Fragmentar lo común; quebrar los
vínculos; mediar la comunicación hasta incomunicar: en la España de las
necesidades electorales, “el pinganillo es el mensaje”. Efectivamente, el escenario
de la globalización que debilita las soberanías nacionales nos trae el horror
de lo igual gracias a la vigilancia universal de instituciones supranacionales
pero, al mismo tiempo, ofrece el infierno atomizado de las diferencias que
pretenden ser cada vez más diferentes e inconmensurables.
Y no se trata de pasar por alto
la historia de la violencia con la que se han construido buena parte de los
Estados nacionales a lo largo de la historia; menos aún de poner en duda el
derecho a las reivindicaciones lingüísticas en tanto patrimonio cultural de un
pueblo. Pero lo cierto es que, tras la caída del muro, el “fin de la historia”
vino fragmentado en una multiplicidad de heterogéneas identidades. Éstas pueden
ser nacionales, raciales, religiosas, de género o asociadas a la orientación
sexual pero el mandato indica “fragmentarse”. Dado que, a su vez y, como si
esto fuera poco, un mismo individuo podría tener identidades múltiples, las
combinaciones prácticamente infinitas hacen que se cumpla el sueño húmedo de la
posmodernidad: que cada uno sea “único”.
Entonces, más que los Estados
nacionales, lo que parece el principal enemigo del pensamiento hegemónico
vigente es todo tipo de comunidad. Efectivamente, en tiempos líquidos donde la
moda es fluir, la estabilidad que propone la comunidad es un estorbo. Así, nada
debe estar quieto cuando el negocio está en la velocidad en que puedan circular
las mercancías (y no olvidemos que la identidad es quizás la gran mercancía de
estos tiempos).
Por cierto, se habla de la
insatisfacción democrática como un fenómeno salido de un repollo sin reparar
que hay un dispositivo cultural que nos impulsa a diferenciarnos cada vez más,
a romper todo lazo como si lo común, al igual que la biología y la realidad,
fuera de derechas.
Es como si en vez de priorizar
todo lo que de hecho compartimos, se fomentara la incomprensión, la idea de que
todos somos tan distintos que en última instancia nadie puede establecer una
conexión robusta con el otro. En esta utopía de la incomunicación, la
traducción es imposible y el pinganillo aparece como símbolo necesario y, a la
vez, inútil.
A propósito, dos referencias
vienen a mi cabeza: una filosófica y otra literaria. La primera refiere a Fritz
Mauthner, un filósofo nacido en Bohemia, alguna vez citado marginalmente por
Wittgenstein pero muy admirado por Jorge Luis Borges.
Contra la moda del neopositivismo
que llegaría algunas décadas después, para Mauthner el lenguaje no permitía conocer
la realidad tal cual es y la comunicación era imposible porque todo lenguaje es
privado. Esto significa que aun cuando usted y yo habláramos, por ejemplo, un
mismo idioma, nuestra percepción del mundo estaría mediada por palabras cuyo
sentido nunca es exactamente el mismo. El ejemplo estrella en este sentido es
el de la percepción de los colores: lo que para mí es verde para usted puede
ser un tono más cercano a los azules, etc. En Contribuciones a una crítica del lenguaje, Mauthner afirma cosas
tales como: “Aquello que sostiene, no solamente el cura y el pueblo acerca del
lenguaje, lo que sobre él escriben casi todos los lingüistas, (…) esto es, que
el idioma sea un instrumento de nuestro pensar (un admirable instrumento,
además) me parece una Mitología”; o “(…) Nunca podrá ser el lenguaje fotografía del mundo, porque
el cerebro del Hombre no es una cámara oscura verdadera y porque en el cerebro
se albergan fines, y el lenguaje se ha formado según razones de utilidad”.
Por su parte, la referencia
literaria la brinda G. K. Chesterton gracias a uno de los increíbles personajes
de El club de los negocios raros. El
libro repasa las historias de un grupo de personas que tiene oficios extraños
pero que, sin embargo, les sirven de sustento: una agencia que le ofrece a sus
clientes emociones fuertes en la vida real como ser perseguido por un loco que
los quiera asesinar; un hombre que se “alquila” como acompañante de fiestas en
las que finge ser un tonto para resaltar la inteligencia de su cliente; un
agente inmobiliario que vende casas construidas arriba de los árboles; un juez
moral que es contratado por gente que quiere recibir un castigo por alguna mala
acción cometida, etc.
Pero uno de los miembros del club
es un antropólogo que considera que los idiomas son creaciones individuales y
que, en su afán de probar su hipótesis, un día deja de hablar y comienza a
hacer movimientos extraños con su cuerpo, lo cual hace que todos lo tomen por
loco. Sin embargo, estaba cuerdo. Solo había inventado un idioma nuevo. El
detalle era, claro está, que el único que sabía hablarlo era él. Este
personaje, creador de una gramática que solo él reconocía, me remite a una
tercera referencia, en este caso, el famoso “Pan Ajedrez” del artista argentino
Xul Solar, justamente, gran amigo de Borges también. Esta particular derivación
del ajedrez suponía la participación de dos jugadores, pero nadie podía jugarlo
correctamente porque sus reglas eran cambiadas constantemente y solo eran
conocidas por el propio Xul Solar.
Dicho esto, en la utopía del
mundo fragmentado donde cada uno solo puede ser comprendido por sí mismo, lo
curioso es que lo común, aquello que se intenta destruir, ese lazo que conecta
a la comunidad (de hablantes) y que se busca mantener oculto, se filtra e
irrumpe en los descuidos, como ya lo había dicho Freud cuando explicaba algunas
de las manifestaciones del inconsciente. De esta manera, detrás de la
performance de las intervenciones, la burocracia y las polémicas en el
congreso, de repente a todos se les pasa por alto que al representante catalán
le traducen al castellano, (esto es, al idioma común), la intervención del
representante gallego, y así con cada uno de los idiomas cooficiales.
Digamos entonces que, paradójicamente,
en el momento en que eso común que conecta historias y cosmovisiones diversas
es puesto en el centro de los ataques, es cuando más evidente surge su
relevancia y su rol para establecer lazos comunitarios y una comunicación que
nunca será perfecta ni total, pero que, en tiempos donde se intenta romperlo
todo, se hace cada vez más necesaria.