Con la escalada del escándalo Koldo golpeando al
corazón de un gobierno que hizo del cuidado durante la pandemia una bandera, y
el obsceno giro dialéctico de cara a toda la sociedad que ha dado Sánchez en
torno a la amnistía, es natural que la acusación de cinismo sobrevuele el
debate público.
Efectivamente, parecemos asistir a diario a un gobierno, y a una clase política en general, que miente a sabiendas, o acaba justificando lo injustificable en nuestras narices con total descaro. En este sentido, el término “cínico” parece el adecuado para identificar esta actitud de un sector del poder para con la sociedad. Sin embargo, ¿ha sido siempre así? La respuesta probablemente los sorprenda.
Históricamente hablando, los cínicos no eran estrictamente filósofos, tampoco pertenecían a una Escuela en el sentido de que tuvieran una doctrina que enseñar, ni parece justo denominarlos una “secta”. Más allá de las discusiones al respecto, lo que parece caracterizarlos es una actitud de irreverencia e insolencia frente al poder y a la cultura imperante. Su máximo exponente es Diógenes de Sinope, quien allá por el siglo IV AC protagonizó ese mítico encuentro con Alejandro Magno en el que éste le consultó qué deseaba y Diógenes, echado en el piso como solía estar, le respondió “Deseo que te apartes porque me tapas el sol”. La anécdota suele completarse con un Alejandro Magno afirmando que, en caso de no ser Alejandro, desearía ser Diógenes.
A
propósito de andar por la vida echado y despojado de todo bien material, haciendo
un poco de etimología encontramos que el término “cínico” también tenía en
aquella época un sentido peyorativo y provenía del griego kynikós, que significa “perruno”. De aquí que se utilizara para designar
a aquellos humanos que se comportaban como “perros”, esto es, a todos los que carecían
de respeto y de vergüenza, elementos esenciales para la convivencia humana.
En tanto rechazaba la civilización, Diógenes no se comportaba, entonces, como un “humano”. De hecho, su principal enemigo era la palabra en tanto representaba el corazón de esa cultura que había florecido en Atenas durante el siglo de Pericles. De aquí que Diógenes ladre, se masturbe y orine en público. Porque eso era el cinismo: acción disruptiva, enfrentamiento. No se trataba ni siquiera de argumentar. No había lugar para el convencimiento ni para la conversación. Si la cultura se definía por la palabra, lo que había que hacer era ladrar.
Si
se pudiera resumir la actitud cínica de Diógenes, deberíamos resaltar al menos
tres aspectos: el primero, a diferencia de la concepción colectivista vigente
que suponía que solo se puede ser libre en comunidad, la defensa de una
concepción individualista y autosuficiente de la libertad; en segundo lugar, conectado
a lo anterior, una disposición claramente antipolítica de rechazo a la
participación pública, a la democracia y a la noción misma de derechos
ciudadanos. En tercer y último lugar, la parresía, esto es, el hablar con
franqueza, el decir verdades ante el poder asumiendo los riesgos que eso
implica, actitud que deberían envidiar hoy muchos periodistas. Siguiendo el
desarrollo de Michel Foucault en sus últimos cursos en el Collège de France, se
podría decir que la actitud parresiasta no era estricta temeridad ni locura
sino parte de una estética de la existencia, es decir, el modo en que se
conformaba una manera de vivir.
Como
se puede inferir de lo dicho, la autosuficiencia cínica era profundamente
contestataria, a punto tal que cuesta imaginar el proceso a través del cual el
cinismo, si bien continúa teniendo un sentido peyorativo, describe hoy la
actitud de los poderosos en vez de la acción de los que se rebelaban ante
ellos.
Quien
se ha ocupado de rastrear esta transformación es el filósofo alemán Peter
Sloterdijk, en su ya clásico Crítica de
la razón cínica. A lo largo del libro, Sloterdijk reconstruye el modo en
que el cinismo pasó de ser una “insolencia plebeya” a una “prepotencia señorial”.
El mejor ejemplo de este proceso, se observa en el modo en que la ironía pasó a
ser una herramienta de los poderosos contra los que no tienen nada, exactamente
a la inversa de lo que sucedía con Diógenes: es María Antonieta sugiriendo al
pueblo que, si no tiene pan, podría probar comiendo pasteles.
Asumiendo que la distancia entre el cinismo
original y el actual es enorme, Sloterdijk utiliza el vocablo “quinismo” para
referirse al primero y expresa las diferencias con el segundo del siguiente
modo:
“El quinismo antiguo, el primario, el agresivo, fue una antítesis plebeya contra el idealismo. El cinismo moderno, por el contrario, es la antítesis contra el idealismo propio como ideología y como mascarada. El señor cínico alza ligeramente la máscara, sonríe a su débil contrincante y le oprime. C´est la vie. Nobleza obliga. Tiene que haber orden. […] El cinismo señorial es una insolencia que ha cambiado de lado. Ahí no es David quien provoca a Goliat, sino que los Goliats de todos los tiempos […] enseñan a los Davides, valientes pero sin perspectiva, dónde es arriba y dónde es abajo”.
Sloterdijk entiende que un cinismo al servicio de los poderosos, naturalmente, acaba esterilizando la potencia ácrata que poseía cuando era el arma de los desposeídos y, lo que es peor, advierte que una vez en manos de los que toman las decisiones, el cinismo se expande al resto de la sociedad minando todo vínculo. El diagnóstico es lo suficientemente descriptivo: el cinismo que hoy nos atraviesa se ha difuminado de arriba hacia abajo y es la consecuencia de un poder desnudo que determina nuestras vidas, se considera con la legitimidad para hacerlo y, ante cada reclamo, responde con prepotencia, soberbia y una mueca de ironía.
Asumiendo
el origen etimológico del término “cínico” mencionado al inicio, puede que el
meme del “Perro Sanxe” tuviera un significado mucho más profundo del que
imaginamos.