sábado, 30 de agosto de 2014

Posperiodistas (publicado el 27/8/14 en Veintitrés)

Ya sabemos que las redes sociales han modificado el modo en que se hace periodismo en la Argentina y en el mundo. Lo más visible en este escenario es que la línea entre el periodista profesional y el periodista amateur cada vez se desdibuja más. La razón es bastante atendible: hay quienes desde las redes actúan sistemáticamente y con idoneidad sin ser parte de ninguna megaestructura de medios y hay profesionales muy poco rigurosos en cuanto al manejo de las fuentes y al modo en que comunican.
Asimismo, los protagonistas ya no necesitan del periodista para comunicar pues lo pueden hacer solos a través de una red social en la que tienen miles o millones de seguidores. De este modo comunican lo que quieren, en el momento que quieren y cómo quieren. 
Así es que ante el cierto riesgo de perecer en manos de las innovaciones tecnológicas, los medios tradicionales tuvieron que adecuarse a los nuevos formatos, acelerarse y dinamizarse porque hoy el negocio está en la velocidad con la que circulan los signos. En el caso de los medios gráficos, la adecuación a los nuevos formatos permite una mayor llegada pero tiene como costo el sacrificar el tiempo de la reflexión, de las notas y de las investigaciones extensas que necesitaban un tiempo de concentración y lectura. Los diarios, más que algunas revistas, se diseñan para consumidores que cada vez desean leer menos para estar informados y a la misma lógica responden los consumidores de zócalos en TV y de los resúmenes informativos que las radios repiten cada media hora. En sociedades donde el analfabetismo está erradicado, los medios se dirigen cada vez más a “hipolectores”.
A su vez, el avance de una economización de la cantidad de palabras se complementa con el abuso del recorte fotográfico bajo la presunción de que las imágenes son incontrovertibles y no están sujetas a interpretación. Se trata de solucionarle las cosas al hipolector y de hacerle creer que la realidad está sintetizada en el espectáculo de esa imagen.
Por razones etarias, hoy en día conviven los periodistas más jóvenes criados en y con la web, con aquellos periodistas más clásicos que reivindican algunos de los aspectos positivos del oficio en la era analógica. Si bien muchos de los periodistas que peinan canas se han aggiornado y en algunos casos son activos usuarios de redes, es natural que las nuevas camadas desplacen en poco tiempo a aquellos. Será la era de los postperiodistas.
Pero a no confundirse, el postperiodismo no es simplemente un recambio generacional con algunos relicarios. No se trata simplemente de saber mandar un twitt o tener una página de Facebook. El postperiodismo trae consigo toda una cosmovisión que en buena parte replica los presupuestos del periodismo hegemónico tradicional pero los acomoda a los tiempos que corren. 
Y dado que los principios de este postperiodismo ya se están instalando en la opinión pública quisiera problematizar algunos.       
Entre ellos, quizás uno de los más preocupantes, es el que considera que lo que sucede en las redes es representativo de la realidad. Es decir, se supone que la opinión de los usuarios a través de ese medio es un termómetro social, un ágora permanente que gracias a la virtualidad habría resuelto el problema físico de reunir a todos los ciudadanos en una asamblea constante. Nada se dice de quiénes son los que pueden ingresar a esas redes, qué edades, qué perfiles, qué clases sociales, cuántos son verdaderamente activos, qué se consume y cómo se accede. De este modo, los postperiodistas reemplazaron el ejercicio de elevar a norma general la particularidad de un “en la calle dicen que” por el “las redes dicen que”.
Más allá de que siempre se sospechó de los hábitos callejeros de los que reciben tantos mensajes de “la gente en la calle”, que sean las redes sociales las representativas de la opinión pública les hace creer a estos periodistas que se puede conocer lo que sucede en el mundo desde el living de la casa y a través de su computadora. No estoy diciendo que solo la experiencia mano a mano sea insumo para el conocimiento. No, no lo creo. Si lo creyese no me dedicaría a la filosofía pues de ella aprendí que se puede conocer sin experimentar. Lo que estoy diciendo, simplemente, es que la realidad, aquello de lo cual se ocupa el periodista, no puede conocerse a través de la computadora.          
Pero, claro está, estos postperiodistas son, también, claro síntoma de un tipo de sociedad para la cual el espacio público es hostil y es pensando como aquel ámbito donde estamos expuestos a la inseguridad; sociedad que teme el contacto con el otro y extrema la profilaxis cada vez que lo hace pues el otro es siempre un peligro en potencia al que siempre es mejor mantenerlo físicamente lejos. Es exactamente la misma sociedad que paralelamente a que se aferra a la seguridad de su propiedad privada y mientras achica el ámbito de las relaciones interpersonales cara a cara, multiplica amistades virtuales que, a su vez, reproducen en las redes la agenda que los medios tradicionales han establecido desde la mañana temprano gracias a la tapa de los diarios. Y allí se cierra el círculo: el periodista que cree que encuentra la realidad en una red no hace más que reproducir la agenda de los medios tradicionales que la red amplifica. Lo mismo que sucedió siempre, claro está, pero con un agravante: el periodista y los usuarios se creen parte de la comunidad de la información porque interactúan, suben un video, le mandan un mensaje directo a su ídolo y opinan en cuanto foro exista. Reciben aprobaciones y desaprobaciones mientras los medios tradicionales lo invitan a hacer “periodismo ciudadano”, es decir, acercarle al medio datos o imágenes sin que éste deba enviar móviles o corresponsales. Todo, claro está, de manera gratuita y con una enorme curiosidad: antes la audiencia se consideraba pasiva ante la imposición de agenda. Ahora le siguen imponiendo la agenda pero, insólitamente, se cree que disputa el espacio, es libre y tiene espíritu crítico. Mientras tanto, los argentinos más seguidos en Twitter son actores, actrices, vedettes, cantantes y jugadores de fútbol. Es decir, hombres y mujeres que constantemente aparecen en medios tradicionales. Asimismo, lo más nombrado del momento suele ser lo que está pasando en la tele o una noticia que ha ganado los principales espacios en las ediciones on line de los diarios.        

