarizador es el otro.        

E insisto, a la izquierda tampoco le importa la realidad, solo agitar el fantasma del monstruo. Nadie sabe cómo pueden desarrollarse los hechos o si Trump enloquece y deviene un líder fascista, pero lo cierto es que entre 2016 y 2020 eso no pasó. Es decir, ya hay un antecedente y todas las distopías de progresismo de “espacios seguros” no se cumplieron. Habrá sido un mal o un buen gobierno, con características particulares que nos pueden gustar más o menos, pero lo hizo dentro de las instituciones. Incluso fue juzgado y condenado en medio de la carrera presidencial y también se lo implicó en los desafortunados episodios del Capitolio donde su responsabilidad directa es más que discutible. Y francamente, sea de izquierda o de derecha, salvo casos muy excepcionales, lo mejor es que el candidato pueda presentarse en las elecciones y que sea la gente la que elija. Los intentos de proscribir candidatos con artilugios judiciales nunca acaban bien. Y no puede llamarse “Lawfare” solo cuando la persecución se hace sobre líderes de izquierda. 

Lo mismo sucede con los “lenguajes de odio”. A Trump casi le vuelan la cabeza y hubo aparentemente otros dos intentos de matarlo en los últimos meses. Por supuesto que una de las consecuencias de las retóricas violentas puede ser que la violencia vuelva sobre el emisor, pero ¿acaso no puede haber influido en la mente de esos asesinos el hecho de que constantemente y durante años se instale que ese señor es Hitler, Mussolini, que va a quitarle el derecho a las mujeres, a los negros y a los gays…? ¿No es eso lenguaje de odio también? Porque nos puede gustar más o menos, pero Trump no es nada de eso. No puede ser que, si el atacado es de izquierda, la culpa sea del lenguaje de odio de la derecha, pero cuando el atacado es de derecha, el responsable sea también el mismo lenguaje de odio de la derecha. ¿El odiador es siempre el otro? ¿Las sociedades se dividen entre los que aman y los que odian y, a su vez, cada uno de esos grupos votan a partidos diferentes? 

En cuanto a política exterior, una vez más, ¿de dónde ha salido que con Trump es más probable que se desate una guerra? Los antecedentes de su administración, donde evidentemente logró controlar a “los halcones”, juegan a su favor y lo ha repetido en campaña. Además, la administración Biden no ha contribuido a la paz mundial, por cierto. Fueron más bien los demócratas los que abrieron y continuaron batallas que algunos acusan hasta de genocidios, aunque, claro está, son guerras que se libran con igualdad, inclusión y respeto por las disidencias, excepto en el campo de batalla, claro.  

En todo caso, lo que preocupa a cierto establishment es el repliegue de Trump, tanto en lo que respecta a su proteccionismo en el plano económico, como en lo que refiere a una política internacional no atlantista que dé un vuelco tanto en Ucrania como en el conflicto en Oriente Medio donde Biden y Europa han demostrado incapacidad y complicidad en la extensión de unas guerras que pueden escalar de manera dramática en cualquier momento.

Para finalizar, el progresismo tiene un motivo para celebrar, por las mismas razones que el progresismo, inconscientemente, celebró la llegada de Milei en Argentina: ahora tiene en frente al mal encarnado contra el cual podrá ejercer el rol de víctima esencial y abrazar la indignación diaria cuando tenga la razón y cuando no la tenga también.  

          Pusieron una mujer no blanca a disputarle la presidencia a la máxima expresión del monstruo, el monstruo perfecto, aquel que condensa todo lo que hay que combatir: un hombre rico, vulgar, populista al que acusan de misógino y homofóbico.   

Lo enfrentaron con la máxima expresión de la política identitaria del partido demócrata: apoyada por el establishment, no importaba qué hiciera Kamala ni cómo fue designada. Importaba lo que era, una mujer no blanca que, en tanto tal, debía ser buena porque era de las nuestras.

Y perdió contra el candidato contra el cual no se podía perder. Si les sirviera de lección para revisar políticas de cara al futuro, tendríamos mejores gobernantes tanto de un partido como de otro. A la luz de la historia reciente y de las primeras reacciones, no parece que sea el caso.  

 

IA: un nuevo apocalipsis para una vieja burocracia (publicado el 28.9.24 en www.theobjective.com)

 

El impacto de Nexus, el nuevo libro del historiador israelí Yuval Harari, el cual incluye un pronóstico apocalíptico respecto a las posibles consecuencias del uso de la Inteligencia artificial (IA) sobre nuestras vidas, ha contribuido a reflotar, en los últimos días, un debate que al público en general le resulta lejano cuando no directamente incomprensible.

 

Mientras tanto, las compañías que se disputan el mercado de la IA avanzan enloquecidamente ofreciendo, en el mejor de los casos, la dádiva de comités de ética internos como estrategia de marketing de cara a la sociedad, y los gobiernos y las instituciones supranacionales nombran a sus propios expertos con rostros adustos, apasionados por una protocolización de la vida que habla más de sus ideologías que de su rigor técnico. 

 

El aspecto más polémico del libro de Harari es aquel que indica que la potencial autonomía de la IA supone una amenaza para la democracia y para la supervivencia humana. 

 

En el fondo de este tipo de afirmaciones está ese temor que es un clásico de mitos, leyendas y cuentos acerca de la posibilidad de que una creación humana devenga contra sus propios creadores. Frankestein, el Gólem de Praga y una lista infinita de casos sirven de ejemplo para graficar un terror humano, demasiado humano, que recae sobre los Hombres cuando "juegan a ser Dios". 

 

Sin embargo, lo que permanecía en el terreno de la fantasía, parece acercarse cada vez más al terreno de lo posible. De hecho, para Harari, justamente, la gran novedad de esta tecnología es su capacidad para autonomizarse. Este es su diferencial y lo que la hace tan peligrosa porque hasta ahora, incluso el uso de energía atómica para crear una bomba y lanzarla, dependía, en última instancia, de una decisión humana. Pero el gran interrogante es qué sucedería si una inteligencia artificial, es decir, no humana, pudiera tomar esa decisión por sí sola.

