miércoles, 22 de junio de 2022

El problema de hoy y la solución de mañana (editorial del 18/6/22 en No estoy solo)

 

Hay buenas razones para estar alarmado por la situación económica: si bien se espera un crecimiento importante de la economía por segundo año consecutivo y se llegó a un acuerdo con el FMI para refinanciar deuda, hay escasez de dólares que se profundizaría en el segundo semestre, inflación mensual que no baja del 5% y se proyecta en no menos de 70% anual, y una crisis internacional que no se sabe cuándo termina. En distintos porcentajes de incidencia, esto obedece a la impericia del actual gobierno pero también al legado de Macri, los problemas estructurales de la Argentina pre-2015, la pandemia y la guerra en Ucrania. 

Sin embargo, hay incluso mejores razones para estar preocupado por el futuro. Es que el escenario parece plantear que el 2023 será de la oposición que esté más dispuesta a aplicar una política de shock. De hecho, no se dice nada original si se recuerda que Latinoamérica conoce bien cómo, a lo largo de su historia reciente, las políticas de ajuste más salvaje se hicieron tras los procesos de crisis económica que sumergieron a la sociedad en una profunda zozobra. El ejemplo más reciente fue la hiperinflación que eyectó a Alfonsín del gobierno y la consecuente “década menemista”. El contexto actual es distinto al que originó el desborde inflacionario del presidente radical pero, más allá de la fábula de la rana que dice que es mejor cocinarla a fuego lento, el acostumbramiento a una inflación de dos dígitos no necesariamente lleva a suponer que es posible soportar por mucho tiempo una inflación que hace el día a día invivible para casi todos los ciudadanos con excepción de aquellos que deciden cuál es el precio de los productos.   

En tiempos posmodernos donde la discusión sobre la redistribución material es postergada en pos de la discusión lingüística y/o “la batalla cultural”, la palabra “ajuste” no se puede mencionar en filas del progresismo pero con eufemismos o no, lo cierto es que el gobierno tiene que hacer ajustes, lo cual, insisto, desde mi punto de vista, no necesariamente está mal. A veces hay que ajustar y pagar los costos políticos. En caso contrario, el ajuste lo harán “los otros” de buena gana, con más profundidad y, probablemente, afectando más a aquella porción de la población que el progresismo dice querer defender.

Pero allí nos enfrentamos a la parálisis de la gestión actual absorbido por las disputas internas y a un “albertismo” que parece haber dejado pasar la oportunidad de los primeros meses de gestión donde concentraba un apoyo mayoritario para cambios estructurales. Los ejemplos sobran y aparecen diariamente pero el gobierno, aun con buenas intenciones, siempre parece ir detrás de los acontecimientos o quedar empantanado en la tensión entre el oficialismo oficialista de Alberto y el oficialismo opositor de CFK. El caso de la segmentación de tarifas puede servir de ejemplo. La actualización de las tarifas es imperiosa. Llevan años congeladas o creciendo detrás de la inflación; vistas a precio internacional son irrisorias; la cantidad de subsidios que el Estado aporta allí es desmedida, y desde el punto de vista del federalismo, son claramente injustas porque los beneficiarios de los subsidios son los habitantes del AMBA. Entonces el gobierno tiene razón en avanzar en esa dirección. De hecho, en momentos de presunta “sintonía fina” el propio kirchnerismo intentó ir por ese sendero. En aquel momento, todo se diluyó en una insólita propuesta de renuncia voluntaria a los subsidios que, naturalmente, fracasó; ahora, con mayor sensatez, hay obligatoriedad pero con segmentación. Al momento de escribir estas líneas no queda claro cómo se llevará a cabo esta segmentación y si bien se necesitarían muchas páginas para un merecido desarrollo, cabe al menos preguntarse si un sistema que supone registros varios, declaraciones juradas, cambios de titularidad en empresas cuyos sistemas informáticos colapsarán, etc., resulta el instrumento más adecuado. ¿Acaso no hubiera sido mejor un aumento a todos por igual que eventualmente tomara en cuenta a los beneficiarios de planes sociales y que los subsidiara directa y personalmente como sucede con la Tarjeta Alimentar, por ejemplo? Toda segmentación producirá casos de injusticia y es de suponer que decenas de técnicos y especialistas tendrán razones para concluir que la mejor decisión es la que tomaron. Sin embargo, y esto no solo sucede en la Argentina, claro, los gobiernos parecen lastrados por la tendencia de cierta tecnocracia social demasiado afín a la burocratización en nombre de buenos fines. Lo más curioso es que la crítica a la burocratización no viene solo de sectores de derecha sino que se puede encontrar, por ejemplo, en la izquierda que a lo largo del mundo defiende la idea de un Ingreso Básico Universal. Para decirlo sin matices, ellos afirman que es preferible darle a todos lo mismo, al rico y al pobre, que avanzar en una política de segmentación que en muchos casos resulta más onerosa en tanto debe sostener toda una maquinaria burocrática encargada de “controlar el acceso” de los beneficiarios de la segmentación.       

