En mi último
libro, El Adversario, me referí a lo
que denomino “presente extendido”. Se trata de la nueva temporalidad en la que
los medios nos sitúan. Porque la noticia urgente, deshistorizada y descontextualizada,
borra todo vínculo con el pasado. Todo es aquí y ahora nuevo. Asimismo, tampoco
hay futuro porque éste no es otra cosa que la vicisitud próxima a venir,
inminente y cercana. El presente extendido se mueve, entonces, entre lo que
acaba de pasar y será reemplazado rápidamente y lo que está por venir de
inmediato que tampoco perdurará en este frenesí de la noticia urgente. Ninguna
otra cosa importa más que lo que está sucediendo y eso que sucede tiene un
carácter totalizante y asfixiante. Puede ser el calor, un saqueo o un
asesinato. Lo que sea ocupará todo el espectro y todo el espectro es lo que
aparentemente es digno de atención. Este presente extendido no sólo se apoya en
la repetición incesante del mismo hecho y en la ideología que supone la deshistorización
antes marcada sino en algunas estrategias técnicas. Una de ellas, muy
frecuente, es el “hace instantes”. Me refiero, claro está, a esa indicación que
suele aparecer al costadito de la pantalla y es el artilugio perfecto para la
extensión del presente pues se muestran imágenes del pasado para en cada
presentación volverlas al presente. Lo que muestran no está pasando pero está
tan cerquita que, aparentemente, es como si estuviese pasando. Pero hay en ello
una estafa al televidente similar a aquella que se realiza cuando se utiliza
una foto de lo sucedido en un lugar y en un determinado momento para graficar
lo que sucede en otro lugar y en otro momento (de hecho, hace pocos días
circuló por internet el modo en que la misma foto de un colchón robado había
servido para graficar los saqueos en 4 provincias distintas). En este sentido,
en los últimos días, el AFSCA lanzó una directiva que obliga a los medios a
indicar día, hora y lugar de las imágenes y distinguir si se trata de una
transmisión en vivo o material grabado. Parece una cuestión menor pero, de no
poner este tipo de límites, en algunos años pasaremos de exigir el total cumplimiento
de la ley de medios a implorar encarecidamente por, al menos, la devolución del
tiempo y el espacio.
lunes, 23 de diciembre de 2013
sábado, 21 de diciembre de 2013
Enmarcados (publicado el 19/12/13 en Veintitrés)
Algunas
semanas atrás desde esta misma columna les hablaba de un elefante argentino.
Para los que no lo recuerdan, me refería más específicamente a un libro de un
cognitivista estadounidense y asesor del partido demócrata llamado George
Lakoff que en 2004 publicó un libro llamado No
pienses en un elefante. En ese libro, Lakoff sostiene, entre otras cosas,
que la ciudadanía no decide su voto por razones económicas sino por valores
morales. Tal hipótesis es la que permite comprender que sectores bajos y medios
puedan, eventualmente, apoyar a aquellos candidatos cuyos intereses son
representativos de las clases más acomodadas. Pero quiero ahora retomar otro
aspecto del libro, que derriba uno de los grandes mitos existentes en política
y en comunicación. Me refiero a aquel presupuesto del siglo de la ilustración
que afirma que, como la gente es racional, alcanza con mostrarle los hechos
para que cambie su parecer y llegue a la verdad. Dicho de otra manera, los
hechos acabarían imponiéndose a los prejuicios y a la ideología previa. Desde
este punto de vista, un antikirchnerista rabioso debería reconocer los logros
del gobierno y un kirchnerista ferviente aceptar que puede que algunas de las
cosas que dice Clarín no sean viles operaciones de prensa y mentiras. Sin
embargo, Lakoff opina lo contrario y para apoyar su hipótesis “antiilustrada”
se basa en estudios de la neurociencia. En sus propias palabras: “La gente
piensa mediante marcos. (…) La verdad, para ser aceptada, tiene que encajar en
los marcos de la gente. Si los hechos no encajan en un determinado marco, el
marco se mantiene y los hechos rebotan. (…) Los hechos se nos pueden mostrar,
pero, para que nosotros podamos darles sentido, tienen que encajar con lo que
ya está en la sinapsis del cerebro. De lo contrario, los hechos entran y salen
inmediatamente”.
Para
comprender este párrafo cabe hacer algunas aclaraciones terminológicas. Para
Lakoff, basado, insisto, en estudios neurocientíficos, nuestro pensamiento está
estructurado a partir de conceptos que se han ido forjando con el tiempo y que
se encuentran “incrustados” (SIC) en el cerebro. Esto quiere decir que no se
los puede remover con simpleza ante uno o dos hechos que vayan contra ellos.
Para ilustrar
esto se puede tomar cómo influyó en el plano de la creencia el hecho de que en
octubre de 2004 la administración Bush admitiera que no existía prueba alguna
de la existencia de armas de destrucción masiva en Irak. Una encuesta realizada
seis meses antes arrojaba que un 51% de los estadounidenses creía que Saddam
Hussein tenía armas de destrucción masiva. Sin embargo, casi 2 años después, el
número de estadounidenses que seguía creyendo lo mismo prácticamente no se
había modificado y llegaba al 50%. De nada había servido que la propia
administración republicana hubiera reconocido el error: los marcos de buena
parte de la ciudadanía estadounidense no permitieron que los hechos afectaran
su cosmovisión.