 

Ahora bien, si no queremos ir tan lejos como Harari, aun a riesgo de vender menos libros, claro, podríamos posarnos en las preguntas que la IA plantea para la democracia. Allí no hace falta profetizar tanto porque los resultados ya son palpables. Me refiero al modo en que los algoritmos promueven visiones parciales, burbujas que hacen que acabemos rodeados de aquello que confirma nuestros prejuicios mientras suponemos estar ante una muestra representativa de la complejidad de la realidad. 

 

Aquí mencionamos el libro de Harari pero donde mejor se explica esto es en el libro Código roto de Jeff Horwitz, el periodista que publicó el escándalo conocido como "Los papeles de Facebook". Se trata de una investigación esclarecedora porque allí se expone el modo en que la empresa de Mark Zuckerberg diseñó algoritmos con el fin de lograr que los usuarios pasen más tiempo navegando en la plataforma. El punto es que una inteligencia artificial que sólo sabe cumplir objetivos, observó que los usuarios se sienten más atraídos por publicaciones, amistades o grupos cuyos posteos fomentan la polémica, las conspiraciones, las fake news y el odio.

 

Lo interesante del libro de Horwitz y la investigación que allí se revela como producto de una filtración, es que Facebook lo sabía y que todas las medidas que tomaron se realizaron siempre y cuando no afectaran al negocio. Pero sobre todo, algo quizás más preocupante, es que los ingenieros aceptaron que los algoritmos tomaban decisiones que eran completamente imprevisibles. Es decir, los algoritmos habían devenido incontrolables. 

 

Sirviéndose de ejemplos como este, Harari plantea un escenario donde habría algo así como dos grandes corrientes dominando la discusión pública en torno a qué hacer. Se trata de un planteo simplista y falaz cuya única intención es posarse en un pretendido lugar de neutralidad que no es tal.

 

Pero lo cierto es que él distingue entre una mirada que sería propia de Silicon Valley y que él denomina "visión ingenua" que considera que, a más información, más cerca se estará de la Verdad y de la democratización de la palabra; y una mirada populista, la cual consideraría que la verdad es relativa y que las instituciones occidentales son solo una mascarada de legitimación del poder de turno. 

 

La falta de precisión de Harari en este aspecto es espeluznante pero el punto es que él construye estos hombres de paja para justificar su posición, la misma que sostienen los grandes organismos supranacionales, esto es, fortalecer instituciones del statu quo y generar acuerdos globales en nombre de una buena gobernanza, llámese Agenda 2030, Pacto del futuro o el nombre que la burocracia de turno proponga. Es decir: está el cuco de los empresarios libertarios de Silicon Valley, prepotentes opositores a cualquier intervención estatal, y luego está el cuco de los Bolsonaro y los Trump que creen que no hay Verdad y entonces se benefician de los bulos porque la gente que los vota a ellos es idiota y manipulable. En el medio está Harari y toda la vieja burocracia que necesita de un nuevo apocalipsis siempre a punto de llegar para poder legitimar su existencia.

 

Ahora bien, lo que Harari no menciona es que esas instituciones cuya legitimidad está puesta en cuestión, no sólo por una serie de forajidos conspiranoicos sino por su propia incapacidad, arbitrariedad y sesgo, al igual que los ingenieros de las compañías, tampoco saben bien qué hacer con la IA. Es decir, los encargados de controlar a los diseñadores que impulsan las fantasías tecnocráticas de manual con argumentos de un iluminismo ramplón y adolescente que, por favorecer su negocio, han sido funcionales a la proliferación de conspiraciones, falsedades y delirios, no tienen para ofrecer más respuestas que una maraña de normas de control siempre obsoletas y el sostenimiento de una casta de burócratas solventados con dineros públicos. 

 

Son los mismos que ensalzaban las redes cuando años atrás favorecían su agenda y ahora las denuncian porque, más allá de que efectivamente son espacio para todo tipo de material cloacal, son también el único canal desde el cual se pueden alzar voces contra la hegemonía cultural progresista.

 

Sin saber verdaderamente qué hacer, demostrando su incapacidad una vez más, el accionar de esta burocracia obedece más a razones ideológicas y a un temor que se evidencia en la creación de diversos dispositivos que garanticen nuevas y sofisticadas formas de control. 

 

Si el fanatismo tecnocrático del espíritu emprendedorista de Silicon Valley lleva al mismo descontrol desregulador que un supuesto populismo relativista para el cual los bulos y la Verdad son solo distintas formas igualmente válidas de hacerse con el poder, las actuales instituciones que proponen regulaciones carecen de legitimidad por su propia incapacidad y por los demostrados sesgos de sus intervenciones pretéritas. 

 

Digamos, entonces que, más allá de los peligros de una tecnología capaz de autonomizarse, un problema más urgente es esta crisis de legitimidad de las instituciones que pretenden limitar dicha tecnología. 

 

Por ello, es necesario concluir afirmando que nuevas instituciones con visiones más equilibradas y mayor eficiencia técnica no serán suficiente para detener todos los eventuales peligros de la IA, pero serán, sin duda, una condición necesaria.

 

lunes, 4 de noviembre de 2024

Alexéi Navalni: memorias de un héroe ruso (publicado el 31/10/24 en www.theobjective.com)

 

“Los escritores de verdad son personas excepcionales. Cuando a mí me preguntan qué se siente al morir por un arma química, son dos las asociaciones que me vienen a la mente: los dementores de Harry Potter y los Nazgul de El señor de los anillos de Tolkien (…) Me apabulla la imposibilidad de entender qué sucede. La vida se me escapa y no tengo voluntad para resistirme. Me muero”.

Pero no fue el caso. El intento de asesinato contra Alexéi Navalni, el activista disidente ruso, líder de la Fundación Anticorrupción cuyas investigaciones apuntaron contra el propio Putin, había fracasado. No fue gratis: la recuperación le deparó dieciocho días en coma, veintiséis en cuidados intensivos y treinta y seis en el hospital. Las secuelas iban a ser permanentes. No sería, por cierto, el último intento de asesinato.

Patriota es el título del extenso libro póstumo donde Navalni cuenta en primera persona sus últimos años de vida en un tránsito entre burocrático y terrorífico que bien deberíamos rebautizar “putinista” antes que “kafkiano”. Está dividido en cuatro partes siendo la más dramática la última, aquella en la que intenta reproducir día por día sus tiempos en la cárcel.