Volviendo a la cuestión de fondo, la sociedad hoy parece más abierta a apoyar medidas que dentro del campo de las ideas suelen ser consideradas “liberales” o de “derecha”. En otras palabras, la hegemonía de ideas progresistas en lo social convive plenamente con el apoyo a ideas liberales en lo económico, esto es, aquel ámbito que suele ser preponderante al momento de ir a las urnas. Las razones de este fenómeno, al menos en Argentina, merecerían mayor desarrollo, pero lo cierto es que si en 2015 Macri tuvo que ocultar lo que iba a hacer para poder ganar la elección, es probable que hoy, sea él o un candidato de su espacio, por el contrario, la posibilidad de llegar al poder dependa de que efectivamente diga la verdad de lo que piensa hacer. Frente a los que plantean que, de repente y por generación espontánea, la sociedad se ha vuelto de derecha, cabe reflexionar acerca de las razones para que ello haya ocurrido y cuánto de ese cambio obedece a la agenda y a la incapacidad de los gobiernos progresistas, algo que, por supuesto, no recae solamente en el gobierno de Alberto. De hecho, aun a riesgo de repetición, es importante señalar que tampoco queda clara cuál sería la salida realista que ofrece el oficialismo opositor del kirchnerismo duro. ¿Había que romper con el FMI después de 2 años de negociación y cuando ya te quedaste sin dólares en el BCRA? ¿Hay que congelar las tarifas de servicios y transporte y seguir subiendo los subsidios? ¿Qué se hace con el dólar? ¿Cómo se aumentarían las exportaciones para que lleguen los dólares que la economía necesita? ¿La única opción para salir de las crisis es subir las retenciones al campo? ¿La inflación se explica solamente porque hay empresarios que son malos y son cómplices de la dictadura? Seguramente los referentes del espacio tienen respuestas, no siempre las mismas, claro, a estos interrogantes, pero muchas de ellas tienen más buena voluntad que realismo.

La situación es dinámica y nadie está en la cabeza de Guzmán y Alberto. Pero al día de hoy pareciera que el mejor escenario para el gobierno es llegar a la campaña presidencial del 2023, que en un año ya estará en pleno desarrollo, con una inflación con tendencia a la baja (rondando un número cercano al que dejó Macri) y una economía que, con los ajustes acordados con el FMI, pueda mostrar un crecimiento bajo pero crecimiento al fin durante 3 años seguidos. Como oferta electoral no parece la mejor si bien, por supuesto, al momento de votar aparecen otros factores en juego. Por su parte, el escenario pesimista incluiría todo aquello que podría pasar con una inflación que no bajara y una economía que no crezca. Se trata de un margen demasiado grande para opciones radicalizadas y un electorado que, como describimos, hoy es permeable a esa salida. No se dice nada original si se afirma que en cómo interprete la salida de este escenario el gobierno, en su variante de oficialismo oficialista albertista u oficialismo opositor cristinista, estará la clave para poder conformar una opción competitiva frente a una oposición que, al día de hoy, resulta favorita.   

 

Alberto en el espejo de Zelig (editorial del 11/6/22 en No estoy solo)

 

El discurso de Alberto Fernández en la Cumbre de las Américas parece confirmar su parentesco con ese fabuloso personaje creado por Woody Allen en 1983 y que suele utilizarse como metáfora para describir ciertos comportamientos políticos acomodaticios. Me refiero a “Zelig”. Según se cuenta en la película filmada bajo la lógica de un falso documental, Leonard Zelig era un caso estudiado por la ciencia porque tenía la capacidad de metamorfosearse adoptando las características de quien tuviera cerca. De hecho, Zelig era todo un ejemplo de adaptación: se transformaba en psiquiatra entre psiquiatras, francés entre franceses, obeso entre obesos, negro entre negros y chino entre chinos. Cambiaba su fisonomía, su volumen corporal y hasta sus rasgos según la circunstancia como el propio Alberto que puede ser opositor en TN y oficialista en C5N; desarrollista para impulsar un acuerdo porcino y vegano para oponerse al mismo; radical y peronista; spinettiano y litonebbista; bizarrapista y L-gantista; lenguajeinclusivista y lenguajeexclusivista. Lo cierto es que los médicos no se ponen de acuerdo, hasta que una doctora sugiere que el problema de Zelig no es fisiológico sino psicológico y en una sesión de hipnosis el paciente acaba confesando que su camaleónica identidad es la manera en que su organismo se ha adaptado a la necesidad de sentirse seguro.

Como en esta columna, a diferencia de lo que hacen prestigiosas publicaciones, evitamos los análisis basados en la psiquis de los políticos, dejemos abierta la cuestión acerca de las razones para las transformaciones de Alberto pero lo cierto es que si el discurso en la Cumbre lo hubiera pronunciado CFK, el kirchnerismo más duro estaría hablando de la valentía y de la continuidad gestual e ideológica de las intervenciones de Néstor Kirchner. Sin embargo, en la boca de un presidente cuyo archivo y presente lo condenan, puede ser visto como una de las tantas adaptaciones que quedará atrás ante nuevas circunstancias, seguramente en línea con la zigzagueante política internacional que ha adoptado el actual gobierno.