En el ámbito
vernáculo ejemplos sobran pero cabe mencionar la contraposición entre la mirada
estigmatizante que se tiene sobre los jóvenes en relación con el delito y los
datos concretos. En este sentido, el último estudio de la Corte Suprema sobre homicidios
dolosos en Capital Federal y Buenos Aires arrojó que sólo el 1% de los delitos
fue cometido por menores de edad. Esto no ha variado sustancialmente pues el
mismo estudio, en 2010, arrojaba que de 168 homicidios sólo 2 habían sido
cometidos por menores de 16 años. A su vez, en ese mismo año, el índice de
homicidios dolosos alcanzaba el 5,81 por 1000 contra el 8,5 por 1000 de la
segura y emblemática ciudad de Nueva York.
De 2010 a la fecha las cosas no han empeorado pues en CABA, en 2012, el
índice estuvo en el 5,46 por 1000. Pero estos datos duros no modifican la
opinión de los creen que la Argentina se ha convertido en México y responden a
estos datos fríos (con los que se deben constituir políticas públicas), con la
incontestable imagen del horror de una víctima que pide justicia.
El ejemplo que utiliza Lakoff para que se
comprenda su idea de marco es la expresión de “alivio fiscal” utilizada por
Bush para justificar una baja en los impuestos de los más ricos. En palabras
del científico cognitivista: “Pensemos en el enmarcado de “alivio”. Para que se
produzca un alivio, ha tenido que haberle ocurrido a alguien antes algo
adverso, un tipo de desgracia, y ha tenido que haber también alguien capaz de
aliviar esa desgracia, y que por tanto viene a ser un héroe. Pero si hay gentes
que intentan parar al héroe, esas gentes se convierten en villanos (…). Cuando
a la palabra “fiscal” se le añade “alivio”, el resultado es una metáfora: los
impuestos son una desgracia; la persona que los suprime es un héroe, y
quienquiera que intente frenarlo es un mal tipo. Esto es un marco”. Volviendo a
nuestras latitudes e independientemente de la posición que cada uno tenga al
respecto, sucede algo parecido con la idea de “cepo” al dólar. Pues recuérdese
que el cepo ha sido un instrumento de tortura. Un cepo inmoviliza, esclaviza,
castiga y, por lo tanto, no es adecuado para este mundo contemporáneo en que no
hay esclavitud y los castigos son de cualquier índole pero nunca físicos. También
supone que la condición natural del dólar es “la libertad”. En ese sentido,
¿quién puede estar de acuerdo en que se le ponga cepo a algo? Esto significa
que una vez instalada, la idea de “cepo al dólar” activa un marco mental que se
defenderá activamente de cualquier intento de explicación o de hecho que
pudiera justificar la decisión gubernamental de ponerle límite a la compra de
dólares.
Estos últimos
dos ejemplos sirven para comprender el funcionamiento de los marcos y para
advertir que hay que prestar atención al rol que cumple el lenguaje y la
decisiva acción del nombrar. Según Lakoff, el gran error de los demócratas es
que han dejado que los republicanos nombren y con ello constituyan realidad,
pues cualquier discusión que se intente librar en los términos del adversario
está perdida de antemano. Pero bastante antes que éste, ya Platón se preguntaba
quién ponía los nombres y en ese diálogo, llamado Crátilo, nunca queda del todo claro si los que vinculan los nombres
con las cosas son semidioses individuales o la propia comunidad como un todo en
algún momento mítico y originario. Lo que pasaba por alto Platón es que la decisión
del nombrar, esto es, insisto, el de vincular una cosa con un signo, es siempre
una decisión arbitraria, forzada y violenta porque no existe el signo perfecto
para un hecho concreto. Todo nombrar es un recorte atravesado por la misma actividad
del nombrar y apoyado en una cosmovisión previa, esto que Lakoff traduce en
términos de “marcos” y “conceptos” y que otros, como el epistemólogo Thomas
Kuhn, llamarían “paradigma”.
Para
finalizar, Lakoff afirma que “el ala derecha ha utilizado mucho tiempo la
estrategia de repetir continuamente frases que evocan sus marcos y que definen
las cuestiones importantes a su manera. Tal repetición consigue que su lenguaje
parezca normal, que el lenguaje cotidiano y sus marcos parezcan normales, modos
cotidianos de pensar acerca de las cuestiones importantes. (…) Los periodistas
tienen la obligación de no aceptar esta situación y de no utilizar sin más
aquellos marcos del ala derecha que han llegado a parecer naturales. Y los
periodistas tienen la obligación especial de estudiar el enmarcado y de
aprender a ver a través de marcos motivados políticamente”. A este tipo de pedidos tan razonables, los
marcos instituidos de la prensa en Argentina lo llaman despectivamente “hacer
periodismo militante”.
viernes, 13 de diciembre de 2013
¿Neoperiodistas? (publicado el 12/12/13 en Veintitrés)
El discurso
que Reynaldo Sietecase brindó en la entrega de los premios TATO generó una
polémica sobre el rol del periodismo, una temática, por cierto, bastante
trillada. Para quien no lo haya escuchado, Sietecase criticó muy fuertemente,
aunque sin mencionarlo, a Jorge Lanata, señalando que los periodistas que
denuncian “la grieta” buscan ensancharla cada vez más y que una cosa es ser un
periodista crítico y otra muy distinta transformarse en el principal gestor de
las operaciones de prensa que impulsa el multimedio que te contrata. Sin
embargo, en la misma alocución se refirió, una vez más, sin nombrarlo, a 678,
programa de claro sesgo oficialista al que acusó de defender lo indefendible y
hacer periodismo militante. Algunos días más tarde en una charla en radio
Vórterix, Sietecase pareció extender la crítica a “otros medios afines al
gobierno” que “por defender una idea militante” a “rajatabla” acaban
justificando acciones del gobierno que no tienen posibilidad de justificación.