El relato comienza el día del envenenamiento, el 20 de agosto de 2020 y llega hasta el último manuscrito que pudo hacer llegar desde la prisión a principios de 2024. En ese interín, Navalni vivió en Alemania los cuatro meses posteriores al envenenamiento, como parte de su recuperación, y luego, al regresar a Rusia, fue detenido en el aeropuerto. Nunca más recuperó la libertad.  

Definir a Navalni desde el punto de vista ideológico es difícil. No es un intelectual ni tampoco se lo puede ubicar fácilmente en la derecha o en la izquierda. Participó en política hasta que él y su espacio fueron proscriptos, pero su discurso es más moral que político. La suya es una cruzada ética y también, por qué no decirlo, personal, contra Putin, a quien dice odiar, sin ambages. Contra la corrupción valía todo, desde aliarse con conservadores, hasta llamar a un voto útil apoyando a los viejos comunistas, o boicotear elecciones en las que varios espacios y candidatos habían sido prohibidos con artilugios varios.

Por supuesto que hay menciones a la pobreza que la economía centralizada dejó en Rusia, al horror del ocultamiento del desastre de Chernóbil y hasta una autocrítica por haber apoyado a Yeltsin aun siendo demasiado joven. Pero ni siquiera podría decirse que Navalni es un antiestatista. En todo caso, sus críticas al Estado se solapan con el verdadero centro de su ataque, esto es, aquellos hombres que, sea durante la URSS, sea posteriormente a la caída del Muro, lo tomaron por asalto transformándolo en un nicho de corrupción y una cuna de nuevos ricos y prepotentes oligarcas. Para Navalni, los rusos “son unas buenas personas con un mal Estado”.

Dado que no estamos frente a un ideólogo robusto ni a un nacionalista en el sentido clásico, quizás la respuesta al título del libro obedezca más a un interrogante que él mismo se encarga de revelar: ¿por qué volvió a Rusia? Esto es, ¿por qué vuelve a una detención casi segura? Según lo expresa en el libro, vuelve por convicción, por el compromiso que había adquirido con sus seguidores y por la confianza en que gestos como el suyo harán de Rusia un país libre. Hacerlo suponía un riesgo para su vida y decidió asumirlo “patrióticamente”.

En los años previos, Navalni se había transformado en un verdadero tábano del poder. Participaba en manifestaciones donde usualmente acababa preso y creó la fundación desde la cual denunció el ostentoso palacio Gelendzhik que Putin posee a orillas del mar Negro. Además, sufrió varios ataques siendo quizás el más famoso aquel en el que recibió en la cara un polvo verde que casi lo deja ciego de un ojo pero que, sin embargo, no le impidió dar una conferencia de prensa que dio la vuelta al mundo. Sí, lo hizo con un ojo cerrado y con el rostro y las manos teñidas de verde.

Además, metieron preso a su hermano, su familia recibía presiones de todo tipo y hasta su mujer sufrió también un intento de envenenamiento. Cada vez más cercado, fue de los pioneros en usar un blog para hacer sus denuncias y luego un canal de Youtube con millones de visualizaciones. Había un impulso tan vital como sacrificial en Navalni que el poder no podía permitir.

Conociendo el final de la historia, la lectura de Patriota nos lleva de la indignación, al dolor y a la tristeza. Pero el tono de Navalni no cambia en ningún momento. Hay una suerte de optimismo cándido en que las cosas van a cambiar y, sobre todo, una suerte de mandato algo mesiánico. Si había que morir por la patria rusa, que no es el concepto de patria tradicional, sino el ciudadano ruso de a pie que merece vivir mejor, sucederá, más allá de que él consideraba que su relevancia internacional haría que el gobierno de Putin no cruzase ese límite.

Otro aspecto a resaltar es una especie de naturalización de los vejámenes padecidos como si fuera un precio que él sabía que pagaría pero que no le altera la firmeza de sus convicciones. Algo de esto se observa en sus cartas desde la cárcel donde, en el mismo párrafo, es capaz de contar que lo han vuelto a condenar, que ha hecho ejercicios y que ha comido unos ricos pepinos. En este sentido, la forma en que él va relatando su diario desde la cárcel recuerda a esa anotación del diario íntimo de Franz Kafka: “2 de agosto de 1914. Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, clase de natación”. 

Técnicamente, en prisión, Navalni fue recibiendo distintas sentencias en su contra y cada una de ellas suponía un traslado desde Moscú a lugares remotos en los que paulatinamente lo iban privando del acceso a sus abogados, familia, etc. En ese lapso, llegó a realizar una huelga de hambre de veinticuatro días por no recibir la atención médica que requerían las consecuencias del envenenamiento del año 2020.

No obstante, en una de esas prisiones era continuamente recluido en una celda de castigo (SHIZO) por violaciones a códigos de conducta como tener mal abrochado un botón. “Es el lugar que se utiliza para atormentar, torturar y asesinar presos”, dice. Por cierto, el tamaño y la disposición de la celda recuerda a “La incomodidad”, aquella de La caída de Camus cuya descripción era la siguiente:

“[Se trata de una prisión que se] distinguía por sus ingeniosas dimensiones. No era lo suficientemente alta para poder mantenerse en pie, pero tampoco lo bastante ancha como para poder acostarse. Había que adoptar el género molesto, vivir en diagonal; el sueño era una caída, la vigilia un encogimiento”.

A pesar de que legalmente nadie podía estar allí más de quince días, Navalni permaneció en completo aislamiento en ese lugar durante doscientos noventa y cinco. Cuando no estuvo solo, compartió espacio con alguien que él denominaba “el psicópata”, un desequilibrado mental que gritaba veinticuatro horas y no lo dejaba dormir. Era parte de la tortura, claro.

La última sentencia fue en agosto de 2023. En este caso, fue la más dura: diecinueve años por “extremismo”. Asimismo, como si las condiciones ya descritas no hubieran sido suficiente, lo trasladaron a una cárcel de máxima seguridad en el Círculo Ártico donde lo obligaban a dar paseos matinales con menos treinta y dos grados centígrados.

Fue en esa prisión donde escribió su última carta el 17 de enero de 2024 y fue allí donde apareció muerto casi un mes después, el 16 de febrero. Tenía cuarenta y siete años.  