Hay quienes quizás apresuradamente unen el episodio de la eyección de Kulfas y este discurso para hablar de un giro “K” de Alberto, pero en general los giros de Alberto son de 360 grados y la acción de Kulfas no le dejó otra alternativa. Porque nadie va a creer las palabras del presidente cuando afirma que echó a su ministro por hablar en off cuando algo de lo que se jactaría el propio Alberto es de ser un “maestro operador” del off: lo echa porque, en su interna con el kirchnerismo, Kulfas no hizo otra cosa que denunciar un supuesto hecho de corrupción en una obra cuya parálisis sería muy problemática para el gobierno y para la Argentina. ¿Pretendía seguir siendo ministro después de semejante acusación? ¿Lo hizo para congraciarse con el presidente después de que a éste le exigieran “lapicera” en público? Misterios. Lo cierto es que, naturalmente, horas después de la operación fue a la justicia y dijo no saber nada ni tener prueba alguna.

Otro aspecto que iría en contra de la interpretación de un supuesto giro K de Alberto es la salida de Feletti hace algunas semanas, toda una señal para Guzmán, quien resiste estoicamente a pesar de que los números de la inflación son preocupantes. Una vez más, dejando de lado los análisis en función de las personalidades, sea cual fuere su performance final, podremos acordar que Guzmán no despierta fervor popular y que no será recordado como un ministro que esté cercano al ciudadano de a pie. Por cierto, no tiene por qué estarlo pero en todo caso no parece encontrar la receta para lograr que baje la inflación de los alimentos, lo cual afecta a la gente todos los días y, en especial, a la porción del electorado que mayoritariamente votó al FDT. La quietud en este sentido parece alarmante si bien todos sabían, incluso el propio Feletti, que el problema de los precios se resuelve desde la macroeconomía y no desde los acuerditos coyunturales con algunos empresarios. ¿El gobierno piensa ganar la elección el año que viene con una inflación que en algunos productos alcanza aumentos de más del 100% en los últimos doce meses? ¿Toda la política para las mayorías se reduce a paritarias que corren detrás para los sectores con gremios fuertes y guita bajada a los referentes de los movimientos sociales para que éstos controlen y no explote “por abajo”?

Dicen que CFK sabe que no es posible el triunfo en estas condiciones. ¿Lo sabrá Alberto? En todo caso, ¿cuál de todos los Albertos lo sabe? Tampoco el kirchnerismo duro, en su rol de oficialismo opositor, parece tener demasiada idea acerca de cómo bajar los precios y suele depositar todo en la evidencia de que hay empresarios malos con alguna conexión con la dictadura. Y por supuesto que los hay pero uno entiende que en otros países debe haber algunos igualmente malos y la inflación no es tan alta. 

Volviendo a Alberto, como les indicaba algunas líneas atrás, en la sesión de hipnosis a la que se somete a Zelig, éste revela que se transforma para estar seguro pero agrega que más que querer estar seguro lo que quiere es “gustar”. Tirando de ese hilo, la figura de un Alberto en el espejo de Zelig también resulta representativa de algo que caracteriza al FDT y que ya hemos mencionado muchas veces aquí: el afán albertista por agradar a todos, por lograr que nadie se enoje, algo que Alberto alcanzaría a medio camino entre un “Rey Rosca” y un “Simón el agradable”; la magia del consenso lograda por el “tiempista” y “moderado”, más allá de que, como también hemos dicho en este espacio, aquí no hay kirchnerismo moderado sino un gobierno que hace otra cosa distinta, para bien o para mal, de la que hacía el kirchnerismo. No es un kirchnerismo promedio; no hace la mitad de lo que hacía el kirchnerismo; no toma lo bueno y saca lo malo; es otra cosa. Y eso CFK lo sabe. En todo caso la pregunta para los libros de historia será si ya lo sabía cuando lo eligió y la pregunta a futuro es, dado que es evidente que ya lo sabe, qué piensa hacer ella y el espacio que lidera. ¿Se hunde con el FDT y sigue perdiendo votos como ya se vio en 2021? ¿Rompe para ganar pureza y devenir testimonial disputando espacio con los partidos de izquierda? ¿Busca someter a Alberto para que éste acompañe un candidato K? Esta última opción parece inviable. ¿Entonces acuerda con Alberto un “tercero tapado”? ¿Acaso Massa? Pero después de la experiencia de Alberto, ¿alcanzará el temor al regreso de la derecha para que el electorado K vote a un candidato como Massa? Quizás frente a Milei, Patricia Bullrich y Macri, Massa pase a ser “compañero Sergio” y su lugar de residencia sea Sierra Maestra antes que Tigre. ¿Pero cuánto queda del electorado K después de la experiencia Albertista? ¿Alcanza en la PBA quizás? ¿Entonces algún intento de salida elegante podría ser con adelantamiento de las elecciones en PBA, donde se gana por un voto, para que el kirchnerismo puro desembarque allí y Alberto quede librado a su suerte en la presidencial? Algo así se había fantaseado en 2015 cuando el candidato había sido Aníbal Fernández y Scioli “el enemigo” pero evidentemente el cálculo salió mal en aquella oportunidad. Pero si se diera esa situación con Kicillof, Máximo o la propia CFK como eventual candidata a gobernadora, ¿qué Alberto veríamos en ese caso? ¿Un Zelig frentetodista queriendo congraciarse con todos los sectores que lo apoyarían en tanto mal menor ante el monstruo de “la derecha”? ¿Acaso un Zelig en estado puro tratando de trazar algún puente implícito o explícito con referentes de una supuesta derecha moderada “sistémica” que deje de lado a los Macri/Milei por derecha y a los K por izquierda? Imposible saberlo. Quizás ni Alberto lo sabe. Lo único que sabemos es que Zelig, al igual que el escorpión, diría “es mi naturaleza”.            