En este punto, la crítica se expande y alcanzaría, lo digo en potencial porque
Sietecase no lo menciona, a medios privados que frecuentemente son acusados de
“paraoficiales”. Entre estos medios no sólo estaría la Revista 23, sino también
medios en los que trabaja el propio Sietecase como la revista Newsweek (de Sergio Szpolski y Matías
Garfunkel, los mismos dueños de la revista que usted está leyendo en este
momento) y la Radio Vórterix (que es propiedad del mismo Garfunkel aunque en
sociedad con Mario Pergolini).
Para Sietecase, que tiene la
envidiable virtud de no justificar lo injustificable pese a trabajar en medios
que la oposición llama “paraoficiales”, es momento de refundar o, en todo caso,
volver a hacer periodismo alejados de los extremos. Pareciera que eso podría
suturar la grieta y tal propuesta es la que me interesa discutir justamente
porque creo que hay buena fe en este periodista rosarino que, tras muchos años
de trabajar junto a Lanata en Día D o
en el diario Crítica, ha hecho un camino
propio y una trayectoria meritoria.
El primer interrogante que se
plantea es cuál sería la diferencia entre esta propuesta de neoperiodismo y la
siempre tan mentada bandera del periodismo tradicional: la “independencia”,
entendida como una síntesis de los valores de la neutralidad y la objetividad,
todos ellos, aparentemente, inherentes a la profesión de periodista.
Es difícil responder. Pareciera
que el punto estaría en que los que siempre se dijeron independientes han
demostrado no serlo de lo cual se seguiría la necesidad de reemplazarlos para
“refundar” el periodismo. Sin embargo, si bien resulta evidente la falta de
credibilidad que existe en medios y periodistas consagrados, no se trata de
afirmar que los que se dicen independientes ya no lo son. Porque no fue sólo eso
lo que se logró en los últimos años. Se logró mostrar, sobre todo y de cara a
la opinión pública, que es la independencia en sí misma, y no como atributo de
algunos periodistas, la que resulta imposible de alcanzar.
¿Pero acaso criticar algunas
cosas del gobierno y valorar positivamente otras no son la mayor demostración
de independencia? No necesariamente. Suponer eso implica confundir
independencia (o neutralidad y objetividad) con un promedio entre lo bueno y lo
malo que cada gobierno ostentaría. De este modo, el neoperiodismo, más que
independiente, sería “promediero”, algo que, justamente, puede llevar a forzar
las cosas (no sea que la audiencia interprete que el neoperiodista está “más de
un lado que del otro”). Por eso el neoperiodista se encuentra en la obligación
de tener que señalar que hay cosas buenas y malas en iguales dosis. Para ello,
tiene que quedar bien en claro que hay dos extremos opuestos y que él,
obviamente, no está en ninguno de ellos o, lo que es más preocupante aún, que
ninguno de ellos califica como “periodismo”.
El neoperiodismo es ejercido
mayoritariamente por periodistas progresistas que alguna vez formaron parte (y
forman parte todavía en algunos casos) de medios con línea editorial cercana al
oficialismo pero han visto que la disputa cultural que ha librado el
kirchnerismo viene a tocar su puerta también. Así es que mucho periodista
progresista, en su mayoría generación sub 50, en un principio simpatizó con el
énfasis con que el kirchnerismo denunciaba al periodismo tradicional creyendo
que esto permitiría que los popes le dejaran lugar a la nueva camada. Pero se
equivocaron porque la crítica al periodismo no se circunscribe a una generación
ni a nombres específicos: refiere a una forma de entender la comunicación y el
vínculo entre sociedad civil y representantes. Porque lo que se busca generar
es una relación directa entre representante y representado, sin intermediarios
ni presuntos traductores. No se trata, claro, de eliminar las distintas instancias
socialmente representativas que existen en una comunidad. Se trata de señalar
que ninguna es inmaculada; que “la
muerte de Dios” significó la muerte también de los grandes fundamentos y de las
verdades últimas; que no hay perspectiva privilegiada ni asepsia; que la
divinidad no habla por boca de nadie.
Y cuando se hace referencia al
periodismo militante nadie alude a un periodismo hecho con pecheras partidarias
que distorsiona la realidad en función de sus propios intereses de facción.
¿Quién podría defender eso? ¿Quién podría llamar periodismo a esa actividad? Y,
por sobre todo, ¿desde cuándo ser militante es ser idiota? Para que quede
claro, entonces: cuando se habla de periodismo militante, o por lo menos lo que
yo entiendo por tal, se habla de un inevitable perspectivismo, de la asunción
de que cualquier acercamiento a los hechos se hace desde un determinado lugar y
una determinada mirada. Desde este punto de vista, todos somos militantes.
Asimismo, el periodista militante puede ser crítico y debe serlo como cualquier
militante y como cualquier ser humano. Serlo significa intentar ser lo más
objetivo posible reconociendo que la objetividad en sí es inalcanzable y no
necesariamente un “promedio”. Porque la objetividad y la capacidad crítica
pueden arrojar que la lista de lo que nos gusta y no nos gusta de un gobierno
esté desnivelada. Dicho de otro modo, es porque tenemos capacidad crítica que
podremos afirmar que, quizás, ser objetivos supone reconocer que hay un partido
o un gobierno que ha hecho las cosas mejor que otro. Si este es el caso ¿debo
forzar una crítica negativa porque soy periodista? ¿Acaso afirmar que un
gobierno me gusta más que otro me lleva necesariamente a justificar lo
injustificable?