 

jueves, 31 de octubre de 2024

Identidad y memoria, el viaje al pasado de Michael Ignatieff (publicado el 26.10.24 en The Objective)

 

Imaginemos que en algún baúl de recuerdos, de esos que todos tenemos en casa, encontramos las fotos de nuestros abuelos; ahora imaginemos que ellos se ocuparon de escribir unas memorias para sus nietos y que él fue gobernador de Kiev y ministro de educación del último gabinete del Zar Nicolás II, y ella una princesa que nació en una casa legada a la familia por Catalina la Grande a fines del siglo XVII. Si eres un buen escritor, historiador y filósofo como Michael Ignatieff, y decides hacer un libro con ese material, el resultado no puede ser más que una historia fascinante. ¿Su título? El álbum ruso. Una saga familiar entre la revolución, la guerra civil y el exilio.

Reconocido este mismo año en España con el premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, Ignatieff, canadiense nacido en 1947 y discípulo de Isaiah Berlin, lleva casi cincuenta años de labor académica entre las universidades más prestigiosas del mundo. Además, participó activamente en la política local como líder del Partido Liberal en una experiencia personal que bien supo narrar en otro libro magnífico: Fuego y cenizas. Éxito y fracaso en política.

Esta segunda edición de El álbum ruso, treinta siete años después de la primera, tiene el valor adicional de permitirnos una lectura en perspectiva tal como el autor expone en el nuevo prefacio. Es que, claro está, uno de los ejes de la historia es una Ucrania que, al momento de la primera edición, todavía era parte de la URSS; una Ucrania con identidad propia y que, al mismo tiempo, tiene una  historia común con Rusia, lo que hace todavía más dramático asimilar el enfrentamiento actual.

Justamente es en Ucrania donde los abuelos de Ignatieff tuvieron una finca desde 1860 hasta la revolución de 1917 y donde se encuentran enterrados los bisabuelos de él, más precisamente, en una pequeña iglesia ortodoxa rusa perteneciente a un pueblo llamado Krupoderyntsi, el cual se encuentra a unas tres horas al suroeste de Kiev.

La historia de los Ignatieff con el zarismo venía de larga data. De hecho, con 19 años, el abuelo Paul había ingresado en la guardia imperial como lo había hecho su padre, su abuelo y su bisabuelo.

Precisamente su padre, Nicholas Ignatieff, bisabuelo de Michael, fue el diplomático ruso que en 1878 participó de las reuniones que concluyeron en el tratado que puso fin a la guerra entre rusos y turcos, y jugó un rol clave en la creación de Bulgaria. Además, en 1860, fue el responsable de la negociación del tratado limítrofe de Amur-Ussuri en el que se definió la frontera entre Rusia y China en la región del Pacífico tal cual la conocemos hasta hoy. A propósito, el viejo Nicholas solía contar, a manera de anécdota, que recorrió en seis semanas la distancia entre Pekín y San Petersburgo para comunicarle la noticia al Zar. Sin embargo, en el trayecto fue sorprendido por una tormenta de nieve en la llanura siberiana a la cual sobrevivió pidiéndole a los jinetes cosacos que formaran un círculo con sus caballos para así poder calentarse con el aliento de los mismos.   

Con esa historia a cuestas, la revolución bolchevique suponía los peores augurios.   

“[Mis abuelos] nacieron en una época en la que su pasado era su futuro. Era una vida predeterminada, no un tejido cuya trama pudieran hilar ellos mismos. Crecieron en una época regida por un protocolo de decoro familiar. Sus vidas acabarían en un exilio amorfo, un tiempo sin futuro y un pasado suspendido fuera de todo alcance”.

Con todo, ese exilio amorfo fue mejor que la muerte segura a la cual Paul pudo eludir gracias a la buena imagen que había dejado en la población sus gestos alejados de toda pertenencia aristocrática. En un periplo que supuso un escape de película a través del Mar Negro y estadías provisorias en varias ciudades, finalmente Paul y Natasha, junto a sus hijos pequeños, recalan en Canadá donde tienen la posibilidad de construir una nueva vida.

Allí, los cuatro hijos formarán familias por fuera de la comunidad rusa, en una decisión que muestra también hasta qué punto el exilio generó una fractura con ese pasado. De hecho, George, el padre de Michael, que al escapar con la familia de Rusia en 1919 contaba apenas seis abriles, no frecuentaba los círculos de exiliados ni hablaba ruso en la casa.  

El vínculo entre Michael y George permite a su vez introducirnos en otro aspecto central del libro que va más allá de la historia en sí. Me refiero a las reflexiones que el autor realiza sobre la memoria y la identidad.

Porque el lugar común, lo que uno espera de un libro que intenta reconstruir una historia familiar, es una reivindicación de los orígenes, la revalorización de las raíces. Y, sin embargo, el enfoque es mucho más complejo.

“Yo tenía un pasado de aventureros zaristas, supervivientes de revoluciones y exiliados heroicos. Pero, cuanto más grande era mi necesidad de echar mano de ese pasado, más fuerte se hacía la necesidad de renegar de él, de labrarme mi propio camino”.

Aparecen entonces los dos aspectos: por un lado, la conciencia de que la identidad personal depende de la continuidad que nos brinda la memoria y está atravesada por la historia familiar como un pasado ineludible; sin embargo, por otro lado, esa identidad es también fruto de decisiones libres que nos separan de esa historia. Esa ambigüedad, ese cerrar un capítulo de la historia familiar para, a su vez, independizarse de él y asumir su influencia relativa, atraviesa todo el libro y explica la tensión que tenemos con las fotografías familiares.

Es que éstas son los únicos objetos que, según Ignatieff, realizan la función religiosa de conectar a los vivos con los muertos: a través de ellas nos damos cuenta que compartimos rasgos, estilos, formas, gestos con nuestros antepasados, lo cual nos ubica en un tiempo y en un espacio. La fotografía nos advierte que la identidad personal es una creación que no se hace desde la nada sino sobre la base de una materialidad donde juega lo genético, lo histórico y lo social.   

“Esta es la razón por la cual las viejas fotografías quedan confinadas en una vieja caja de zapatos en el último cajón de la cómoda. Las necesitamos, pero no queremos oír sus reivindicaciones”.