¿Por qué los trabajadores están votando a la derecha? (publicado el 10/6/22 en www.disidentia.com)

 

En Europa, Estados Unidos y Sudamérica, todos se preguntan qué está ocurriendo para que las clases trabajadoras voten candidatos de derecha. Las respuestas son variadas pero, en general, desde la izquierda se suele atribuir el fenómeno a un nuevo episodio de “falsa conciencia” por la cual la víctima vota a su verdugo, en general, gracias a la ayuda inestimable de medios de comunicación y/o redes sociales. Hay buenas razones y ejemplos históricos que muestran el modo en que una mayoría puede ser manipulada para votar contra sus propios intereses pero en este caso el análisis parece merecer cierto nivel de complejidad extra si es que queremos evitar la idea de que el manipulado y el tonto que vota mal siempre es el otro.

Y cuando el análisis se hace más complejo se observa lo que muchos vienen indicando desde hace ya tiempo: la deriva de la izquierda hacia una agenda identitaria de las minorías que para algunos es una forma de neomarxismo y para otros una defección funcional al neoliberalismo, ha hecho que las preocupaciones de las clases trabajadoras sean tenidas en cuenta y hasta mejor interpretadas por la derecha. Así, mientras la izquierda considera que se puede llegar a la totalidad como un agregado de identidades cada vez más atomizadas, sectores mayoritarios de las sociedades son testigos de una agenda que no solo no los tiene en cuenta sino que, en algunos casos, los señala como culpables.     

Por supuesto que la situación no es la misma en Estados Unidos, España, Francia o Brasil, por citar algunos ejemplos, pero en líneas generales lo que se observa es que el proceso de desindustrialización y las nuevas dinámicas laborales que impuso la globalización han roto todos los pilares en que una mayoría de trabajadores solía sostenerse. Dejando de lado el modo en que la religión y la familia tradicional fueron perdiendo peso, si nos restringimos a lo estrictamente económico, la pauperización de la vida de los trabajadores es evidente: sin trabajo, sin estabilidad, precarizados y, a veces, hasta con trabajos que no le garantizan dejar de ser pobres, es claro que las preocupaciones de los trabajadores no se ven incluidas en la agenda arcoíris de ampliación de derechos civiles que abraza la izquierda. Esta dinámica incluso podría extenderse hacia clases medias profesionales que se distinguían por su profesión y por la continuidad en una empresa pero sobre todo por el hecho de ser propietarios. El progreso se constituía sobre la base de la propiedad: “trabajo para comprar la casa y el auto para mi familia”. Sin embargo, si hay algo que hoy no pueden hacer ni el trabajador ni las clases medias profesionales, es definirse a partir de ser propietarios. En este sentido, lo paradójico es que la necesidad de poseer no cesa pero lo que el sistema económico y cultural le ofrece es, como no podía ser de otra manera, ser un propietario, ya no de un bien material y tangible, sino de una identidad: “No tendré casa pero tengo esta identidad que en tanto única propiedad defenderé a muerte”. Repartir identidades y hacerlas entrar en competencia es más fácil que repartir el dinero. De eso no hay duda. De hecho, no es casual que en la medida en que resulta más difícil para una gran mayoría de la humanidad acceder no solo a una vivienda digna sino a la comida, lo que más ofrece el mercado son identidades. Esta lógica es funcional a la nueva agenda de la izquierda pos caída del Muro de Berlín pero también al poder económico concentrado, los grandes propietarios que han convencido, a los que nada tienen, de que poseer no es importante. Y efectivamente no parece serlo cuando sos propietario, tal como lo acreditan los millennials y centennials que dicen vivir libre y deconstruidamente como nómades que saltan de ciudad en ciudad y de trabajo en trabajo sosteniéndose en la estabilidad de la vivienda y el trabajo que tienen, o tuvieron, sus padres.

Ahora bien, en el mercado de identidades, la clase trabajadora tradicional, especialmente en Europa y Estados Unidos está constituida heterogéneamente pero en el caso de los varones blancos, mayoritariamente votantes de Trump o Le Pen, por poner algunos ejemplos, al padecimiento económico y a la destrucción de los valores que los constituyeron como ciudadanos, se les agrega la acusación de ser privilegiados, algo que no parece ajustarse a la evidencia en la mayoría de los casos pero, sobre todo, no se ajusta a la propia percepción que ellos tienen de su posición. Insisto en que la situación afecta a toda la clase trabajadora, lo cual incluye mujeres e inmigrantes de todas las etnias habidas y por haber pero sobre el varón blanco heterosexual se agrega el hecho de que es acusado de tener el privilegio de ser varón, de ser blanco y de ser heterosexual. Esto significa que se lo empuja a entrar en la competencia de las identidades, se le pide que se aferre a la propia como una cárcel y, al mismo tiempo, se le exige arrepentimiento por ser lo que es. No se le ofrece un lugar en tanto una identidad como cualquier otra sino que se le abre la puerta al juego en la medida en que se humille y acepte ser otro.