Así es el mundo del postperiodismo: rápido, cómodo y fácilmente inteligible. Sin embargo, si usted llegó hasta el final de la nota quiere decir que ha podido concentrarse y leer dos carillas. Quizás no todo esté perdido todavía. 

viernes, 29 de agosto de 2014

El traslado de la Capital en debate (publicado el 26/8/14 en Diario Registrado)

Días atrás, en Santiago del Estero, la presidenta apoyó públicamente el proyecto que viene impulsando el presidente de la Cámara de Diputados de la Nación, Julián Domínguez, para trasladar la Capital hacia el Norte Grande de la Argentina.
A lo largo de la historia ha habido, aunque generalmente se los invisibilice, muchísimos intentos de llevar la Capital a otros sitios de nuestro país y buena parte de los conflictos internos de la patria tuvieron que ver con la decisión de haber designado a Buenos Aires como Capital de la Argentina. Por mencionar solo los ejemplos del lustro que va de 1866 a 1871, existieron propuestas de transformar en Capital a Bell Ville (rechazado por la cámara de Senadores), Rosario (aprobado en varias ocasiones pero vetado primero por Mitre y luego por Sarmiento) y Villa María (aprobado pero vetado por Sarmiento). Lo cierto es que tras las enormes disputas, la federalización de Buenos Aires en 1880 sirvió a un modelo de país agroexportador que, aun independiente, reproducía la matriz colonial que había hecho que ya en 1776 se declarara a Buenos Aires Capital del virreinato del Río de la Plata. En otras palabras, aun habiendo pasado varias décadas de la independencia, Argentina seguía mirando hacia afuera y concentraba sus riquezas en las manos de la oligarquía porteña en detrimento del interior. En años posteriores, el traslado de la Capital rondó por la mente de representantes del pueblo e intelectuales y algunos de estos proyectos avanzaron más que otros aunque el que la gran mayoría recuerda es el último, aquel impulsado por Alfonsín, que suponía trasladar la Capital a Viedma y Carmen de Patagones. Quizás por ser el más cercano y quizás por haber quedado frustrado es que se intenta equiparar la propuesta de Domínguez con aquella, pero las diferencias son enormes. 
Pues este proyecto intenta romper con la lógica de una Argentina que se presenta como una usina de materias primas que mira hacia los grandes centros del mundo occidental a través del Atlántico. En este sentido, llevar la Capital hacia el Norte del país a un lugar que podría ser Santiago del Estero o eventualmente crearse desde cero y a partir de la cesión de territorios de varias provincias, tendría varias aristas. En lo económico, generaría un enorme polo que impulsaría las economías de un territorio enormemente vasto pero tradicionalmente postergado en el que viven más de 10.000.000 de argentinos; asimismo, permitiría el crecimiento exponencial de una zona cercana al corredor bioceánico que permitirá cumplir aquel sueño de Perón de vincularnos con Chile y con Brasil logrando una salida, sin restricciones, de la producción de los 3 países por ambos océanos. Por último, aceleraría el proceso de incluir entre 3 y 4 millones de hectáreas para la producción que toda aquella zona prevé sumar para el año 2020 y generaría oportunidades para atraer inversiones privadas que demandarán obras de infraestructura con enorme influencia en la vida concreta de los hombres y mujeres de aquella región. En lo que respecta a lo geopolítico, una Capital en el Norte de nuestro país nos acercaría a las Capitales de nuestros socios del Mercosur y estando mucho más cerca del Pacífico daría la pauta de una nueva época y una nueva comprensión del orden mundial en el que, sin dejar de lado los vínculos con Europa y el norte de América, comenzamos a vincularnos y a sentirnos parte de un escenario en el que cada vez cobran mayor protagonismo las economías emergentes y paradigmas de Estado y construcción política distintos a los que fueron referencia a lo largo de nuestros 200 años de historia. Para finalizar, en el terreno de lo simbólico, el norte argentino (y Santiago del Estero, si fuese el caso, en tanto “madre de las ciudades”), puede oficiar de síntesis cultural y étnica en el que aquella cultura europea convive con las también vigentes tradiciones autóctonas cuyo vínculo con las culturas ancestrales existentes a lo largo de buena parte de Latinoamérica es evidente. Asimismo, la decisión de una Capital “en el interior profundo” del territorio tiene como antecedente inmediato la decisión de Brasil cuando “abandonó” el Atlántico para avanzar hacia adentro. Aquella ciudad, construida desde cero, y en medio de un desierto, fue transformándose en referencia en un proceso que naturalmente no fue inmediato a pesar de que la “inauguración” de la ciudad se hizo en apenas 4 años.
No casualmente pensadores del movimiento nacional y popular como Arturo Jauretche, observaron con entusiasmo el proceso de Brasilia e identificaron allí la diferencia entre un país que buscaba paliar de algún modo las enormes desigualdades territoriales y un país como el nuestro liderado por una concepción de patria chica, es decir, una patria al servicio de los intereses facciosos de una minoría. Hernández Arregui y Scalabrini Ortiz, entre otros, también denunciaron las implicancias de una Buenos Aires como Capital, una ciudad en la que se concentra la vida económica, cultural y política del país con una consecuencia ostensible: un desequilibrio absoluto, un país con macrocefalia que hace que entre la ciudad y el conurbano vivan en condiciones de hacinamiento 11.000.000 de personas.
Para terminar, algo interesante del proyecto de Domínguez es que no considera que el traslado de la Capital alcance en sí mismo para dar cuenta de las problemáticas aquí mencionadas. Más bien, el traslado es solo la nave insignia de un plan de reordenamiento territorial que atraviesa todo el país y que busca potenciar decenas de ciudades para que se transformen en polos capaces de garantizar la autorrealización de los habitantes. Esto es, que para poder trabajar, estudiar o vivir dignamente no haya que someterse al desarraigo y a las condiciones que impone vivir en alguno de los grandes centros urbanos.
Evidentemente, una propuesta como ésta, enmarcada en una concepción de país alternativa y que busca pensar la Argentina de las próximas décadas, tendrá sus aciertos y sus dificultades. Asimismo se trata de ese tipo de proyectos que los defensores del statu quo rechazan de plano bajo el latiguillo de enfocarse en lo urgente, como si la desigualdad y los focos de pobreza todavía existentes, o la concentración de la economía en pocas manos generando inflación y la inseguridad propia de los grandes centros urbanos, no fuesen asuntos que deban enfrentarse con un cambio estructural que solo podremos hacer si pensamos a la Argentina desde una perspectiva diferente.        
  