Este punto es por demás interesante porque la fotografía, según Ignatieff, “documentan las heridas” y por ello lastiman ese proceso trabajoso de la memoria por olvidar las cicatrices del pasado. Así, las fotografías son clave para saber quiénes somos y, al mismo tiempo, desafiando el olvido, irrumpen incomodando eso que somos. Esa es la tensión constante que Ignatieff expresa haciendo un recorrido por una historia de Rusia y de Ucrania que le es constitutiva pero, a la vez, completamente ajena, como él mismo reconoce: “Soy un canadiense tan típico de su tiempo y de su lugar de nacimiento, que me siento fraudulento en mi intento de asimilar la evanescente experiencia de otra generación”.

El libro comienza con un proverbio ruso que sirve como epígrafe y reza: “Si vives en el pasado perderás un ojo. Si ignoras el pasado perderás los dos”. Abriéndole los ojos a ese pasado y rindiéndole un homenaje a esos abuelos remotos, Ignatieff nos enseña que conocer de dónde venimos es esencial para saber quiénes somos. Pero no para romantizarlo, sino para ubicarlo y enfocar la mirada en un futuro donde, sabiendo lo que somos, podamos elegir lo que queremos ser.    

 

 

Branko Milanovic: la desigualdad a través de la historia (publicado el 11.10.24 en The Objective)

 

Apenas algunos días atrás, en el marco de la Asamblea General de las Naciones Unidas, se dio a conocer un nuevo informe de la ONG Oxfam Intermón acerca de la desigualdad en el mundo. Que el 1% más rico del planeta posee más riqueza que el 95% de la población mundial o que, a pesar de poseer el 79% de los habitantes de la Tierra, los países del Sur global solo cuentan con el 31% de la riqueza mundial, fueron algunos de los números que se expusieron. ¿Cuál fue la conclusión que se extrajo de aquí? Existe una suerte de nueva oligarquía global de ultrarricos y megaempresas que pone en jaque los esfuerzos globales en torno al cambio climático y a la mejora de la calidad de vida de las grandes mayorías.

Más allá de titulares, metodologías y modos en que se presentan los números al gran público, en los últimos años nos hemos acostumbrado a este tipo de informes y estudios, los cuales no eran abundantes algunas décadas atrás.

El porqué de este giro es uno de los ejes de Miradas sobre la desigualdad, del execonomista del Banco mundial y referente de la materia, Branko Milanovic, un libro en el que se sigue la evolución de las ideas sobre la desigualdad económica de los últimos dos siglos. Haciendo un fino equilibrio entre la divulgación y la precisión académica, Milanovic se posa en seis economistas, en particular, en aquellos pasajes de sus obras en los que se habla exclusivamente de la distribución de la renta y la desigualdad de ingresos. En ese cruce, por ejemplo, encuentra que Quesnay, Smith, Ricardo y Marx, consideran que la desigualdad es esencialmente un fenómeno de clase; que para Pareto la división clave es entre élite y resto de la población, y que, para Kuznets, la desigualdad se debe a las diferencias de ingresos entre las zonas rurales y las urbanas.

Se trata, entonces, de una verdadera historia del pensamiento económico en torno a la distribución de la renta que no pretende trazar una teleología ni una evolución, sino echar luz a una problemática que, por distintas razones, resultó bastante marginal hasta iniciado el nuevo siglo.

En este sentido, ¿por qué, por ejemplo, prácticamente no hubo estudios sobre desigualdad entre 1945 y 1990 ni en el mundo capitalista ni en los países socialistas?  

Empezando por estos últimos, más allá de que el secretismo y el control hacían casi imposible contar con datos que pudieran dar cuenta de las condiciones de distribución de la renta entre la población, lo cierto es que había un presupuesto ideológico más potente: si la desigualdad está asociada a la existencia de clases sociales y vivimos en países donde, eso se decía, al menos, las clases sociales han sido abolidas, estudiar la desigualdad sería, entonces, estudiar una problemática abstracta.

La situación no era muy distinta en Occidente, aunque, claro está, por otras razones. Más allá de que Milanovic señala el hecho no menor de la proliferación de fundaciones liberales y anarco capitalistas dispuestas a solventar determinado tipo de investigaciones en detrimento de otras, lo cierto es que, una vez más, el paradigma vigente, especialmente en Estados Unidos, lo explica todo. Efectivamente, el “sueño americano” es, también, en un sentido, una sociedad sin clases o con clases que no son determinantes porque, se supone, existe una movilidad social asociada al mérito. Los dos modelos, entonces, entendían que la desigualdad era un problema en extinción y competían, desde paradigmas opuestos, para demostrar cuál era el más igualitario y el menos clasista. 

¿Podría decirse, entonces, que, efectivamente, desde el fin de la segunda guerra mundial hasta la caída del Muro, el problema de la desigualdad era un asunto, llamemos, “menor”? Sí y no.

Si nos posamos en la situación detrás del telón de acero, Milanovic reconoce que la abolición de la propiedad privada es un aspecto que ayuda a disminuir la desigualdad. Sin embargo, como ya sabemos, las economías planificadas no dejaron de ser sociedades jerárquicas en las que los ingresos aumentaban cuanto más se ascendía en el partido y en el Estado. Nada mejor que repasar Animal Farm, de George Orwell, con su fábula acerca de los cerditos, para comprender de qué estamos hablando.

Con todo, no dejan de ser interesantes los pasajes que Milanovic dedica a distinguir las distintas formas que adoptó el paradigma socialista. Allí se puede mencionar a la socialdemocracia que, al fin de cuentas, aceptó la propiedad privada y al capitalismo; al modelo soviético donde había colectivización, centralización y planificación, pero también incentivos a los trabajadores en función del tipo de producción; y, por último, al marxismo maoísta que, por un lado, mantuvo las clases sociales, (obreros, campesinos, pequeños propietarios y “capitalistas patrióticos”), pero igualaba los salarios bajo el supuesto de que el trabajo debe hacerse por altruismo o deber patriótico. El caso chino, al menos el de la época de la “Revolución Cultural”, ofrece, entonces, para Milanovic, “una insólita combinación de extremismo igualitario y preservación formal de la sociedad de clases”.

En cuanto a Occidente, no hizo falta la caída de ningún muro para que la problemática de la desigualdad quedase expuesta. Bastó con la gran crisis de 2008.