Por todo lo dicho es que no
acuerdo con que haya que refundar el periodismo y me preocupa esta apuesta por
lo que, a falta de un término más adecuado, llamé “neoperiodismo”, mirada que,
como se habrán percatado, trasciende a la figura de Sietecase. No estoy de
acuerdo porque hacerlo sería volver a darle legitimidad y capacidad
performativa a una palabra corporativa autonomizada de la sociedad civil. Sería
promover el regreso de una casta que costó mucho desnudar. Entiéndase bien.
Esto no es ni contra Sietecase (de los mejores periodistas que hay en plaza) ni
contra la mayoría de los periodistas que creen poder estar “en el medio” desde
la buena fe. Es contra una institución social que, desde su surgimiento allá
por el siglo XVIII, se autoproclamó portavoz de las necesidades de la sociedad
y árbitro moral de la política. En la Argentina se ha puesto en tela de juicio
ese lugar del periodismo y eso ha descolocado a los periodistas de distintas
ideologías, incluso a muchos que se sienten afines al gobierno pero no quieren
perder la legitimidad y la investidura de su condición de mediadores y de
palabra autorizada. Por ello: no refundemos el periodismo. Refundemos el
atreverse a pensar por uno mismo asumiendo el carácter relativo de toda mirada
y exijámosles a quienes nos representan en las instituciones del Estado del
modo más eficaz: participando nosotros mismos.
jueves, 12 de diciembre de 2013
Del nombrar y otros saqueos (publicado el 11/12/13 en Diario Registrado)
Una vez que asumimos que la
realidad es constituida a través del lenguaje, entendemos que la tarea del
nombrar es central pues el qué y el cómo se nombra genera las anteojeras desde
las cuales la ciudadanía se vincula con su entorno y con el mundo. De este
modo, ser capaz de instalar un nombre implica la imposición de la cosmovisión
que ese nombre trae consigo. En las sociedades actuales, la tarea del nombrar
está atravesada por, justamente, los medios, y lo que ha sucedido en la última
semana no ha sido la excepción. Específicamente, los diarios Clarín y La Nación, pero también muchos otros periodistas y políticos,
llaman “conflicto social” a los hechos que se vienen desencadenando desde el
autoacuartelamiento de la policía en Córdoba. ¿Pero cómo se puede llamar
conflicto social a una extorsión perpetrada por algunos grupos de diversas
policías provinciales que actúan en connivencia con bandas narcos y
delincuentes saqueadores? La idea, claramente, es instalar una analogía con
1989 y 2001 ¿Pero alguien en su sano juicio puede comparar esta situación con
lo ocurrido en aquellos años en que hordas hambrientas, desocupadas y
desclasadas decidían salir a vaciar supermercados? Como si esto fuera poco hay
comunicadores que, incluso, se atreven a comparar la cantidad de muertos
ocurrida el 19 y el 20 de diciembre de 2001 con la lamentable cifra creciente
que viene rodeando a los hechos ocurridos en los últimos días. ¿Pero se puede
comparar la decisión política de reprimir a los manifestantes que adoptó el
gobierno de De la Rúa con, por ejemplo, un muerto por electrocución cuando
intentaba ingresar a saquear un comercio? No hay muertos con más valor que
otro. Lo que sí es distinto es la responsabilidad del Estado y del poder
político. ¿Si un comerciante particular mata a un saqueador en el contexto de
una zona liberada por la policía estamos ante una situación análoga a un Estado
que da la orden de matar como sucedió en 2001?
Para finalizar, debe quedar claro
que afirmar que esto no puede ser llamado “conflicto social” no significa
omitir que en el país siga habiendo pobreza y desigualdad más allá de los
enormes avances en la reducción de ambas. Mientras éstas existan siempre habrá
un conflicto social latente pero lo sucedido en estos últimos días es otra
cosa. Estemos bien atentos, entonces, a cómo nombramos pues puede que desde
hace mucho tiempo lo que nos estén saqueando, sin que nos demos cuenta, sea, ni
más ni menos, el lenguaje.
domingo, 8 de diciembre de 2013
Un elefante argentino (publicada el 5/12/13 en Veintitrés)
Creo que estamos
cerca de descubrir el primer elefante argentino. Pero no festejen señores
zoólogos: les voy a hablar de política, de un libro y de las posibilidades de
comparar la sociedad estadounidense con la nuestra.
Déjenme
presentarles la pregunta inicial: ¿por qué sectores medios y bajos que se
benefician directa o indirectamente con subsidios de espíritu redistributivo
son los primeros en criticarlos? La pregunta es central porque explicaría, en
parte, por qué una parte importante de esos sectores le ha dado la espalda al
oficialismo en las últimas elecciones trasladando el voto a candidatos que
consideran que los planes sociales son injustos y son sinónimo de vagancia y
corrupción.
Un intento de
respuesta a este interrogante puede esbozarse a partir de la mirada de un
lingüista cognitivista estadounidense llamado George Lakoff quien, en 2004,
publicó un libro que compilaba diversas conferencias con un título sugestivo: No pienses en un elefante. El elefante
es el símbolo del partido republicano y Lakoff, un demócrata confeso, afirmaba
que toda batalla discursiva está perdida de antemano si se adopta la
terminología y las categorías del adversario. Así, “no pensar en un elefante”
significa que los demócratas deben pensar con categorías y palabras propias si
es que desean obtener buenos resultados en las elecciones y resultar vencedores
en los principales debates públicos.