domingo, 24 de agosto de 2014

Pasteurización y una fuerza opositora que sobra (publicado el 21/8/14 en Veintitrés)


La semana anterior Elisa Carrió abandonó el escenario cuando “Pino” Solanas pronunciaba un discurso. La actual diputada se retiró, sintomáticamente, en el momento en el que el ex cineasta indicaba que FAUNEN no tiene lugar para la derecha moderna. En los días posteriores llegaron chicanas de ambos referentes y un intento de mostrar que éstas son cosas que suceden hasta en las mejores alianzas. Desde mi punto de vista, las razones de Carrió son más que aceptables y su diagnóstico fue impecable cuando en una entrevista posterior explicaba que era absurdo que Solanas maltrate a los votantes de la derecha moderna que le permitieron llegar a senador nacional. Tiene toda la razón. También tiene razón cuando llama a una alianza con Macri pues, en los últimos años, ¿ha habido diferencias sustanciales entre el proyecto de país de Carrió, el ala derecha del radicalismo, el socialismo antisocialista de Binner y el ideario del PRO? No. Salvo honrosas excepciones han repetido un mantra oposicionista, una agenda impuesta por corporaciones económicas y un sentido común antiperonista que retorna como farsa y caricatura de sí mismo. Todas las grandes figuras de estos espacios le deben su permanencia a la telepolítica y al micrófono amigo, y sus disputas son por cargos, no por modelos. Le rezan a la mano invisible del diálogo y la negociación, como si en una mesa en la que están en juego intereses operaran reglas naturales de equilibrio.          
La presencia de Solanas allí es testimonial, aporta a la vocinglería con la verborragia del adulto mayor indignado y, en la telepolítica, mide mucho un señor que grite. Lo saben los periodistas. Pero ni Solanas ni Carrió tienen representatividad popular. Suben y bajan de una elección a otra con el mismo capricho con que la gente cambia de canal porque se cansa de un programa. Ninguno quiere gobernar porque la lógica de la denuncia se hace desde el escándalo mediático y los tribunales. Sus performances son espectaculares. No políticas. Son actores. Están representando un papel. Carrió, en sus raptos de lucidez cínica lo reconoce. Solanas no. Son dos megalomanías distintas que por momentos se complementan y por momentos chocan.
También son constructores de audiencias y, al mismo tiempo, destructores de toda organización política porque defienden la pureza y la pureza extrema siempre termina en el átomo, es decir, en ellos mismos. Pues la pureza se autolegitima encontrando impurezas en todo lo que lo rodea y por ello son incapaces de cualquier forma de proyecto colectivo. Para las corporaciones económicas son atractivos en cuanto al negocio televisivo y en cuanto al rol que cumplen con su retórica anti política pero políticamente funcionan como un Rey Midas inverso. Con todo, insisto, Solanas no entiende su lugar y frente a sus compañeros de espacio, representantes de la derecha moderna, afirma que no hay lugar para la derecha moderna. Carrió sí entiende su lugar y tiene una misión. Porque sabe que hay solo un escenario en el que el kirchnerismo puede ganar en 2015 y hay que impedirlo. Se trata de la situación en la que encuentre a 3 candidatos opositores equilibrados en lo que respecta a la cantidad de votos. Imagine usted unas PASO en las que Massa, Macri y FAUNEN obtengan entre 18 y 25% cada uno. ¿No se expondrían a que un candidato oficialista ungido por CFK, y partiendo del 30% histórico que vota a cualquier candidato K, se encuentre demasiado cerca de llegar al 40% que le podría permitir ganar en primera vuelta?
Es por eso que las grandes corporaciones económicas apuntan a controlar el escenario electoral de varias maneras. Por un lado buscando convencer al kirchnerismo de que su propuesta más competitiva provendrá de su ala moderada y no confrontativa, aquella pata del oficialismo que se faranduliza y que defiende una desideologizada pulcritud de buen gestionador. Si los referentes del oficialismo aceptaran tal diagnóstico caerían en una trampa. Porque el kirchnerismo light es más light que kirchnerista y de kirchnerista le van a quedar solo una parte de los votantes. Así, en el hipotético caso en que llegara al poder, demostrará su carácter amorfo lo cual llevará al sistema político a una enorme crisis de representatividad tal como sucediera a principios de este siglo.       
Asimismo, por otro lado, al tiempo de forzar que el candidato oficialista sea “bajas calorías”, las grandes corporaciones necesitarán que uno de los 3 polos opositores dé el brazo a torcer y se subsuma. Así, probablemente, lo que vendrá en los próximos meses son intentos de hacer que Massa renuncie a su candidatura presidencial y se conforme con la gobernación de Buenos Aires, cargo para el cual, por cierto, la oposición no tiene ningún candidato en condiciones de ganar. Los vínculos entre dirigentes de Macri y Massa abundan y el único problema es que los dos quieren ser presidentes. Sin embargo, el segundo puede esperar. El primero no.
Pero como este escenario aún no se concreta, se busca la alternativa de un FAUNEN en el que el apoyo a un Macri presidente le permitiría al ala derecha del radicalismo seguir al frente del partido, hacerse de algunas gobernaciones y aumentar su fuerza territorial. Resignarían poner el presidente pero, al fin de cuentas, hoy por hoy, no hay ningún candidato del espacio que mida lo que mide el ex presidente de Boca.
Que sean solo dos las fuerzas opositoras garantizará que al menos una de ellas obtenga una base del 30% en las PASO y la que más asome la cabeza se llevaría todo el “voto útil” anti k en la primera vuelta o, en su defecto, en la segunda.
Con todo, hay un pequeño detalle: los candidatos del kirchnerismo probablemente pierdan contra cualquier candidato opositor en la segunda vuelta, salvo con uno: Macri. Efectivamente, no resulta tan claro que, en un escenario de segunda vuelta, al momento de elegir entre el actual Jefe de Gobierno de la ciudad y un candidato kirchnerista, los sectores progresistas y peronistas no oficialistas se vuelquen masivamente hacia Macri. Eso podría ocurrir en la ciudad de Buenos Aires pero el país es más grande que su Capital. De modo que, finalmente, no sería del todo desagradable para el kirchnerismo acabar jugando un mano a mano con Macri.