En otras palabras, desde el fin de la guerra hasta mediados de los 60, Occidente era una fiesta: crecimiento a tasas insólitas; Estado de Bienestar; aumento de movilidad social y reducción drástica de la desigualdad medida desde distintas perspectivas. Sin embargo, en las décadas posteriores comenzaba a configurarse un proceso de concentración del capital inédito en la historia. Si este fenómeno recién hizo eclosión en 2008 fue porque previamente se sostuvo gracias a la gran burbuja de endeudamiento para clases medias y bajas. Pero, claro está, cuando llegó el crack, se descompuso la matrix y el prisionero salió de la caverna: la creación de riqueza del capitalismo se había repartido de manera inequitativa o, al menos, se había concentrado en pocas manos. ¿Cómo no van a surgir, en este contexto, una impresionante cantidad de estudios sobre desigualdad?

Este elemento es clave porque, aunque resulte obvio, Milanovic hace varias veces hincapié en el carácter histórico de este tipo de estudios y, lo más interesante, en el modo en que aquello que consideramos “justa distribución” varía no solo con los autores sino con las épocas. En este sentido, el autor advierte cómo, a diferencia de los economistas mencionados, quienes no tomaron en cuenta o lo hicieron de manera marginal, ahora no hay estudio que se permita dejar afuera las variables de género y raza al momento del análisis.  

Milanovic concluye el libro con una mirada optimista respecto al futuro inmediato en lo que respecta a los estudios sobre desigualdad, ya que se cuenta con distintas teorías y, sobre todo, con una enorme cantidad de material empírico para contrastarlas. Además, menciona que gracias a la influencia de autores heterodoxos o neomarxistas como los de la teoría de la dependencia, hoy se puede y se debería trabajar sobre tres niveles de análisis: el de la desigualdad entre los países, la desigualdad al interior de los mismos y la desigualdad global entre los ciudadanos del mundo. 

Se podrá acordar o no con esta perspectiva, pero el libro hace un aporte para un debate que es central en nuestras sociedades. Al fin de cuentas, dejando de lado fantasías trasnochadas de igualitarismos extremos, buena parte de las discusiones actuales entre derechas e izquierdas giran en torno a los criterios para determinar qué tipo de desigualdad es aceptable desde lo moral, lo político, lo económico o lo social. Entender que esa es una discusión que es posible dar y que esos criterios, al fin de cuentas, son históricos y, por lo tanto, pueden cambiar, no es un aporte que se pueda pasar por alto sin más.  

 

 

sábado, 26 de octubre de 2024

Una birome para nuevas ideas (editorial del 26.10.24 en No estoy solo)

 

En un sistema político fragmentado, tal como decíamos la semana pasada, los principales actores políticos ya no pretenden canalizar mayorías sino bloquear adversarios, sea de adentro, sea de afuera. CFK y Macri bloquean a cualquiera que ose disputar la conducción del espacio y Milei bloquea, con su tercio en las cámaras, las intentonas de una oposición reunida. En las últimas horas, si de fragmentos hablamos, también encontramos la ruptura de los radicales de modo que puede que allí también aparezca alguna dinámica similar. “Gobernar es bloquear” podría ser la frase de estos tiempos.

Ahora bien, en las próximas horas se debería confirmar la existencia de las dos listas para una interna del PJ Nacional que ha elevado la temperatura a partir de la decisión de CFK y de un gobernador que se anima a enfrentarla. Ha habido impugnaciones cruzadas de modo que no sabemos si alguna de ellas avanzará. Ojalá no sea el caso porque, de ser así, uno de los sectores denunciará proscripción y se oficializará una nueva fragmentación.

Si las dos listas se mantienen en pie, ahí entramos a jugar otro partido. Difícilmente pudiera darse que, con CFK al frente, su lista pierda, pero los números tienen un rol simbólico relevante. Para decirlo groseramente, si CFK gana 80 a 20 habría hasta buenas razones para ser conspirativos e imaginar que el único sentido de una lista alternativa fue la de robustecer a CFK. Pero si el resultado a favor de CFK es 55 a 45 o 60 a 40 la situación es otra. Sin hablar de un triunfo pírrico sería al menos un triunfo que confirmaría una debilidad, un desgaste.

Distinto es si se hace un enfoque desde afuera. Allí es difícil ver algo distinto que una CFK cada vez más encerrada en un círculo de obsecuentes que se benefician con su figura y que contrastan con la adoración genuina que una parte de la población posee todavía por la expresidente. Es un movimiento extraño el del kirchnerismo: cada vez que intenta ampliarse, se infla como un globo y explota para volver a un reducto que es cada vez más pequeño. No se sabe si el problema es la capacidad del globo o el hecho de que, desde adentro, muchos kirchneristas lo pinchen con sus agujas. Ampliación, retracción, ampliación, retracción.

Un ejemplo de esto podría ser el hecho de que, contrariamente a cierto imaginario, el kirchnerismo es una máquina de perder elecciones, salvo cuando juega CFK. Gana 2007, 2011 y 2019 con ella en la fórmula, pero pierde 2009, 2013, 2015, 2017, 2021 y 2023. De las últimas seis ganó una y a nivel nacional y provincial, además, pierde, en algunos casos, elecciones imposibles de perder frente a candidatos que hoy nadie recuerda. Todo se puede revertir pero allí hay un problema. No verlo es una miopía. Y por favor, no me digan que el problema es que la sociedad argentina se derechizó o que los empresarios argentinos son malos, a diferencia de los empresarios del resto del mundo que son buenos.

La actitud sectaria del kirchnerismo, en todos estos años, ha dejado afuera a un sinfín de dirigentes, muchos de ellos deleznables y otros valiosos cuyas diferencias eran menos ideológicas que de formas. Ni siquiera hacía falta realizar investigaciones profundas. Ya apenas comenzado el segundo mandato de CFK, un diálogo con segundas y terceras líneas de dirigentes y militantes peronistas por fuera de AMBA advertía su incomodidad ante el hecho de que el kirchnerismo, casi siempre a través de la Cámpora, “bajaba” a los territorios con dinero de Nación, domiciliaba algún dirigente en la provincia y/o el municipio correspondiente, y al tiempo, cumplidos los requisitos formales, desplazaba a los compañeros de base que estaban trabajando allí durante años. Este atropello de la vanguardia esclarecida porteñocéntrica generó la bronca de todo aquel que no fuera Cámpora y se mantuvo contenida en la medida en que CFK ganara… pero al primer gesto de debilidad se lo iban a facturar. Y tienen razón en hacerlo porque no puede ser que a todo el resto le toque defender la extorsión culposa de abrazar primero la patria y el movimiento, mientras que los hombres (sus nombres en las listas y su titularidad en las grandes cajas) los ponga La Cámpora.