De las tantas
cosas interesantes del libro quiero destacar su intención de barrer con ese
prejuicio en el que una y otra vez caemos los analistas cada vez que gana un
oficialismo que no nos gusta. Me refiero, claro está, al famoso “la gente vota con
el bolsillo”. En otras palabras, muchas veces suponemos que la única razón que
tiene un votante para depositar su voto en una urna es el autointerés
económico. Sin embargo, la hipótesis de Lakoff es que a la hora de decidir por
un candidato u otro, las razones morales son las que priman, aun por sobre la
mirada sobre el terrorismo, la guerra, la economía, la salud y la educación.
Lakoff llega a
tal afirmación tras estudiar el comportamiento electoral de la sociedad
estadounidense y lo hace en su intento de asesorar al partido demócrata. De
hecho, su libro es presentado como un pequeño programa de consejos que les
permita a los demócratas ganar elecciones.
Ahora bien,
Lakoff cree que esos valores morales decisivos al momento de votar pueden
sintetizarse en el ideal familiar que cada uno tiene. Más específicamente, él
considera que la diferencia entre demócratas y republicanos tiene como
principal cimiento la mirada acerca de cómo se constituye una familia. De
hecho, la visión acerca de la familia funciona como una suerte de sinécdoque
que pretende ser representativa del ideal de nación estadounidense.
Según
Lakoff, la visión familiar de los republicanos puede denominarse “de padre
estricto” mientras a la de los demócratas la llama “de padres protectores”.
La moral
familiar del padre estricto supone que el mundo es un lugar peligroso y que
existe el bien y el mal absolutos. Además, afirma que los niños nacen malos,
esto es, quieren hacer lo que les place en lugar de hacer el bien. Asimismo,
esta perspectiva se sostiene en la idea de que el mundo no es sólo un lugar
peligroso sino competitivo en el que habrá ganadores y perdedores y en el que,
por lo tanto, hay que prepararse para ello. Esta suerte de darwinismo social
mezclado con sesgos religiosos implica, además, una justificación del castigo
físico a los niños. En otras palabras, la única manera de no desviarse hacia el
mal es tener un padre estricto que castigue los malos comportamientos. La
violencia física “endereza” al niño y le fomenta una autodisciplina, un
autocontrol de sus “malos instintos” y le permite ingresar en un ámbito público
competitivo regulado por las leyes del mercado. En palabras de Lakoff, la moral
del padre estricto supone que “si las personas son disciplinadas y persiguen su
propio interés en un país de oportunidades como América, prosperarán y serán
autosuficientes. Así, el modelo del padre estricto asocia moralidad con
prosperidad. La misma disciplina que se necesita para ser moral es la que
permite prosperar. El engarce entre ambas es la búsqueda del propio interés”.
De esto se sigue una mirada acerca de la vinculación
entre el individuo y el Estado porque el padre estricto actúa hasta la llegada
a la adultez del niño. Si llegado ese momento el niño no ha alcanzado la
disciplina que la competitividad del mundo necesita quedará “a la buena de
Dios”, que en Estados Unidos, y si se es pobre, se parece bastante a la policía
y a las leyes penales. Este punto es interesante porque el Estado no viene a
cubrir la moral del padre estricto que no logró ser aprendida durante la etapa
del desarrollo. Más bien todo lo contrario: de la moral del padre estricto se
deriva la prescindencia del Estado. Ya no hay más papá. Si no aprendiste todo
lo que te enseñé aun a fuerza de castigos físicos, lo siento. El Estado no es
papá. Bienvenido al mundo.
¿Se imagina usted cuál es la mirada que esta
moral republicana tiene acerca de los planes sociales? Los planes sociales son
inmorales porque premiarían a los que han fracasado y los que han fracasado lo
han hecho porque no han logrado alcanzar la autodisciplina que les imponía la
moral del padre estricto. Subir impuestos a los ricos para ayudar a los pobres,
sería, desde este punto de vista, entonces, injusto e inmoral. A su vez, de la
moral del padre estricto se deriva la negativa a la despenalización de aborto (porque
quita el castigo a la “falta de disciplina y a la irresponsabilidad de la
embarazada”) y una política exterior unilateralista e intervencionista que
conocemos bien.
Frente a la
moral del padre estricto, la visión demócrata, la de los padres protectores,
supone que los chicos nacen buenos y que el padre no es el jefe de familia sino
que tanto la madre como el padre son responsables de proteger a los hijos.
Asimismo, esta idea de protección se traslada al Estado y, aun en la adultez,
la visión demócrata supone que es una obligación estatal proteger al medio
ambiente, a los trabajadores y al ciudadano en general en temas de salud,
vivienda, etc. Asimismo, a diferencia de la moral del padre estricto, se supone
que la competitividad está viciada desde el comienzo por un modelo que no da
las mismas oportunidades a todos. De aquí que el Estado tenga que ser activo
para que todos puedan comenzar la carrera desde el mismo lugar y proteja, a
través de planes sociales, a los que corren con desventaja. Esta mirada se
traduce a todos los órdenes y, por supuesto, aboga por la despenalización del
aborto y por una política internacional distinta a la que impone el Pentágono
tanto a las administraciones republicanas como demócratas.