El escenario está completamente abierto y dependerá, como suele ocurrir en la última década, de la decisión de quien lidera el kirchnerismo. Los grandes corporaciones que abogan por un kirchnerismo pasteurizado desean una CFK que “deje jugar” para que a las PASO lleguen muchos candidatos del oficialismo, lo cual, claro está, favorecería al candidato ya posicionado y dividiría el voto. Los que más la conocen, sin embargo, afirman que, siendo tanto lo que está en juego, el núcleo duro del kirchnerismo tendrá su candidato. Si esto se dará con un apoyo explícito o implícito es algo que, verdaderamente, al día de hoy, no sé.

domingo, 17 de agosto de 2014

La pachamama y su desafío (publicado el 14/8/14 en Veintitrés)

Los festejos por el mes de la pachamama en Bolivia y la región andina se han transformado en una excelente ocasión para recordar cómo, en el último lustro, las reivindicaciones de las culturas indígenas en Latinoamérica pudieron canalizarse jurídicamente gracias a las reformas constitucionales en Ecuador y Bolivia.
Si bien por razones de espacio solo me ocuparé de lo ocurrido en el país gobernado por Evo Morales, cabe indicar que estas constituciones forman parte de una nueva ola de constitucionalismo social y tienen en común un conjunto de particularidades que las distingue de aquellas reformas realizadas especialmente en la década del 30 y el 40, y que en nuestro país dieron lugar a la “constitución peronista” de 1949.
El punto clave del cual se derivan interesantísimas consecuencias es el haber definido al Estado como “plurinacional”, porque ello implica dar un golpe enorme a los cimientos de las construcciones estatales tal como las hemos conocido hasta ahora. La razón es sencilla: los Estados modernos se constituyeron bajo la idea de que a cada Estado le correspondía una nación, esto es, un grupo humano con tradiciones, valores, historia, lenguaje e identidad común. Sin embargo, bien sabemos, la historia de las divisiones políticas del mundo no son la consecuencia de acuerdos y consensos y, en el caso particular de la región latinoamericana, la lógica de los Estados occidentales pasó por alto la preexistencia de las naciones que habitaban el territorio. El caso boliviano es paradigmático en ese sentido pues una minoría blanca de clase alta extranjerizante y occidentalizada estuvo al frente del país hasta que, por fin, un sindicalista cocalero y aymará llegó a la presidencia.
En el ámbito académico, el reconocimiento de la plurinacionalidad puede comprenderse como la consecuencia normativa más firme de todo el debate que se viene desarrollando desde la década del 80 acerca del multiculturalismo. Y fueron justamente las principales voces intervinientes en este debate las que tuvieron la claridad conceptual para distinguir entre Estados y naciones y exponer que puede existir un Estado que albergue muchas naciones o una nación que no posea Estado. En este sentido, la Constitución boliviana sancionada en 2009 reconoce la existencia de 36 naciones bajo un único Estado.
Ahora bien, el carácter plurinacional del Estado no es una afirmación meramente simbólica pues, en principio, el reconocer la existencia de naciones conlleva la obligación de otorgar el derecho al autogobierno. Cómo hace un Estado para reconocer el autogobierno (por ejemplo de 36 nacionalidades) sin desmembrarse, es uno de los primeros interrogantes que se le planteaba a los principales teóricos de los Estados modernos. Y por cierto, razón no les faltaba. Sin embargo, los Estados han utilizado diversos mecanismos para conciliar las particularidades locales y regionales con la unidad bajo un único Estado. En este sentido, las diversas formas de federalismo son un claro ejemplo.
Volviendo a Bolivia, el autogobierno de las naciones que forman parte del Estado plurinacional implica, por lo pronto, el otorgamiento de las autonomías territoriales, espacios físicos donde es la propia comunidad nacional, con sus instituciones, la que gobierna. De aquí se sigue un nuevo problema que es el vinculado al pluralismo jurídico pues si antes se aclaraba que la visión moderna hacía coincidir una nación con un Estado, no es menos cierto que la clave de la centralidad y la unidad está dada por el hecho de la existencia de un único sistema jurídico. En diversas partes del mundo y en Bolivia, por supuesto, las comunidades indígenas denunciaron que los sistemas jurídicos occidentales se basaban en principios muchas veces incompatibles con las cosmovisiones de la comunidad, especialmente en lo que respecta a la base individualista que impregna las normativas impuestas desde la colonización. A su vez, y también con buen tino, desde las culturas mayoritarias y occidentales se denunció que las comunidades indígenas realizan prácticas y costumbres contrarias al respeto por los derechos humanos especialmente en lo que refiere a la forma en que se trata y considera a las mujeres, los niños y a aquellos que cometen delitos.