Como bien señala John Lloyd, en una nota publicada en www.quillette.com el 9 de febrero de 2022, a propósito de un nuevo libro de David Swift, llamado The Identity Myth, la salida que han encontrado muchos blancos (varones y mujeres también) ha sido o bien la autoflagelación pública como si por el hecho de ser blanco cada uno debiera rendir cuentas por las atrocidades que hicieron otros blancos en algún momento de la historia de la humanidad; o bien la apropiación de identidades presuntamente marginales por la vía de la orientación sexual (pansexuales, sadomasoquistas, fluidos, etc.) de modo que el privilegio de ser un varón o una mujer que pertenece a la “mayoría” blanca, quede olvidado detrás del hecho de pertenecer a una minoría sexual. A esto se le puede agregar una variante, esto es, quienes siguen dentro del canon heteronormativo pero, para no aparecer como privilegiados, fingen la estética de la marginalidad en la forma que ésta adopta en cada país: inmigración, pobreza, narcotráfico, explotación sexual. Basta ver cualquier video de los principales artistas del momento para observar este fenómeno. Eso sí: graban el video, suben la historia a Instagram, se sacan la foto con un marginal, y regresan al barrio cerrado.  El punto, entonces, es que los blancos famosos, varones y mujeres, pueden hacer su puesta en escena en público y admitir sus privilegios porque los tienen y porque son privilegios económicos. Pero la gran mayoría de los varones y las mujeres blancas no tienen esos privilegios y no se les permite la expiación quizás, justamente, porque, sobre todo, son pobres.

Como reflexión final, podría decirse que, planteado así, el escenario es verdaderamente preocupante. Porque sin posibilidad de aferrarse a una identidad minoritaria capaz de competir en el mercado de los padecimientos, al trabajador no le quedan muchas opciones: o hace silencio y acepta su letra escarlata o acaba rumiando un resentimiento que en el mejor de los casos se expresará en las urnas votando opciones de derecha o, en el peor, podría derivar en nuevas formas aisladas o sistemáticas de violencia.

 

 

La apropiación cultural y el regreso de la blasfemia (publicado el 27/5/22 en www.disidentia.com)

 

Corre el año 2018. Entrega de los MTV Awards. Madonna sube al escenario para homenajear a Aretha Franklin quien había fallecido recientemente. Su atuendo llamaba la atención: trenzas, joyas, pulseras de colores y una suerte de corona o algo parecido intentando emular la tradición amazig o beréber del norte de África. Lo que algunos años atrás hubiera podido verse como el intento de visibilizar una cultura ajena a Occidente recibe ahora una crítica que comenzó a expandirse rápidamente desde algunos núcleos universitarios estadounidenses: la apropiación cultural. Madonna se estaría apropiando indebidamente de algo que pertenece a otra cultura. No fue ni la primera ni la última acusada en el mundo de la música. Le pasó lo mismo a Adele (por subir unas fotos con un sostén con la bandera de Jamaica y tener un peinado “estilo afro”); a Ariana Grande (por promocionar ropa con frases en japonés); a Selena Gómez (por pintarse el famoso bindi en la frente y usar ropa característica de la India); a Katy Perry (una vez por aparecer vestida como una geisha y otras veces por usar “trenzas afro”); a Miley Cirus (por bailar “twerking”, esto es, un tipo de baile que sería propio de las mujeres negras); a Rihanna (que lució ropa propia de la cultura china en la tapa de una revista china), etc. La lista es interminable. Algo parecido viene sucediendo con el mundo de la moda: la marca, con sede en Estados Unidos, Urban Outfiters fue acusada de realizar diseños típicos del pueblo Navajo; la londinense KTZ recibió críticas por supuesta apropiación de modelos propios de los Inuit; Dior habría hecho lo suyo con un chaleco tradicional de la región rumana de Bihor; por su parte, hacia 2017, la empresa Topshop realizó un diseño similar a la Keffiyeh, esto es, el típico pañuelo palestino y también recibió críticas; algo similar le ocurrió a Carolina Herrera por su colección 2020 y a Louis Vuitton por el diseño de una silla, ambos acusados de servirse de diseños mexicanos. Aquí también la lista puede continuar hasta el infinito.

Si bien este tipo de casos aparecen con mayor frecuencia en las noticias, quien se ha dedicado bastante pormenorizadamente a esta problemática ha sido la periodista francesa Caroline Fourest en un libro publicado en 2020 y que ha sido traducido al castellano como Generación ofendida. De la policía de la cultura a la policía del pensamiento.