Asimismo, seamos justos, de los dirigentes que fueron quedando en el camino, solo algunos pudieron construir algo más allá de que, en general, funcionaban como imán de todos aquellos peronistas enojados con CFK. Aun con gente valiosa, muchas veces esos espacios se parecían a un tren fantasma. Eso hay que reconocerlo. Y este parece el gran desafío de Quintela: cómo crear un espacio dentro del peronismo que no sea un simple rejunte de los enojados particulares que, por buenas o malas razones, se quedaron afuera de la endogámica birome K.

Pero ahora aparece una novedad: el conflicto entre CFK y Kicillof. Es distinto porque Kicillof no es Scioli, ni Randazzo, ni Alberto, ni Massa, etc. Es decir, no es alguien que plantea un tipo de autonomía desde diferencias ideológicas o procedencias diversas. Kicillof es “hijo” del kirchnerismo y no hay manera de llamarlo “traidor”, “magnettista” o cosas por el estilo. Por eso es tan desafiante la escena. Las otras rupturas se podían justificar desde lo ideológico, como parte de un proceso de purificación hasta alcanzar una identidad K. Pero Kicillof es K. Quitarlo no depura nada. De aquí que exponga groseramente que la disputa es personal, es por ego, por cajas, por nombres. Y en eso, seamos sinceros, no parece haber sido el gobernador el gran agitador. En este sentido suenan exageradas las referencias bíblicas de CFK hablando de Judas, Poncio Pilatos, etc.

Digámoslo claro: es muy probable que el kirchnerismo no pueda crear un candidato competitivo de su riñón, tal como le viene sucediendo desde 2015 porque CFK lo bloquea y porque ninguno de los que la sigue le da la altura para serlo. Entonces debe recurrir a un tercero que, en este caso, sería Kicillof que es propio, pero generó márgenes de autonomía y decisión. ¿Cuál es el plan, entonces? El mismo que con Alberto: vos al frente. Nosotros al control moral, político e ideológico, y a las cajas. Alberto lo aceptó porque era un dirigente sin ningún tipo de aspiración al que le llegó un regalo del cielo que con su incapacidad y soberbia supo desaprovechar. Pero Kicillof puede pararse desde otro lugar tras haber ganado solito dos elecciones en la Provincia de Buenos Aires. ¿Por qué debería aceptar que la birome se la maneje La Cámpora o CFK, expertos en elegir candidatos que han dado más de un dolor de cabeza?       

La disputa es tan obscena que, contra el propio Kicillof, habría que decir que esa declaración casi infantil de “las canciones nuevas” no se ha verificado en ninguna acción concreta. ¿Cómo son esas canciones? ¿Es solo tener la birome y elegir a los propios? Eso sería una misma canción con un cambio en los ejecutantes. ¿Cuál es la canción nueva, entonces? ¿Cuál es la crítica al kirchnerismo que un kirchnerista como Kicillof quiere hacer y no hace?

La pregunta es importante porque a la gente le importa tres carajos quién maneja la birome y el kirchnerismo perdió elecciones porque, de alguna manera, la gente entendió que hubo errores y que algunas de esas políticas tenían que cambiar. No fueron solo “los medios”. No nos engañemos. A tal punto habrán calado hondo esos errores que tras casi un año del ajuste más grande de la historia, hay una mitad de la población que apoya a Milei. Y como diría Iorio, “Milei (también) existe por ustedes”. 

En el kirchnerismo, y esto incluye a Kicillof, nadie plantea un programa antiinflacionario, solo se critica al vigente, el cual, nobleza obliga y más allá de los costos, está siendo exitoso; se defiende infantilmente el déficit fiscal solo para enfrentarse al dogmatismo liberal; nadie se hace cargo del desastre con los subsidios a la energía y los transportes que algún gobierno iba a tener que pagar; tampoco hay una revisión de un crecimiento del Estado que no siempre estuvo vinculado a la necesidad y menos aún a la búsqueda de la eficiencia. Además, con políticas sobreideologizadas en favor de presuntas minorías que quebraron al electorado y lograron el repudio de sectores que tradicionalmente los votaron; las mismas políticas sobreideologizadas que continúan marcando una total falta de respuesta a la problemática de la inseguridad. Nadie habla de eso. Solo se dice que en frente está el fascismo.  

La lista podría continuar hasta el infinito incluyendo la necesidad de revisar la ley laboral, la ausencia de autocrítica frente a una ley de alquileres que destrozó el mercado y ha llevado a la desregulación total como única salida, la problemática docente cuyo deterioro se da a todo nivel y que se venía dando aún con recursos más generosos.    

Si después del armado de las listas, con los mismos de siempre, queda algo de tinta en la birome, esta podría utilizarse para establecer nuevas ideas que den respuesta a los problemas de los Argentinos sin los versos ni los dogmatismos a los que estamos acostumbrados. Porque los problemas siguen estando. Si no los responde la actual oposición de manera original, los seguirá respondiendo el oficialismo.  

jueves, 24 de octubre de 2024

Zizek: hacer la revolución y también la guerra (publicado el 19.10.24 en www.theobjective.com)

 

Diciembre 2022. En un accidente doméstico, Vladimir Putin rueda por las escaleras. Afortunadamente no sufre lesiones graves sino solo un detalle bastante escatológico: no puede controlar sus esfínteres y se hace encima. Se trata, por cierto, del mismo desenlace que habría sufrido Joe Biden un año antes en su visita al Papa Francisco. Estas dos anécdotas, presuntamente apócrifas, son utilizadas por Slavoj Zizek, el rockstar de la filosofía, como metáfora del actual escenario mundial. Así estamos hoy, afirma: “entre las dos mierdas de la nueva derecha fundamentalista y de la izquierda woke del establishment liberal”.     