Pero el reconocimiento de la pluralidad de naciones también tiene consecuencias en la definición de la idea de democracia y en uno de los problemas más señalados en las modernas democracias representativas: la falta de participación popular. En este punto, como en los anteriores, sería falso afirmar que la nueva Constitución borra definitivamente los principios que cimientan el Estado de tradición occidental. Más bien, lo que lo hace más interesante y complejo a la vez, es que en el texto normativo conviven elementos de ambas tradiciones para dar lugar a lo que algunos denominan “democracia intercultural”. En este sentido, el artículo 11 de la constitución reconoce 3 formas de democracia: la representativa, la participativa y la comunitaria.
Claro que el énfasis en la pluralidad no podría dejar de lado el modelo económico con el que se compromete el texto constitucional pues, como sabemos desde Sistema económico y rentístico de la Confederación argentina de Alberdi, detrás de cada Constitución existe todo un modelo de política económica. Aquí, otra vez, la Constitución boliviana no niega directamente el capitalismo ni la inversión privada pero incluye otro tipo de organizaciones económicas como la estatal, la cooperativa y la comunitaria que, según el artículo 308, “comprende los sistemas de producción y reproducción de la vida social, fundados en los principios y visión propios de las naciones y pueblos indígenas originarios y campesinos”. Asimismo, se precisa que el Estado puede y debe intervenir en la economía y en el mercado además de ser el encargado de promover este tipo de organizaciones económicas “alternativas” y proteger los recursos naturales.
Para finalizar, un aspecto a destacar es que la plurinacionalidad también implica una transformación en lo que respecta a los titulares de derechos pues, con la nueva normativa, a los derechos individuales de la tradición liberal, se le agregan los derechos colectivos y la idea de pueblos y naciones como sujetos de derecho. Y en este punto me quiero detener pues también aparece un elemento que para aquellos formados en la mirada eurocéntrica no deja de sorprender. Me refiero a la protección de la pachamama. Tal idea se basa en la cosmovisión indígena cuya identidad se encuentra estrechamente vinculada a la de una naturaleza que no es vista como objeto pasivo a ser explotado sino como entidad constitutiva del desarrollo pleno de la comunidad.
Hay una discusión técnica acerca de si en la Constitución boliviana la defensa de la pachamama se hace entendiendo que es ella misma la titular de derechos (como sí aparece en la Constitución ecuatoriana) o si la obligación de protegerla se sigue de los derechos de los hombres y mujeres a poseer un medioambiente habitable. Si bien de la letra de la Constitución se colegiría esta última interpretación, en su libro La pachamama y el humano, Eugenio Zaffaroni indica que el hecho de que la Constitución habilite a cualquier persona a denunciar a quien atentase contra la madre tierra es una forma implícita de otorgarle una personería a la naturaleza. Proteger y respetar la naturaleza es una de las principales máximas de la ética indígena del sumak kawsay, esto es, del “buen vivir” que, a diferencia de la doctrina del bien común presente en el constitucionalismo social clásico, incluye a todo lo viviente entendiendo que la realización plena de lo humano no puede darse sin tomar en cuenta la suerte de los otros organismos vivos y de la propia naturaleza.
Abrir el camino a nuevos titulares de derechos implica transitar por caminos sinuosos pero ha sido la consecuencia de cierta impotencia del paradigma liberal de los derechos individuales para dar cuenta de las reivindicaciones de culturas no occidentales. Sin embargo la protección de la pachamama aparece ya en los textos normativos como uno de los principales aportes de esta nueva ola de constitucionalismo social latinoamericano. Todas las preguntas que se siguen de aquí suponen, sin dudas, un enorme desafío.    


Todo visto. Nada pensado (publicado el 7/8/14 en Veintitrés)