Fourest, quien desde el título mismo ya sienta posición respecto al modo en que las políticas identitarias han instalado la tiranía de una subjetividad para la cual sentirse ofendido supone ya un acceso directo a la verdad, menciona algunos de los ejemplos aquí indicados y agrega otros conectados con el mundo del arte y la cultura. Defendiendo la idea de una izquierda republicana “a la francesa”, Fourest critica lo que, considera, son derivas autoritarias de movimientos antirracistas. Uno de los casos más famosos en este sentido es el que ocurrió con la artista Dana Schutz quien había realizado una pintura en homenaje a la foto sacada en 1955 del cadáver desfigurado de Emmett Till, un joven afroamericano que había sido asesinado por supremacistas blancos. La madre de Till había querido que lo velaran a cajón abierto para que el mundo fuera testigo de lo que le habían hecho a su hijo de 14 años y la fotografía del cadáver fue tapa de uno de los periódicos de la época. 60 años después, la mencionada Dana Shutz, decide rendir un homenaje a Till y expone su cuadro en el Withney Museum. La respuesta no se hizo esperar: un grupo de escritores afroamericanos publicaron una carta exigiendo que quitaran la obra y otros hasta indicaron que debía ser destruida. La razón era que una persona blanca no podía transformar el sufrimiento de la comunidad negra en un beneficio económico personal. Es decir, el problema no era la obra sino el hecho de que quien la realizó era una persona blanca o, digamos, no negra. Lo que siguió fue la amenaza de boicotear la bienal y el rechazo de la exposición del cuadro en cualquier lugar donde la autora lo dispusiese por temor a represalias.

Otro ejemplo mencionado por Fourest es el que se dio en torno al estreno de la obra de Esquilo, Las suplicantes, el 25 de marzo de 2019 en La Sorbona. La obra gozaba de cierta actualidad porque narra las peripecias por las que tiene que atravesar un pueblo oriundo de Libia y Egipto que pide asilo en Grecia. Si bien la exposición de la obra era un guiño a la problemática de los actuales refugiados, unos cincuenta manifestantes identitarios negros impidieron su realización. La razón es que durante la obra los soldados griegos usaban una máscara blanca, mientras que los representantes del pueblo oriundo de Libia y Egipto usaban una máscara cobriza, lo cual, según los manifestantes, era un ejemplo de “blackface”. Para los que no están familiarizados con el término, hasta bien entrado el siglo XX, en el teatro popular de Estados Unidos era usual burlarse de los negros haciendo que actores blancos se pintaran la cara de negro resaltando, por ejemplo, unos labios gruesos y rojos con el fin de ridiculizarlos como se intentaba ridiculizar a muchas otras minorías.

La acusación de “blackface” demostró que los manifestantes no entendieron el uso que tienen las máscaras en el teatro clásico y en la página 51 del libro de Fourest podemos encontrar a quien mejor respondió a semejante dislate censor, esto es, el director de la obra, quien indicara:

“El teatro es el lugar de la metamorfosis, no el refugio de las identidades. Lo grotesco no tiene color. Los conflictos no impiden el amor. Aquí acogemos al Otro, nos convertimos en el Otro a veces, el tiempo que dure la representación. Para Esquilo, la escala de su puesta en escena es el mundo. En Antígona, elijo que los hombres desempeñen el papel de las chicas, a la antigua. Canto Homero y no soy ciego. En Niamey, los nigerianos hicieron de persas (…) mi última reina persa era negra de piel y llevaba una máscara blanca”.

A propósito de ello, algo curioso le ocurrió a Peter Dinklage, el actor de Game of Thrones, a quien los televidentes suelen identificar como “El enano”. Efectivamente Dinklage nació con acondroplasia y mide apenas 1,35, lo cual, naturalmente, no le impidió destacarse en su labor de actor y ganar numerosos premios. Sin embargo, cuando fue convocado para realizar el papel de Tattoo en una remake de la famosa Isla de la Fantasía, fue objeto de protestas por el hecho de no ser filipino. Aunque sea difícil de creer, Hervé Villechaize, el actor que hacía de Tattoo, no era filipino sino francés pero sus rasgos confundieron a una parte de la opinión pública que indicaba que solo un filipino podía representar a otro filipino.

A propósito de casos como éstos, en la página 43 Fourest indica:

“Los inquisidores de la apropiación cultural funcionan como los integristas. Su objetivo es conservar el monopolio de la representación de la fe, prohibiendo a los demás pintar o dibujar su religión. Es el funcionamiento que caracteriza a los dominantes. En el caso de la apropiación cultural, hay escritores, a veces artistas o activistas, que hacen uso de su calidad de minoritarios para imponer mejor su visión y su monopolio interpretativo”.

Cómo puede ser que esta lógica de guardianes que determinan qué pertenece y qué no a una cultura forme parte de las verdades progresistas de la actualidad es un verdadero misterio. ¿Qué sucederá el día en que alguien reivindique el uso de la rueda como propia de su cultura? ¿Y la imprenta? ¿Deberíamos acusar de apropiación cultural a todos los lectores no europeos? ¿Y el calendario? ¿Quién es el dueño y el apropiador del calendario? ¿Los indios latinoamericanos y los gauchos del sur de Latinoamérica han hecho una apropiación cultural de los caballos europeos? ¿Y la música? ¿Y los idiomas? ¿Qué cultura es capaz de reivindicar para sí el origen puro de alguno de ellos?

