Mientras el escándalo va in crescendo y se ha transformado
insólitamente en un asunto gubernamental, el mundo entero ha visto más imágenes
de la gestualidad de Rubiales que cualquier gol del campeonato obtenido por la
selección de fútbol femenino. Algo parecido sucede con la jugadora Jenni
Hermoso, quien inmerecidamente ha obtenido más fama por recibir el beso que por
su desempeño en el campo de juego.
Así, paradójicamente, la
sobreideologización de quienes más abogan por el “empoderamiento” del fútbol
femenino, ha logrado dejar en segundo plano una gesta deportiva importantísima
por una acción que recibirá la sanción que corresponda pero que, sin duda, era
lo menos relevante de la jornada, tal como deslizara la propia Hermoso en sus
primeras declaraciones.
Lo cierto es que todos debemos
opinar sobre Luis Rubiales. Si es en el modo enjambre destilando una tormenta
de mierda sobre él, mejor; si es en su defensa, recibiremos el disciplinamiento
pero lo mismo da: lo que importa es que opinemos y que esa opinión sea una
“reacción”.
Es que este es el modo en que
debemos ingresar al debate público: con opinión y a los gritos, si es posible.
Buscar información o escuchar es un asunto de tibios y pasivos. La cultura
impone ser vistos accionando y sin reacción no hay visibilidad.
En la mayoría de los casos, la
participación no necesita palabras. Alcanza con apretar el botón de “Me gusta”
o poner el emoticón de “Enojo”. Insisto: se trata de reaccionar. No de
deliberar o de reflexionar. A un estímulo, una reacción. Son las reglas del
juego.
Para muestra de la sobrevaloración
del sentimiento (de la reacción) y de la subvaloración de la palabra está una
de las performances más celebradas de los denominados influencers. Se trata, justamente, de lo que se conoce como
“reacciones”. Para quien no sepa de qué se trata, los usuarios esperan ver, por
ejemplo, cómo reacciona Ibai Llanos al video de Shakira con Bizarrap. En la
pantalla se observa el video en cuestión y en uno de los ángulos tendremos una
pequeña pantalla con la cara de Ibai “reaccionando” a lo que escucha. Así
podemos ver si abre la boca, si se agarra la cabeza, si se ríe, si habla de
Piqué o si grita “¡Madre de mi puta vida!”. No tengo nada personal contra Ibai
quien, por cierto, me cae bien. Era solo un ejemplo. Por cierto, el video de su
“reacción” tuvo hasta este momento 18 millones de vistas.
Veamos un segundo ejemplo. Sin ir
más lejos, algunos días atrás, en ocasión de la semifinal disputada por el
Inter de Miami de Messi, Busquets y Alba, el influencer conocido como Speed (@IShowSpeed), asistió al estadio y
transmitió en vivo sus reacciones, haciéndose viral su cara y sus gritos ante
el majestuoso pase de Messi en el segundo gol del Inter. Por si todavía no es
claro: él no trasmitió el partido sino su cara viendo el partido. Esto
significa que sus 20 millones de seguidores solo lo veían a él y demuestra que
lo que a él le pasaba era más importante que lo que ocurría en el campo de
juego.
Ahora bien, si en el caso de
Rubiales hablábamos de “tormentas de mierda” es porque las reacciones de
indignación y los hechos que las provocan son mucho más atractivas para los
usuarios. Es que si, además de opinar, podemos juzgar y, en la medida de lo
posible, linchar algún personaje público, todo se vuelve más estimulante.
Recuerdo, por ejemplo, el
capítulo 6 de la tercera temporada de la serie inglesa Black Mirror, en el cual
hay un juego online en el que los
usuarios votan a la persona más odiada del día. No importan las razones. Pueden
ser buenas o malas y le puede tocar a alguien por una acción verdaderamente
repudiable como por una cuestión menor, incluso por error. Pero cada día hay
una persona que es la más odiada y esa persona es atacada, en la vida real, por
un robot abeja que la mata. Menciono lo de la abeja porque si hay algo que
describe el comportamiento de los “ataques virtuales” sobre una persona es la
metáfora del enjambre. Como diría Zigmunt Bauman en su Mundo consumo, en el enjambre no hay identidades colectivas
homogéneas sino usuarios individuales que “se juntan, se dispersan
y se vuelven a reunir en ocasiones sucesivas, guiados cada vez por temas
relevantes diferentes y siempre cambiantes, y atraídos por objetivos o blancos
variados y en movimiento”. Tu compañero de enjambre que está aquí para pedir la
dimisión de Rubiales puede acompañarte mañana en el repudio del odiado de
mañana, pero quizás no estuvo contigo opinando sobre las tetas de Amaral.
Del enjambre se entra y se sale, más allá de que hay
usuarios a los que les encanta ser parte de los enjambres diarios para juzgar a
los otros con toda la severidad con la que no se juzgan a sí mismos. Por
cierto, el capítulo en cuestión de Black Mirror se llama “Odio Nacional” (aunque
en España quizás ahora se traduzca a las lenguas cooficiales y se rebautice
como “odio plurinacional”).
Por si hace falta aclararlo, este artículo no se trata de
Rubiales. Mucho menos pretende entrar en la discusión acerca su accionar. Él es
solo un ejemplo y, probablemente, cuando usted lea esta nota el más odiado de
la red social ya sea otro porque si hay algo que caracteriza al fenómeno es
también la velocidad: las reacciones (de indignación) deben moverse con rapidez
sobre distintos personajes y distintos temas. Hoy es un beso y es Rubiales;
mañana es cualquier idiota que se haga viral por alguna incorrección política o
alguien que merezca no solo un repudio sino una acción directa de la justicia.
Pero en el mundo de la reacción lo que prima es la igualación y la falta de
proporcionalidad. La carita de enojado no admite grados ni tampoco estipula
penas correspondientes de modo tal que lo que importa es que, al menos el día
de hoy, la persona elegida sea juzgada y castigada por el tribunal sumario de
la red, al fin de cuentas, el único verdaderamente relevante para la nueva
religión (de Estado).
Sin llegar a llamar a una suspensión del juicio como
reivindicación a los viejos escépticos griegos, asumir que no es posible ni
deseable tener que reaccionar y opinar sobre todo, podría ser un buen inicio
para intentar cambiar el orden de cosas. Cuando una cultura nos impone
reaccionar todo el tiempo, una pasividad deliberada no solo puede ser la forma
de protegerse de la nueva inquisición, sino que, al mismo tiempo, puede ser un
gesto verdaderamente revolucionario.