En estas
últimas semanas estamos siendo testigos de una enorme cuña en los sueños de
Bolívar y San Martín, un fenómeno capaz de suspender y postergar los anhelos de
una patria grande. No son los fondos buitre ni el vehemente e insaciable
sistema financiero; tampoco es la derecha neoliberal que enarbolando la bandera
del eficientismo busca descentralizar y desempoderar a los Estados para
transformarlos en meros instrumentos administradores de aduanas. Ni siquiera es
el cipayismo vernáculo con sus ONG solventadas con dinero de la timba
financiera o la izquierdita cínica que ironiza cuando no es un gobierno sino el
futuro del pueblo argentino el que está en cuestión. Nada de eso. Se trata,
señoras y señores, ni más ni menos que del fútbol. Sí, el fútbol. ¿Qué otra
cosa podría ser? ¿O acaso alguien duda de que cuando empieza a rodar la pelota
se va al carajo el sueño latinoamericano y lo único que deseamos es el triunfo
propio y la caída del vecino rival?
Pues si bien
es verdad que los nuevos aires de gobiernos progresistas que sucedieron a la
década neoliberal han avanzado enormemente en una concientización del destino
común de los pueblos del sur, y que la aparición de institucionales
continentales con cada vez más peso fortifica esa cosmovisión, el fútbol abre
un paréntesis, suspende, por dos horas, todo.
No hay por qué
desesperarse ni hacer grandes y sesudas elaboraciones por esto. Menos que menos
echarle la culpa a la irracionalidad de la pasión futbolera ya que la rivalidad
con el vecino es constitutiva de la identidad nacional. Pues reconocer lo que
somos implica comprender aquello que no somos, comprender el límite, lo que
está afuera.
Es más, yendo
al terreno más micro, la identidad tiene niveles y el “nosotros” y el “ellos”
se va reconfigurando en cada una de esas instancias. Sin hacer psicoanálisis a
la carta, nuestro barrio se diferencia del barrio contiguo, como nuestra cuadra
se distingue de su paralela y como la casa que habitamos marca, por suerte, un
límite con las costumbres insoportables que tiene nuestro vecino. Claro que
nadie está diciendo que esas separaciones tengan que ser violentas o estén
esencialmente cargadas de un tono poco amistoso más allá de que, cuentan
nuestros terapeutas, el diferenciarse de ese primer “ellos” que son nuestros
padres suele tener una carga traumática inherente.
Pero si a esto
le sumamos la historia de los Estados nacionales notaremos que el problema se
agrava pues quien considere que las fronteras políticas y jurídicas son
representativas de identidades en común desconoce que la necesidad de
homogeneización, de darle unidad a aquello que no lo tenía, muchas veces
sacrificó las diferencias de manera violenta. Como verá, no estoy diciendo nada
novedoso sino contando la historia de los últimos siglos en el continente y en el
mundo. Es más, podríamos decir que buena parte de los innumerables conflictos
que subsisten en el planeta tienen que ver con aquellas identidades que por
razones ajenas forman parte de un Estado nacional que no las representa.
Preguntemos a nuestros rivales mundialistas, los bosnios, sobre su triste
historia reciente. O veamos cómo las diferencias tribales marcaron peleas
públicas dentro del equipo camerunés. Y se trata, simplemente, de dos pequeños
ejemplos pues cada Estado tiene sus particularidades.
Ahora bien,
tanto en el fútbol como en la vida cotidiana, los distintos estratos de la
identidad que nos van diferenciando de papá y mamá, de los compañeros de la
escuela, del vecino, del barrio de enfrente, de la provincia, del país
limítrofe, de la otra galaxia, tienen como dato insoslayable la cualidad de
aquello de lo que nos diferenciamos, y es según esto que podemos tejer
circunstanciales alianzas. Pasa a todo nivel: en el plano estatal Argentina y
Uruguay pueden tener un conflicto por una pastera pero cuando los que están en
frente son los fondos buitre, resulta claro que estamos del mismo lado; a nivel
local, algunos políticos de la oposición son recalcitrantemente
antikirchneristas y hacen de la diferenciación con el kirchnerismo su marca de
identidad. Sin embargo, cuando está en juego la renegociación de la deuda o
cuando se avanza en la expropiación de YPF o en la ley de Servicios de
Comunicación Audiovisual, frente a un otro común y poderoso, cierran filas con
el oficialismo. En el fútbol sucede lo mismo: cuando nuestro pobre y pequeño
equipo del barrio enfrenta al pobre y pequeño equipo del barrio vecino la
disputa puede ser enorme y hasta llegar a límites insospechados. Sin embargo,
es probable que si nuestro vecino enfrenta a un equipo todopoderoso de otro
país, el hecho de pertenecer a una misma ciudad o compartir el destino de equipo
chico y/o pobre, fuera la variable más importante a la hora de tomar posición.
Sin dudas, está lleno de excepciones y en el fútbol vernáculo somos testigos de
cómo los equipos de La Plata o Rosario desean que su rival pierda aun cuando el
adversario sea el poderoso Real Madrid. Pero, en general, aquello que está en
frente es determinante y cambia drásticamente la perspectiva.
Futbolísticamente,
Argentina tiene rivalidad con Uruguay pero creo que quedó claro que cuando “la
celeste” enfrentó a Inglaterra todo argentino tenía la camiseta de Uruguay
puesta; también hay una rivalidad con los chilenos pero frente al poderoso
España, seguramente, una buena parte de los argentinos hincharon por Chile. Es
más, a pesar de que la historia reciente en temas geopolíticos marca una cierta
conflictividad entre Chile y Argentina, cuando “la roja” enfrente a Brasil
seguramente los argentinos estarán del lado de Chile simplemente porque Brasil
es el poderoso. Del mismo modo, frente a grandes europeos, los pueblos de
Latinoamérica probablemente apoyarían a Argentina o a Brasil pero si estos dos
grandes seleccionados enfrentaran a alguna “cenicienta” como Ghana o Corea del
Sur, seguramente, con algo de morbo, jugarían una ficha al débil pues siempre
es placentero ver caer al Goliat.
Estas
diferencias, al menos hasta el día de hoy, han quedado dentro de la cancha y no
hay noticia alguna de enfrentamientos entre hinchas de diversas nacionalidades
en este mundial. De hecho, debería afirmarse que resultan mucho más violentos los
enfrentamientos en el fútbol local de cada uno de los países siendo los
clásicos, esto es, los partidos entre vecinos, los de mayor peligro. Por eso no
creo que sea para alarmarse ni que se deban mezclar los avances que se vienen
dando a nivel político, cultual y económico entre los países sudamericanos, con
la rivalidad inherente a las gestas deportivas, pues esto último no desmiente
ni pone en riesgo lo primero.
Parafraseando
a un filósofo contemporáneo: “hay que dejar de metaforizar con el fútbol por lo
menos dos años”, hay que dejar de abonar la idea de que el fútbol es una
extensión lineal de la política exterior o que lo que sucede entre los
ciudadanos de cada país durante el partido da cuenta de la relación entre los
pueblos. Porque si bien es un juego que marca lo que somos, nos atraviesa y nos
encanta, es un juego capaz de crear rivales que dejan de ser tales una vez que
el árbitro da por finalizado el cotejo.