Quisiera terminar esta nota con una reflexión que la propia Fourest realiza a propósito de una nota de Kenan Malik, publicada en The New York Times el 15 de junio de 2017 con el título: “In Defense of Cultural Appropiation”. La intervención viene al caso porque muestra el giro que se ha dado en las últimas décadas respecto al modo en que es el hoy denominado “pensamiento de izquierda” el que en nombre de presuntas buenas causas acaba propiciando formas graves de censura. Malik afirma:

“La acusación de apropiación cultural es la versión secular de la acusación de blasfemia. Esto es, la insistencia de que ciertas creencias e imágenes son tan importantes para determinadas culturas que ellas no pueden ser apropiadas por otras culturas.”     

Esta idea de la apropiación como versión secular de la acusación de blasfemia se ve perfectamente en el caso de Madonna, tal como la propia Fourest observa. Corría el año 1989. La misma Madonna que casi 30 años después sería acusada de apropiación cultural por sectores de la izquierda identitaria, lanzaba la canción “Like a prayer” con un video en el que había un Cristo negro al cual ella veneraba y besaba, y que, a su vez, representaba a un joven negro acusado falsamente de cometer un crimen que habían realizado supermacistas blancos. La derecha religiosa americana estallaba y el asunto llegaba hasta el Papa mientras el video que se repetía sin cesar culminaba con Madonna luciendo un sugestivo escote bailando al ritmo de un coro Gospel entre unas cruces cristianas que ardían. Mientras se exigía la censura y Madonna era acusada de “blasfemia”, todo el mundo progresista salía a defender la libertad de la artista y el mensaje comprometido. Evidentemente corren tiempos en los que no contamos con la misma suerte.       

 

 

Los dueños de las advertencias (publicado el 13/5/22 en www.disidentia.com)


Algunas semanas atrás me dispuse a saldar una deuda personal a través de la plataforma estadounidense MUBI: ver la trilogía clásica de Kieslowski compuesta por los films Bleu, Blanc y Rouge. Al iniciarse el último de los films, un cartel me advirtió que éste incluía escenas de “crueldad animal”. En lo personal trato de evitar películas donde haya escenas de crueldad sobre cualquier ser vivo de modo que dudé continuar mirando aunque finalmente decidí avanzar y asumir el riesgo. Al final de la película me felicité por la decisión, no solo porque la película es buena sino porque la supuesta crueldad animal no fue tal. Más bien lo contrario: la protagonista atropella accidentalmente a un perro que afortunadamente se salva y es adoptado por ella. No hubo ninguna escena de mal gusto donde el animal sufriera ni mucho menos. Esta anécdota personal trata de graficar una tendencia cada vez más presente en el mundo del cine: las advertencias sobre lo que el espectador va a ver. Ya no se reduce a aclarar que se está a punto de observar “escenas que incluyen desnudos” o “lenguaje explícito” sino que ahora puede incluir desde el ejemplo mencionado a advertencias sobre escenas de suicidios o trastornos alimentarios como hizo Netflix en The Crown cuando en uno de los capítulos se ocupaba de la problemática que padecía Lady Di.

Sin embargo, no se trata solo de cine. De hecho, en los últimos años se ha generado una gran controversia por la decisión impulsada desde universidades estadounidenses de incluir lo que se conoce como trigger warnings (“Avisos de alerta”) al momento de incluir un material dirigido a los alumnos.    

Las trigger warnings en las universidades fueron pensadas para aquellos casos en los que la lectura de un texto podría afectar a personas que hubieran sufrido alguna tragedia personal y tengan un estrés postraumático. En general se aplica para casos donde pudieran aparecer ejemplos de extrema violencia en relación a guerras, suicidios, ataques sexuales, masacres. Se supone, con razón, que una persona que haya padecido algún tipo de experiencia así estará particularmente sensibilizada frente al tópico en cuestión. Asimismo, los ejemplos podrían extenderse y, tanto para el cine como para la literatura, parecería razonable advertir que la escena de la caída de un avión podría afectar a quien tenga un conocido que haya padecido uno de ellos, del mismo modo que resulta aconsejable sugerirle a quien le tiene miedo a las arañas que no mire la película Aracnofobia. 

Sin embargo, las trigger warnings están convirtiéndose en todo un síntoma de nuestros tiempos.

En primer lugar, lo más obvio, probablemente, es que la proliferación de estas “advertencias de contenido” o “disparadores”, solo pueden entenderse en el marco de este largo proceso de infantilización que padece Occidente. Justamente, el término viene al caso porque uno de los lugares donde parece razonable utilizar las trigger warnings es en la literatura infantil o en películas que pudieran captar la atención de chicos y contengan escenas impropias para ellos. Pero utilizar el mismo criterio para estudiantes universitarios que ya son adultos y que deberán ser profesionales en un mundo que es hostil, resulta una subestimación hacia ellos y explica buena parte de la disociación existente entre los puntos de vista del ciudadano común y las políticas públicas que esos profesionales impulsan al llegar a instancias de decisión. Es que la vida del día a día no tiene trigger warnings y es necesario lidiar con ello.