Días atrás falleció Harun Farocki y quienes siguen esta columna quizás recuerden que a partir de una muestra en Fundación PROA, en febrero de 2013, habíamos mencionado las video-instalaciones de este cineasta nacido en territorio alemán. Sin embargo, su nombre ya me rondaba en las últimas semanas pues, naturalmente, cada vez que uno busca realizar alguna reflexión sobre las imágenes, Farocki aparece como un artista ineludible, máxime en una época en la que asistimos a una proliferación indiscriminada de fotografías y videos vinculados a distintos conflictos entre los que cabe resaltar lo que fue denunciado como un intento de golpe de Estado en Venezuela y la actual situación en Gaza. Y como probablemente sucederá con aquellos episodios en los que intervengan intereses occidentales, el intento por incidir en la opinión pública estará atravesado no solo por los medios tradicionales sino, cada vez más, por el mundo de las redes sociales, mundo que pocas veces plantea agendas alternativas pero que, sin dudas, se maneja por carriles y lógicas diferentes.
En aquella oportunidad mencioné varias obras de Farocki pero las vinculadas a la temática que aquí interesa desarrollar habían sido las siguientes. Por un lado estaba Ojo/Máquina, video instalación en la que en un video de quince minutos y a pantalla partida, el artista muestra una serie de imágenes de misiles teledirigidos que son utilizadas por las fábricas de armas como estrategia de marketing; también se encontraba Juegos Serios III: Inmersión, referido a un tipo de terapia basada en animaciones y realidad virtual dirigida a soldados con trastorno de estrés postraumático tras la invasión estadounidense a Irak. Estos videos marcaban una cierta obsesión de Farocki por la temática, algo que ya había comenzado a desarrollar en El Fuego inextinguible, de 1969, una cinta con una extensión de apenas veintiún minutos que denuncia tanto la relación existente entre el gobierno estadounidense y la industria química para la producción de Napalm, como el modo en que la lógica de la producción del armamento hace que todos aquellos que colaboran con su elaboración (científicos, técnicos, operarios) mantengan, con el producto, una relación de ajenidad que los separa de cualquier tipo de interrogación moral acerca de su quehacer. Por último, en aquella columna también había recordado que Farocki se había interesado en el vínculo entre los medios de comunicación, las imágenes y los regímenes totalitarios. De aquí que en 1992 realizara Videogramas de una revolución, un video que recopila registros audiovisuales en el marco del derrocamiento de Ceaucescu en Rumania. Allí Farocki realiza un contrapunto, o un complemento, según cómo se interprete, entre los videos oficiales de un discurso del dictador vitoreado en la plaza mientras se escuchan disparos y el griterío de una multitud sin que la cámara se ocupe de mostrar los disturbios, y las imágenes amateurs de ciudadanos rumanos que grababan el modo en que ellos vivían la revolución a través del noticiero en el contexto en que una de las acciones más importantes de los rebeldes había sido ocupar durante cinco días la Televisión Pública.
Farocki fue un realizador que nos advirtió que las imágenes no necesariamente son un canal de transmisión de verdad. En esa línea bien podría caminar junto a Jean Baudrillard quien en su célebre La guerra del golfo no ha tenido lugar, reflejaba el modo en que en las guerras actuales (especialmente aquellas en las que interviene directamente Estados Unidos), no aparecen imágenes de muertos, ni sangre, ni territorios devastados. Todo lo que sabemos de las guerras de fines del siglo XX y principios del siglo XXI nos es relatado desde la mirada parcial del cronista de agencia internacional que nos deja ver allá a lo lejos una lucecitas que van y vienen y que podrían ser bombas o fuegos artificiales. Los muertos “no están”, “no se ven”. Son solo un ejercicio de contaduría en medio de un espectáculo.
Ahora bien, al principio les manifestaba que la irrupción de redes sociales aporta una lógica propia que puede ser interpretada como una vía para vulnerar la censura que imponen los involucrados en los conflictos pero existe también “la otra cara” de esta lógica y es sobre este punto que me interesaría reflexionar.
Recuerde el último conflicto en Venezuela a principio de este mismo año: protestas opositoras en las calles de algunas ciudades importantes, enfrentamientos con partidarios chavistas y una denuncia de intento de golpe de Estado por parte del gobierno. En ese contexto, en un artículo llamado “Twitter y Venezuela, la orgía desinformativa” publicado en www.eldiario.es, el periodista español Pascual Serrano se ocupó de denunciar el modo en que a través de las redes se utilizaron fotos de maltratos, represión y asesinatos en Chile, Siria, Egipto y Honduras, para sensibilizar a la opinión pública haciéndolas pasar por imágenes del conflicto en Venezuela. Así, por ejemplo, la imagen de una estudiante chilena llevada por carabineros en 2012 es presentada como el accionar violento de la policía chavista; una decena de hombres masacrados en Siria recientemente son retratados como estudiantes muertos en Maracay; una foto con bebés en cajas dentro de un hospital de Honduras fue compartida como imagen de un hospital de Venezuela y, lo más increíble, la imagen de una película porno gay en la que un muchacho realiza una felatio a un grupo de hombres vestidos de policía, recorrió el mundo como “aquello que la policía venezolana le hace a los estudiantes que protestan contra el régimen”.

En el caso del actual conflicto en Gaza, circulan decenas de imágenes a través de los canales alternativos a los medios tradicionales. Por razones de espacio mencionaré las dos más impactantes: el primer plano de un nene de unos cinco años, aparentemente, palestino, literalmente partido al medio por una bomba; y un video de lo que sería, una vez más, aparentemente, un terrorista de Hamas, celebrando y mostrando a la cámara la cabeza de dos occidentales que acababa de decapitar. Hecha esta descripción creo que poco interesa si estas imágenes son o no falsas. En todo caso, lo que interesa, es hacer énfasis en un fenómeno que parece contrariar lo mencionado en un principio a partir de la mirada de Farocki y Baudrillard. Pues, en un sentido, aquí no hay video juego ni animación; tampoco hay ocultamiento de los muertos y de la tragedia diaria que se vive en los conflictos. Más bien todo lo contrario: la imagen más cruda circula libremente. La pregunta que cabe hacer es si esta proliferación de imágenes (incluso si éstas fueran reales, algo que, en la mayoría de los casos no es así) ayuda a comprender mejor los conflictos, a obtener elementos informativos que nos permitan a los ciudadanos tener fundamentos para poder formar una opinión. Y creo que la respuesta debe ser negativa. Con esto no estoy diciendo que esas imágenes no deben circular. Estoy diciendo que esas imágenes no funcionan como insumos para reflexiones posteriores sino todo lo contrario: buscan un efecto inmediato que cancela cualquier tipo de elaboración sensata. ¿Qué puedo pensar después de ver un cuerpo descuartizado de un nene de cinco años o un energúmeno con dos cabezas humanas en la mano? Se trata de una imagen que desinforma, que transita el sendero de la economía del lenguaje; una imagen que busca que se suspenda toda palabra, que se reflexione menos en un mundo que es demasiado complejo como para darnos el lujo de dejar de hablar y de reflexionar; una imagen que nos permite distinguir rápidamente buenos y malos en los 140 caracteres (unas 20 palabras) que la red social Twitter otorga; una imagen que nos convence de que ya lo hemos visto todo (cuando todavía no hemos reflexionado nada).       