Como reflexión
final, la sociedad estadounidense no es la sociedad argentina y los enormes
presupuestos de psicología cognitiva que incluye Lakoff y que aquí no fueron
desarrollados, merecen una discusión aparte. Sin embargo, esta mirada puede dar
lugar a algunos disparadores interesantes con consecuencias políticas diversas
no sólo en las estrategias de campañas sino en el diseño de políticas públicas.
¿Será que una parte importante de los sectores postergados en la Argentina,
aquellos que se benefician con ingentes sumas de subsidios y planes, sostienen una
moral de padre estricto y creen que en el fondo es injusto e inmoral que el
Estado los ayude? De ser así, ¿a través de qué mecanismos discursivos esos
sectores acabaron naturalizando una mirada que, trasladada al Estado, acaba
perpetuando la iniquidad? ¿Se puede hacer frente a esta perspectiva hegemónica?
¿Acaso no es esa la verdadera batalla cultural? Responder este tipo de
preguntas parece central pues, de no poder hacerlo, cualquier intento de
transformación social profundo chocará con un elefante argentino suelto que,
con un poquito de estímulo, será capaz de destruirlo todo. viernes, 29 de noviembre de 2013
Cristo Vence (publicado el 28/11/13 en Veintitrés)
Y un día, en
la formulación de un proyecto de reforma del código civil, apareció un pequeño
párrafo muy osado: “La propiedad tiene una función social y, en consecuencia,
está sometida a las obligaciones que establece la ley con fines de bien común”.
Esta referencia desató la respuesta de los sectores más recalcitrantemente
rancios del liberalismo conservador decimonónico. Y, como no podía ser de otra
manera, el diario La Nación volvió a
ser la “tribuna de doctrina” y la una usina ideológica que recuerda los
episodios de nuestra historia que, a los ojos del presente, parecían superados.
De menor a mayor, un periodista independiente y editorialista de ese diario,
Mariano Obarrio, publicó en una red social el 15 de noviembre lo siguiente: “El
nuevo Código Civil establece la función social de la propiedad. Mañana tu casa,
tu campo o tu empresa podrá ser afectado por la “función social””; “El nuevo Código
Civil dicta que tus derechos individuales no regirán si afectan derechos de incidencia
colectiva que no precisa. Lo define CFK”. El delirio de Obarrio, basado en un
autorelato que incluye monstruos comunistas autoritarios y un susto ancestral
que regresa una y otra vez de modo fantasmático, fue reproducido por una nota
de Laura Serra en el mismo diario el 17 de noviembre cuyo título exime de
comentario alguno: “Polémica por un avance sobre la propiedad privada”. En la
misma línea, ese diario publicó un editorial el domingo 24 de noviembre en el
que afirma que la propuesta gubernamental “favorece la irrupción del Estado en
materia de propiedad privada, en forma más apropiada para países colectivistas
que para los que celebran (…) 30 años de democracia”.
La
controversia es de lo más interesante, justamente, porque es compleja y porque
muestra que aquellos que hacen apología zonza del futuro como un simple “mirar
para adelante”, buscan defender sus privilegios con argumentos idénticos a los
que utilizaron el pasado.
Porque en
nuestro país la discusión en torno a la función social de la propiedad se dio
en el marco de la reforma constitucional de 1949, la llamada “constitución
peronista”, que estuvo vigente hasta que, en 1957, los militares que
perpetraron el golpe contra Perón decidieron, ahí sí, de forma autoritaria,
regresar a la constitución de 1853, esto es, a una constitución del pasado cuyo
sentido difícilmente podía ser representativo de la sociedad argentina más de 100
años después.
El significado
de la función social de la propiedad es bien explicado por el ideólogo de la “reforma
peronista”, el constitucionalista Arturo Sampay, en el Informe del despacho de
la mayoría de la Constitución revisora, el 8 de marzo de 1949. El aporte de
Sampay se apoya en razones contextuales y en principios de larga data. En
cuanto a los primeros, este entrerriano de fuerte formación católica, indica
que con la irrupción de las masas en la Argentina (y en el mundo) las
constituciones liberales del siglo XIX han entrado en crisis, en particular, en
su parte dogmática, esto es, en lo que refiere a la descripción de los derechos
ciudadanos. La cuestión parece bastante razonable pues en el contexto de
democracias de masas y gobiernos populares que representan un sentir
mayoritario que va contra los privilegios de unos pocos, ¿tiene sentido mantener
los pilares constitucionales que justificaron la desigualdad y la concentración?
En otras palabras, una constitución con un espíritu económico explícitamente
liberal fundamentada en una concepción individualista del hombre y, como
consecuencia de ello, en un concepto de propiedad privada absoluta, ¿podría dar
cuenta de las necesidades de las mayorías que irrumpían en la arena pública?
Ahora bien, ¿el
hecho de que la propiedad tenga una función social supone la abolición de la
propiedad privada? No, y el diario La
Nación y sus periodistas deberían saberlo. De hecho, el propio Sampay (en
consonancia con la doctrina justicialista que el propio Perón expuso en el
discurso que brindó en el Congreso de Filosofía de 1949) indica que en la
reforma constitucional se conserva el carácter individual de la propiedad. Pero
de lo que se trata es de complementar la iniciativa privada con el bien común.