En segundo lugar, no resulta casual tampoco que la lista de las trigger warnings se amplíe cada vez más. Por ejemplo, en un artículo de la profesora de Harvard Law School, Jeannie Suk Gersen, titulado What if trigger warnings don’t work?, publicado en The New Yorker en septiembre del 21, se menciona el caso de la Universidad de Michigan. Se trata de una institución que ofrece a sus profesores una suerte de guía orientativa que sugiere qué tipo de etiquetas podrían utilizarse para advertir a los alumnos de contenido potencialmente “nocivo”. Naturalmente, se trata de una lista que coincide casi punto por punto con toda la agenda de minorías identitarias que impone el progresismo como los únicos problemas sobre los que puede y debe sensibilizarse el alumnado: así, entonces, los profesores de Michigan podrían indicar a los estudiantes que el texto que van a leer contiene material sensible sobre "muerte o agonía", "embarazo/parto", "abortos espontáneos/aborto", "sangre", "crueldad animal o muerte de animales" y "trastornos alimentarios, odio al cuerpo y gordofobia".

Sin dudas todos estos aspectos pueden sensibilizar a las personas pero si el criterio al momento de elegir un texto es evitar que moleste a alguien, nos enfrentaremos a un verdadero problema en tanto la lista de temas potencialmente incómodos deviene casi infinita. En este sentido, el conjunto de temáticas recién mencionadas está presente en casi cualquier película o serie estadounidense y, al mismo tiempo, resulta demasiado acotada. Así, a cualquier propuesta de Netflix habría que agregarle trigger warnings como “zombies/muertos vivos”; “cambio climático”; “traiciones/infidelidad”; “desnudos/sexo”; “asesinatos/crueldad humana”; “enfermedad”; “injusticias”; “conflictos con mamá”; “conflictos con papá”; “conflictos con tutores”; “comunismo”; “capitalismo”; “religión”; “mentiras”; “censuras”; “partidos de fútbol donde pierde nuestro equipo”, etc. Incluso la propia dinámica de una película pero también de una novela o, por qué no, incluso de un hecho histórico, podría ser un elemento a ser advertido. En este sentido, podríamos imaginar trigger warnings como las que siguen: “final triste”; “ganan los malos”; “muere la chica”; “Macbeth mata al rey”, “se enferma el nene”; “pierden los sindicatos”, “Batman va preso”, “asume el poder un gobierno de derecha”. La lista podría ser tan extensa que llevaría varios minutos leerlas todas y hasta no faltaría quien considere que es mejor incluir como trigger warning una línea que nos cuente el final de la película/texto para evitar angustias y ansiedades. Lo cierto es que la lista sobre todas las cosas que nos sensibilizan, incluso los zombies, se parece bastante a los distintos aspectos por los que debe enfrentarse una persona en una sociedad más o menos libre.

Pero todavía hay más: con el auge de las trigger warnings han aparecido los primeros estudios que buscan evaluar la pertinencia de las mismas, esto es, si finalmente ayudan y cumplen su cometido de proteger a los alumnos. Si tomamos uno de los estudios más citados, el llevado adelante por McNally, Jones y Bellet, publicado en el volumen 61 del Journal of Behavior Therapy and Experimental Psychiatry de diciembre de 2018, el resultado puede sorprendernos: en primer lugar, utilizando personas que no padecieran estrés postraumático ni una sensibilidad particular ostensible sobre algunos temas, se demostró que aquellas que leían un texto habiendo sido advertidas de un contenido potencialmente nocivo, reportaron niveles de ansiedad mucho más altos que aquellas que leyeron el mismo texto sin ser advertidas. En otras palabras, las trigger warnings acabaron induciendo a quienes las recibieron y el efecto fue una profecía autocumplida.

Asimismo, en segundo lugar, lo que los investigadores indican es que las trigger warnings tampoco servirían para los casos en los que efectivamente la persona carga con una experiencia traumática. Si bien entiendo que es materia controversial, lo que estos investigadores indican es que advertirle y eventualmente invitar a un sujeto que vivió una experiencia traumática a que no se enfrente a un texto, refuerza la ansiedad y cristaliza el trauma como parte inescindible de la identidad del sujeto. Dicho de manera más simple, si a alguien que fue discriminado por razones de raza se le dice “ten cuidado con esto porque habla de discriminación por razones raciales”, no hacemos más que recordarle a esa persona el episodio traumático y definirla frente a los otros simplemente como “aquella persona que sufrió discriminación por razones raciales”. Si bien existe toda una línea ideológica hegemónica que intenta instalar que el mundo se divide en víctimas y victimarios esenciales, lo cierto es que la vida de todas las personas, aun las que vivieron una experiencia que les ha marcado la vida, es mucho más compleja que el episodio en cuestión y va contra las propias posibilidades de superación el hecho de definirla en su totalidad a partir de ese hecho. Sin entrar en una discusión teórica que me excede y que pertenece al campo de la psiquiatría, las trigger warnings favorecerían así una suerte de terapia de la evitación (lo que me incomoda debe ser ocultado), frente a terapias donde se promueve una paulatina exposición a aquello que ha generado el trauma.

En resumidas cuentas, más allá de casos muy puntuales donde la aplicación de trigger warnings parece sensata, la utilización que se está haciendo de ellas las ha transformado en un emblema que condensa buena parte del clima de época: infantilización, tutelaje, rechazo del punto de vista contrario en términos de ofensa personal, agenda sesgada e inducida según el nuevo canon moral, cristalización de víctimas y victimarios reales o imaginarios y, por qué no, agreguemos, el negocio de presuntos catadores de sensibilidades propias y ajenas, esto es, el negocio de los dueños de las advertencias.