Entre 2008 y 2014 se produjeron
1808 femicidios en la Argentina. Los datos surgen del Observatorio coordinado
por La Casa del Encuentro, e indica, además, que, gracias a la violencia sexista,
2196 hijos se han quedado sin madre, siendo 1403 de ellos menores de edad. Sin
duda, no se trata de una novedad sino de la visibilización y la nominación de
prácticas naturalizadas que otrora aparecían, en muchos casos, revestidas del
eufemismo del “crimen pasional”. Si bien Argentina se encuentra lejos del
récord de El Salvador, (12 mujeres asesinadas cada 100.000 habitantes), la
cifra es alarmante máxime si entendemos que la muerte es el desenlace fatal de una
infinita cantidad de situaciones cotidianas de acoso y abuso que se encuentran completamente
naturalizadas.
Asimismo, a pesar de que estos
asesinatos son simplemente presentados bajo el paraguas de “un hecho de inseguridad”,
cabe decir que en el año 2014, el 80% de los 277 asesinatos de mujeres que
murieron por ser mujeres, fueron realizados por conocidos de las víctimas
(parejas, ex parejas, familiares, vecinos, etc.). Y tampoco se puede dejar de
soslayo que 74 de estas mujeres murieron en sus casas de lo cual se sigue que
la violencia está menos afuera que adentro.
¿Se puede decir, entonces que
nada se ha avanzado jurídica y culturalmente respecto de la mirada que se tiene
sobre la mujer? Sin dudas, sería falso afirmar eso, pero semejantes números advierten
que hay mucho por hacer y que se encuentra profundamente instalado, incluso en
sectores “ilustrados” de la sociedad, concepciones arcaicas acerca de la mujer
que a lo largo de la historia de occidente la ubicaron en el lugar de “no
persona”, esto es, de una entidad viviente humana que por diversas razones no
alcanzaba el mínimo requerido para detentar un conjunto de derechos básicos.
En algunos casos, ni siquiera el
dato de la maternidad le otorgó alguna prerrogativa a la mujer y las razones
que se han esgrimido para seguir ofreciéndole un lugar secundario son de los
más variadas e insólitas. En el caso de Aristóteles, por ejemplo, en su Reproducción de los animales, establece
que la mujer es un mero receptáculo, una pura materia a la que el macho da
forma. Así, el macho, el que inaugura el movimiento, el activo, es el
determinante; y lo que define el sexo del embrión es la temperatura del
esperma. Si esa temperatura logra el grado de cocción se formará un varón. Si,
en cambio, vence la falta de temperatura propia de lo femenino, se formará una
niña. Es más, para Aristóteles, la
hembra es un macho mutilado y la menstruación es esperma que no alcanzó la
cocción. En sus propias palabras: “un niño se parece a una mujer en la forma, y
la mujer es como un macho estéril. Pues la hembra es hembra por una cierta
impotencia: por no ser capaz de cocer esperma a partir del alimento en su
último estadio […] a causa de la frialdad de la naturaleza”.
Pero podríamos ir un poco más
atrás en el tiempo para rastrear una enorme tradición de misoginia que ha
quedado plasmada en, por ejemplo, aquel texto de Hesíodo llamado Teogonía. Allí se cuenta la historia de
Pandora como mito fundante de lo femenino.
Si bien recurrentemente aludimos
a “La Caja de Pandora” para referenciar situaciones en las cuales una determinada
acción puede derivar en las más inesperadas consecuencias, el mito es un poco
más específico y nos puede dar una muestra de la concepción que se tenía de la
mujer y que, en buena medida, decíamos, ha llegado hasta nuestros tiempos. Porque
a Pandora se le atribuyen una serie de características que con los siglos
parecen haberse sedimentado hasta olvidar su origen y su arbitrariedad.
En esta línea, hay que tener en
cuenta que Pandora aparece en el contexto del mito que da cuenta de la disputa
entre Zeus y Prometeo. Como usted recordará, Zeus jura venganza ante la osada
acción prometeica de quitarles el fuego a los dioses para otorgárselo a los
hombres y para ello pide a Hefesto que produzca una mujer de arcilla que sería
engalanada por las diosas del Olimpo y a la cual los Cuatro Vientos le
insuflarían vida. La nombraron Pandora y era la mujer más bella que jamás
hubiera existido.
Arteramente, Zeus, toma a Pandora
y se la ofrece de regalo a Epimeteo, hermano de Prometeo, pero éste, advertido
por su hermano, rechaza en primera instancia el obsequio aunque luego cede tras
enterarse las penurias a las que se veía sometido Prometeo tras la furia de
Zeus.
Pero, claro está, la historia no
termina aquí pues gracias a esa mezcla de idiotez, malevolencia y pereza que
caracterizaba a Pandora, ella decide abrir el ánfora en la que Prometeo había logrado
recluir a todos los males capaces de acuciar a la humanidad. Robert Graves, uno
de los máximos referentes en mitología griega, recuerda que de allí surgieron
“La Vejez, el Trabajo, la Enfermedad, la Locura, el Vicio y la Pasión. Todos
ellos salieron de la caja en forma de nube, penetrando a Epimeteo y Pandora en
todas las partes de sus cuerpos, y atacando luego a todos los mortales. A pesar
de todo, la “Esperanza Falaz”, que Prometeo también había encerrado en el
ánfora, les convenció con sus mentiras para que no cometieran un suicidio
general”.
La conexión entre este mito y la
concepción que parte de nuestras sociedades tiene de la mujer es bastante clara
pues la seductora belleza de la mujer viene asociada a su condición de tonta,
malvada y perezosa. ¿O acaso los discursos del ciudadano medio e incluso de
muchas mujeres no van en esa línea? Nótese en este sentido, lo que muchas veces
se repite, en tono de burla, respecto a la relación entre ser rubia (es decir,
“la linda”) y ser estúpida; o cómo la mujer que se queda en casa criando a sus
hijos y se ocupa del ámbito de lo privado es vista como la perezosa que no
trabaja y que tiene el tiempo suficiente para urdir todo tipo estrategias que
buscan simplemente “incomodar” a los varones (que en lugar de la palabra
“incomodar” utilizan una expresión bastante más soez vinculada a sucesivas
fracturas testiculares). A esta lista se puede agregar la mujer que de tan
tonta, perezosa y malvada, no puede controlarse al entrar al shopping con la
tarjeta de crédito que, por supuesto, no pertenece a ella sino al marido que es
el que, según la publicidad, claro está, trae el dinero a casa.
Y como si esto no alcanzara, el
mito advierte que ha sido la mujer la que ha introducido en la humanidad todos
aquellos males que le aquejan de lo cual se sigue una culpa original que la
sociedad y, en especial, los varones le hacen llevar. De hecho, los femicidas
suelen, en general, cargar la culpa sobre las mujeres, esto es, sobre las
víctimas, en medio de sorprendentes y cosificadores delirios de posesión que
atraviesan ubicuamente nuestras relaciones sociales.