De aquí que, en palabras de Sampay, la propiedad siga siendo individual pero
tenga dos funciones: una personal “en cuanto tiene como fundamento la exigencia
de que se garantice la libertad y la afirmación de la persona” y otra social
“en cuanto esa afirmación no es posible fuera de la sociedad, sin el concurso
de la comunidad que la sobrelleva, y en cuanto es previa la destinación de los
bienes exteriores en provecho de todos los hombres”. Y aquí la cuestión se
empieza a poner curiosa porque los mismos medios y editorialistas que acusan al
kirchnerismo de desafiar a la Iglesia, omiten rastrear el origen de la idea de
la función social de la propiedad. Sí, aunque usted no lo crea, es lo que se
conoce como Doctrina Social de la Iglesia la que incluyó en la agenda tanto
este sentido de la propiedad como la idea misma de Justicia social en tanto
criterio para complementar el bien común con la iniciativa individual que, en
el marco del capitalismo, se desliza rápidamente hacia la usura. La Doctrina
Social de la Iglesia consiste en un conjunto de encíclicas y documentos en los
que la iglesia encara temáticas sociales. Siguiendo la línea tomista, la cual,
a su vez, es heredera de la mirada aristotélica, el primer antecedente estaría
en la encíclica formulada por el papa León XIII, Rerum Novarum, en 1891, denunciando los estragos que el capitalismo
realizaba entre la clase trabajadora. También es muy recordada la encíclica de
Pío XI Quadragesimo anno, de 1931, y
es esta mirada la que prevalece en el Concilio Vaticano II (1962-1965) y en la
encíclica de Pablo VI Populorum
progressio, (1967) que da lugar a la línea de los curas tercermundistas.
La clave es la
afirmación de que la felicidad humana y la realización personal están atadas
también a cierto mínimo contenido material. En otras palabras, en lo que se
conoce como destino universal de los bienes, Dios habría querido que todo hombre
tuviera acceso como mínimo a la parcela de tierra que pudiese trabajar. Dicho
de otra manera, la concentración de la propiedad privada no puede generar
hombres sin acceso a la propiedad. En este sentido, el informe anteriormente
citado dedica algunos párrafos a la situación del campo y aclara que el Estado
deberá intervenir de modo tal de garantizar a cada familia labriega la
posibilidad de convertirse en dueño de la tierra que trabaja. De hecho, más
cercanos en el tiempo, Juan Pablo II, un papa que difícilmente pueda ser
tildado de comunista, afirmaba en la encíclica Laborem exercens de 1981: “La tradición cristiana nunca ha aceptado
el derecho a la propiedad privada como absoluto e intocable. Al contrario,
siempre lo ha entendido en el contexto más amplio del derecho común de todos a
usar los bienes de la creación entera: el derecho a la propiedad privada como
subordinada al uso común, al destino universal de los bienes”. Pero esta es la
parte de la Iglesia que no le gusta a La
Nación ni a Obarrio.
El vínculo
entre peronismo y Doctrina Social era tan estrecho que el propio Perón, en su
carta de agradecimiento a Sampay por haberle hecho llegar un volumen de su Espíritu de la Reforma Constitucional,
afirma que este escrito “constituye una fidelísima interpretación de los
ideales que nos decidieron a cambiar la Ley Fundamental de La Nación. Su
difusión contribuirá sin duda eficazmente al cabal conocimiento de la
trascendental obra realizada, que ha logrado concretar en nuestro país la
antigua aspiración de la Humanidad, invocada en la encíclica del Pontífice Pío
XI con la transformación del capital expoliador en instrumento de felicidad
social”.
Para finalizar, viene al caso mencionar que la
función social justifica la expropiación pero no la confiscación. Esto
significa que, como en el caso de REPSOL, el Estado Argentino puede actuar
sobre la propiedad privada pero con una debida justificación y con el
correspondiente resarcimiento económico. Asimismo, esto muestra que nuestra
Constitución actual, más allá de haber heredado el espíritu liberal de
inspiración alberdiana, entiende que la propiedad privada no es absoluta. Esto
se sigue de haberle dado jerarquía constitucional a tratados internacionales como
la Convención Americana de Derechos Humanos que en su artículo 21 indica “Toda
persona tiene derecho al uso y goce de sus bienes. La ley puede subordinar tal
uso y goce al interés social”.
Lamentablemente,
la presión mediática y la natural búsqueda de consensos amplios, hicieron que
el oficialismo quitara el párrafo controvertido que hacía referencia a la
función social. Es así: a veces pierde esa línea de la Iglesia que se preocupa
verdaderamente por los pobres y los problemas sociales. Es en los momentos en
que el diario La Nación se pone
contento y, como en 1955, “Cristo Vence”.
sábado, 23 de noviembre de 2013
El territorio de la política (publicado el 21/11/13 en Veintitrés)
¿Existe una tensión
entre suponer que la gran disputa política de la actualidad es la batalla
cultural que se libra especialmente en el terreno de los medios masivos de
comunicación y, al mismo tiempo, considerar como valor esencial del movimiento la
militancia territorial? De la respuesta que demos a esta pregunta puede surgir
este otro interrogante: ¿necesitamos más semiólogos que analicen los medios y
disputen agenda o más militantes clásicos que “bajen” y construyan desde la
base un poder territorial con características propias?
Para responder
ambas cuestiones me voy a servir de algunas categorías de uno de los últimos
libros del sociólogo español y experto en comunicación, Manuel Castells: Comunicación y poder.
Lo que indica
este académico, uno de los más citados en el mundo, es que, en la actualidad,
la política es fundamentalmente una política mediática, es decir, transcurre en
y a través de los medios masivos de comunicación. Todo pasa por allí, comenzando
por el nivel de conocimiento que el electorado puede tener de un candidato.