viernes, 1 de agosto de 2014

Adelanto de Quinto poder, el nuevo libro de Dante Palma (publicado en Revista 23 el 31/7/14)

No hay quinto poder sin Estado y sin decisión política. Esa es la hipótesis que atraviesa este libro y que me gustaría desarrollar. Pero para ello quisiera, en primer lugar, aclarar a qué me refiero cuando hablo de quinto poder y por qué esta categoría comenzó a surgir con fuerza en Argentina a partir de la discusión que se dio allá por 2009 cuando se impulsara la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. La idea de “quinto poder” pertenece a Ignacio Ramonet y es una noción que viene desarrollando desde hace varios años pero que encuentra su última actualización en el libro La explosión del periodismo, publicado en 2011.
Hablar de la necesidad de la instauración de un quinto poder en el marco de  sociedades democráticas y republicanas, implica, sin dudas, una rearticulación crítica o el señalamiento de una falta en los 4 poderes existentes. Por ello es que habrá que revisar cómo se conjugan los 3 poderes republicanos clásicos (el ejecutivo, el legislativo y el judicial) con el denominado cuarto poder, esto es, el poder de la prensa.
En este sentido, si nos referimos a los poderes representativos encontramos que la diferencia entre la teoría y la realidad es enorme porque bastaría una encuesta en casi cualquier parte del mundo para dejar bien en claro que una buena parte de la ciudadanía no se siente representada por la dirigencia política. Este fenómeno, que no es novedoso, y que tiene un sinfín de justificaciones razonables, es uno de los elementos que da cuenta del florecimiento de la prensa escrita allá por el siglo XIX y la consecuente aparición, como actor social y político relevante, de “la opinión pública”. Porque, recuérdelo siempre, sin prensa no hay opinión pública, y muchos, con buen tino, sospechan que la opinión pública se parece demasiado a la opinión de la prensa.
Si bien no me gusta caer en pasados ideales y orígenes románticos, a los fines expositivos podría decirse que, en sus comienzos, la prensa funcionó como un contrapoder frente a la autonomía de los gobernantes y representantes populares. De este modo el periodismo pasó a ser un intermediario necesario y constituyente de las repúblicas democráticas liberales en las que la libertad de expresión era uno de sus pilares fundamentales. Cuando hablo de intermediarios no me refiero, en este caso, a ser neutral y objetivos. De hecho, en sus orígenes, la prensa no buscaba estar en el medio sino claramente de un lado, representando los intereses de determinadas facciones. Podría decirse, entonces, que la prensa nació militante (y, yo agregaría, nunca dejó de serlo). Pero sí eran intermediarios en el sentido que amplificaban las reivindicaciones y peticiones de sectores de la sociedad civil y lograban ser el vehículo para que una creciente masa de nuevos lectores tomara conocimiento de las acciones de gobiernos que, en tanto republicanos, ya no tenían la legitimidad para adoptar decisiones secretas.
Pero graficar, como se hacía anteriormente, a los 3 poderes de la república por un lado y al cuarto como contrapoder representativo de los intereses de la ciudadanía es, como mínimo, una ingenuidad. Pues en los años 90, esos medios, hoy multimedios y megaempresas, fueron cómplices de los gobiernos que a través de las recetas del Consenso de Washington lograron una desregulación total del mercado de la comunicación que permitió la formación de enormes oligopolios comunicacionales. Esto puso a los 4 poderes de un solo lado y a la ciudadanía inerme del otro creyendo que los periodistas que admiraba se oponían al modelo neoliberal por el simple hecho de denunciar casos de corrupción. Pero no: la prensa tradicional fue cómplice de ese modelo lo cual derivó en ese maravilloso grafiti callejero que rezaba “Nos mean y la prensa dice que llueve”. Y es más, para ser más precisos, el cuarto poder ni siquiera se transformó en uno de 4 poderes sino en el principal en tanto capaz de imponerles condiciones a los representantes del pueblo.
En este contexto es que parece natural la necesidad del surgimiento de un contrapoder crítico de la prensa tradicional y representativo de los intereses del ciudadano de a pie. Eso es lo que Ramonet llama “quinto poder” y en la construcción de esta fuerza las nuevas tecnologías tienen un papel destacado. Pues, sin ir más lejos, más allá de cierto escepticismo que me distancia de Ramonet, es claro que hoy la prensa tradicional recibe los embates de cibernautas que, desde blogs o redes sociales a las cuales se puede acceder hasta desde un teléfono, son capaces de denunciar inmediatamente la noticia falsa o sesgada que en la era analógica gozaba de mayor impunidad.   
Reconstruido el marco, cabe decir que si bien es posible, en líneas generales, acordar con Ramonet sobre este fenómeno, es necesario detenerse en lo que ha ocurrido en la Argentina y en lo que empieza a vislumbrarse en otros países sudamericanos pues no casualmente los gobiernos populares de la región han decidido avanzar con leyes que apuntan, de una manera u otra, a veces mejor, a veces peor, a quebrar el cerco informativo que impone la prensa hegemónica. En Venezuela, después de la vergonzosa actuación de buena parte de la prensa opositora en la intentona de golpe de Estado contra Hugo Chávez y tan bien retratado en películas como La revolución no será transmitida (2003) o Puente Llaguno, claves de una Masacre (2004) , se impulsó la Ley de responsabilidad social en Radio y Televisión que entró en vigor en 2005; en Ecuador, en 2013, Rafael Correa logró la sanción de una Ley de Comunicación, y en Bolivia también se avanzó en una serie de normativas contra el lenguaje racista en los medios y a favor de recuperar una importante cantidad del espectro para medios comunitarios. 