Diagnósticos como este son parte de su nuevo libro, Demasiado tarde para despertar. ¿Qué nos espera cuando no hay futuro?, un texto donde el esloveno apunta a la coyuntura y retoma la clásica pregunta leninista del qué hacer.

Como todos sabemos, en Zizek hay un combo entre marxismo y psicoanálisis lacaniano, elementos que, por supuesto, están presentes en el libro, pero combinados con otras perspectivas, entre pragmáticas y arbitrarias, que aparecen en aquellos pasajes donde el autor ofrece cursos de acción exentos de cualquier ambigüedad.

A propósito, si tomamos, por ejemplo, el caso de la conclusión del trabajo, allí encontraremos el siguiente fragmento:

“Para hacer frente a nuestras crisis crecientes, desde las amenazas al medioambiente hasta las guerras, necesitaremos elementos de lo que, en este libro, llamo provocativamente ‘comunismo de guerra’: movilizaciones que tendrán que violar no solo las reglas habituales del mercado, sino también las reglas establecidas de la democracia (aplicar medidas y limitar las libertades sin la aprobación democrática)”.

En este punto, uno no sabe si es más peligroso el remedio que la enfermedad.

Menos atemorizantes y más ricos conceptualmente son los pasajes donde Zizek realiza elaboraciones alrededor de la invasión rusa a Ucrania, probablemente, el gran eje del libro.

Allí indica que, paradójicamente, el conflicto en Ucrania es más peligroso que el escenario de la Guerra Fría porque tanto Rusia como Estados Unidos son más débiles, de lo cual se sigue que habría más incentivos para que alguno de ellos rompa el equilibrio. Asimismo, este intento desesperado de reconstruir el imperio soviético por parte de Putin sería, según Zizek, la estocada final para la eliminación definitiva de la tradición leninista de Rusia. La razón es que, a diferencia de la centralización que más tarde llevó adelante Stalin, Lenin abogaba por un proceso de autodeterminación, soberanía nacional y, eventualmente, separación de las pequeñas naciones que formaron la URSS. De aquí que el florecimiento de la identidad ucraniana se diese en la primera década posrevolución de octubre y de aquí también la respuesta brutal y genocida de Stalin contra Ucrania en las décadas posteriores.       

En esta misma línea, Putin estableció un nuevo mito fundacional: el triunfo en la segunda guerra mundial contra los nazis. El 45 por sobre el 17. Stalin por sobre Lenin y un Stalin que no es reivindicado en tanto comunista sino en tanto comandante supremo. Este giro ha calado profundo en la idiosincrasia rusa, a tal punto que, en una encuesta nacional realizada algunos años atrás, Stalin, que era georgiano, por cierto, fue votado como el tercer ruso más grande de la historia. Lenin, mientras tanto, permanece en el olvido.

Según Zizek, este nuevo mito fundacional es el que explica también que el principal argumento ruso a favor de la invasión a Ucrania sea el de combatir “el nazismo ucraniano”. Y es más: dado que el autor entiende que, en esta guerra, Rusia no está luchando contra Ucrania sino contra la OTAN, esto es, contra toda la cultura del Occidente democrático liberal, no es casual que varios ideólogos rusos tracen una continuidad y presenten al nazismo como el vástago del liberalismo.

En este sentido, Zizek cita a quien aparece como el filósofo de cabecera de Putin, Aleksandr Dugin, en un pasaje que habla por sí solo. Dice Dugin:

“Estamos librando una operación militar escatológica, una operación especial entre la Luz y las Tinieblas en el fin de los tiempos. La Verdad y Dios están de nuestro lado. Combatimos el mal absoluto encarnado en la civilización occidental, su hegemonía liberal-totalitaria, en el nazismo ucraniano”.

Una vez más la escatología, pero en su otra acepción. Si en el primer párrafo nos dio risa, aquí debería darnos miedo.

Ante este escenario, como les indicaba al principio, Zizek avanza en su propuesta de “comunismo de guerra”, una mezcla entre cosmopolitismo, ansiedad climática y marxismo clásico cuya combinación es todo un interrogante, para decirlo de manera benevolente.  

En otras palabras, en principio parecería que la amenaza putinista contra los valores occidentales que representa Europa deben ser repelidos sin ningún tipo de contemplación. De aquí que, por un lado, Zizek afirme que habría que tomarse en serio la idea de que Ucrania reciba armas nucleares y que, por otro lado, acuse de “despreciables” a figuras de la izquierda como Chomsky y Varoufakis por su actitud pacifista.

Al mismo tiempo, un elemento que aparece obsesivamente a lo largo del libro es la cuestión climática. Para Zizek no hay dudas: vamos hacia la catástrofe climática, catástrofe que parece mucho más inevitable y decisiva que una eventual tercera guerra mundial. Frente a eso, una vez más, pareciera que cualquier cosa estaría permitida, incluso pasar por encima de la “fetichizada” democracia multipartidista. De hecho, Zizek se suma a las propuestas de los partidos verdes de tomar la crisis del gas en Europa como una oportunidad para un cambio radical anticapitalista y ecológicamente sostenible.

Por último, el autor de El sublime objeto de la ideología, intenta desmarcarse de “las dos mierdas”: ni populismo de derecha ni wokismo. Tampoco acepta tomar partido por el falso dilema “China o Elon Musk”. En una nueva versión del “proletarios del mundo uníos”, Zizek indica que la respuesta debe ser universal y reunir a todos los oprimidos del planeta dado que no se trata de un enfrentamiento entre civilizaciones sino de un choque al interior de cada sociedad entre los poderosos y los sojuzgados.

Más globalización, aunque desde el punto de vista de los desaventajados, para dar una respuesta universal a la guerra y, sobre todo, a la catástrofe climática. Y si las instituciones globales no estuvieran a la altura de la crisis, decisionismo y al carajo, sea contra un Estado fallido como Rusia, sea contra el modo de vida capitalista que conspira contra la sustentabilidad del planeta. He aquí un resumen.           

Para concluir, entonces, Zizek cita dos veces la frase de Lenin “o la revolución impedirá la guerra o la guerra desencadenará la revolución”. Ante este dilema, para Zizek, sin dudas, se debe optar por una revolución. Lo que no queda claro es revolución hacia dónde, a qué costo y cómo esta revolución podrá evitar una nueva guerra.