La necesidad de este tipo de leyes se puede comprender tomando en cuenta el nivel de concentración de la propiedad de los medios en América Latina. En este sentido, como indica Martín Becerra, ya en 2004 y yendo de 0 a 1 (interpretando al 1 como situación monopólica), la prensa gráfica tenía una concentración de 0,67; la Radio 0,70; la Televisión 0,92, y la TV paga 0,79. Esto se explica por los grupos Clarín en Argentina, O Globo en Brasil, Caracol en Colombia, El Mercurio en Chile y Cisneros en Venezuela, entre otros.
 En este panorama y volviendo a la postura del ex director de Le Monde, quisiera decir que pareciera haber en ella una mirada demasiado optimista respecto a la posibilidad de las asociaciones de la sociedad civil y cierto recelo a las acciones impulsadas desde los gobiernos y los Estados. De hecho, esta propuesta de quinto poder que ya aparecía en aquellos inolvidables encuentros antiglobalización en Brasil, promovía la creación de un Observatorio de Medios como forma de controlar a la prensa tradicional, sin tomar en cuenta, por ejemplo, que sin la decisión política de avanzar en determinadas normativas desde el Estado, no alcanzaría con organizaciones de la sociedad civil pretendidamente independientes de los gobiernos. 
En el caso de la Argentina, la situación fue muy clara porque si bien es verdad que antes de la sanción de la Ley de Medios ya existían elaboraciones propias de la sociedad civil, como ser, los 21 puntos de la Coalición por una Radiodifusión Democrática, fueron dos de los poderes de la República (el poder ejecutivo, acompañado por el poder legislativo) los que le dieron visibilidad a una problemática que parecía mero asunto de periodistas y estudiantes de comunicación. ¿O alguien puede creer que un grupo de bloggeros intrépidos, junto a unos twitteros audaces, van a poder enfrentar el poder de fuego de La Nación, Clarín y Perfil y la amplificación de sus repetidoras audiovisuales?
Por ello hay que prestar atención especial al modo en que se intenta constituir quinto poder desde estas latitudes, pues lo que está sucediendo aquí difiere de esos nuevos movimientos sociales que florecieron, según nos cuentan los medios tradicionales, a través de la capacidad asociativa de Internet. En este sentido, si bien merecería más espacio, fenómenos como los de Occupy Wall Street en Estados Unidos o el 15M en España no reproducen lo que sucede en Latinoamérica. Más bien, se encuentran 10 o 15 años atrás en una situación similar a la ocurrida cuando en esta parte del continente se exigía “que se vayan todos” tras la crisis neoliberal con porcentajes inéditos de desocupación, recesión, violencia y en, países como Argentina, con incautación de los ahorros.
A partir del ejemplo de Latinoamérica se observa, entonces, que la viabilidad del quinto poder depende de la acción directa de los gobiernos y de los Estados, los únicos capaces de enfrentar a las grandes corporaciones económicas. Sin esa decisión política y sin una agenda que realce el valor de una disputa cultural difícilmente estaríamos asistiendo a un momento tan crítico del periodismo tradicional y al auge de nuevas formas y voces. Porque en buena parte de Latinoamérica, y en Argentina en particular, no tenemos, como sucede en la mayoría de los países del primer mundo, a los cuatros poderes del mismo lado frente a la sociedad civil. Mas bien, está la decisión del “primero” de los poderes (el poder ejecutivo), seguido de un enorme consenso que incluye fuerzas opositoras en el “segundo” (el poder legislativo) enfrentando a aquellos dos poderes que no solo tienen en común intereses económicos e ideológicos sino que también se caracterizan por ser aquellos poderes que no son elegidos a través del mecanismo de elecciones democráticas. Me refiero, claro está, al modo en que el cuarto poder, el de las corporaciones económico-mediáticas, ha logrado hallar en el “tercero” de los poderes (el poder judicial) el dique de contención para el avance de muchas de las medidas impulsadas por los representantes de la ciudadanía.
Para finalizar, entonces, la posibilidad de la existencia de un quinto poder ha dependido, y seguirá dependiendo, de la visibilidad y el empoderamiento impulsados por los poderes de la república cuyos cargos son ocupados por representantes elegidos a través del voto popular. Porque suponer que la revolución está a un click de distancia, o que la participación política territorial puede suplantarse por un “Me gusta” en la página de Facebook que abogue por una causa justa, es una de las tantas miradas miopes que impulsan los mismos medios tradicionales que, ante el riesgo de ver socavada su legitimidad frente a estas nuevas voces, han generado interacciones que han sometido a las redes sociales a la agenda del cuarto poder. En este sentido, el quinto poder no puede nacer por generación espontánea y, menos aún, puede estructurarse a partir de la pretendida independencia que pregona el pensamiento “oenegista” que surgió en la década de los noventa en el contexto de achicamiento del Estado. En otras palabras, el quinto poder logrará ser un efectivo contrapeso del poder hegemónico de los medios tradicionales siempre y cuando exista una decisión política de empoderarlo. Tal decisión, en el contexto de la Argentina actual y de Latinoamérica, se ha expresado en normativas ambiciosas que sientan las bases para una transformación cultural mucho más compleja que deberá implicar cambios en los hábitos de consumo y en las audiencias. De lo contrario, el quinto poder no será otra cosa que un eco degradado del cuarto, una gran fantasía de ágora virtual que penetrará en la instantaneidad de una sociedad hiperconectada que acabará creyéndose libre y soberana por el simple hecho de formar parte de una red social y poseer un control remoto en la mano.