Pues tener presencia en los medios parece transformarse, de por sí, en un
mérito y en un sinónimo de legitimidad y hasta de existencia (“Ser es ser
publicado” diría Borges).
A su vez, la
política mediática es la que hace que alcancen fama y respeto los asesores de
imagen pues, bajo esta lógica, las campañas se basan en la instalación de
agendas y candidatos, y en la práctica del acoso sistemático al adversario.
Pero de la mano de estos dos aspectos Castells menciona un tercer elemento de
la política mediática: la personalización. Esto significa que, bajo la
suposición de que la construcción de significados se da a través de imágenes
que se “incrustan” en el cerebro para desde allí construir redes de asociación,
lo que hay que hacer es instalar una imagen y la imagen más fácil de instalar
es la de un rostro (esto incluye el carácter, su aspecto, sus modos, etc.).
Así, en la política mediática, votamos rostros, esto es, ni programas, ni
partidos. Sólo rostros. En palabras de Castells: “Quizás el mecanismo más
fundamental que vincula política mediática y personalización de la política sea
lo que Popkin denominó “Racionalidad de poca información” [cuando demuestra]
que los votantes suelen ser “avaros cognitivos” que no se encuentran cómodos
manejando temas políticos complejos y que por lo tanto basan su voto en
experiencias de la vida diaria como la información obtenida en los medios de
comunicación y las opiniones basadas en la interacción diaria con su entorno
(…). La manera más simple de conseguir información sobre un candidato es
formarse opinión a partir de su aspecto y rasgos de personalidad”.
La
consecuencia natural de esto es bastante curiosa pues los mismos medios que editorializan
con tono decadentista el hecho real de la disolución de los partidos y los
cultos personalistas, son los que ayudan a constituir el fenómeno que ellos
mismos critican.
Pero volviendo
a los interrogantes iniciales, si, efectivamente, la política hoy fuese nada
más que política mediática, necesitaríamos aunar fuerzas para dar la disputa en
el terreno de la comunicación masiva. Sin embargo, el kirchnerismo, al tiempo
que da una enorme batalla en la arena de los medios también se erige sobre un
valor que, algunos, consideran anacrónico: la militancia. Por supuesto que
entiendo que militante se puede ser en diversos órdenes y en distintas formas
pero yo me estoy refiriendo a la celebración de la militancia territorial, la
de los barrios, la del cara a cara y casa por casa, la del estrechar los
vínculos comunitarios y solucionar los problemas cotidianos del vecino. Reivindicar
este tipo de acción política, juzgan los críticos, es no comprender que la
política en la posmodernidad es líquida, desterritorializada, pura fachada; es
haberse quedado en categorías de la modernidad como soberanía, territorio y
comunidades esencializadas. Además sería reproducir el verticalismo feudal que
tanto habría caracterizado la constitución de identidades políticas en Latinoamérica.
Ahora bien, esta
militancia tan antiposmoderna, que levanta banderas (aunque no prácticas) de
los años 70, y que en tiempos de dictadura fue resistencia, es la reivindicada
por la mayoría de las agrupaciones juveniles que acompañan al gobierno y que, pareciendo
apoyar la lógica dilemática que planteé al principio, tienen un profundo
rechazo a la exposición mediática. Así, salvo el caso a cuenta gotas del
“Cuervo” Larroque, prácticamente no hay referentes juveniles que provengan del
territorio y circulen frecuentemente por los medios. Y los que tienen una
historia más larga vinculados a movimientos sociales y solían aparecer con
asiduidad en radio o televisión, como por ejemplo Luis D elía, hoy utilizan
canales propios para no exponerse a la lapidación mediática de periodistas y
audiencias que sólo los interpelan para confirmar prejuicios. Entiéndase bien:
no es una crítica al accionar de los militantes en los medios. Es, simplemente,
una descripción de lo que, parecerían, dos campos claramente delimitados: el de
la política mediática y el de la militancia territorial.
Dicho esto, para
finalizar, quisiera realizar algunas reflexiones tomando como disparadores los
interrogantes iniciales. En primer lugar, hacer política, al menos en la
Argentina, necesita de ambas patas: la mediática y la territorial. Así que
hacen falta más comunicadores y más militantes de base. Si existen hombres y
mujeres que pudieran desempeñar ambas funciones mejor, y si no, que cada uno
aporte en lo que pueda. En segundo lugar, me atrevería a afirmar, como
hipótesis, que la razón profunda por la que la prensa hegemónica y su
consecuente sentido común ataca a la militancia es porque ésta le disputa el
terreno donde hacer política. En otras palabras, la política mediática ha
trasladado el ágora y el espacio público a los estudios de televisión buscando
una política mediada, valga la redundancia, por el medio, esto es, por sus
periodistas y, por sobre todo, por la propia lógica mediática que excede a esos
mismos periodistas. Pero la militancia entiende que la política no se juega
allí sino en el territorio, lejos de los efectismos de los rostros mediáticos,
del cortoplacismo de las campañas y del vértigo de la información. Y esto
planeta una disputa que tiene batallas ganadas para un lado y el otro: muchas
veces la instalación mediática de un candidato no pudo contra la organización
de base pero otras veces sí. Asimismo, antes, la política territorial suponía
cierto control y garantía de ocupación del espacio público. Sin embargo, hoy,
desde los medios tradicionales y las redes sociales virtuales también es
posible movilizar masivamente más allá de que estas movilizaciones tengan,
todavía, mucho de espasmódicas.
De esto se sigue que para hacer política hoy no hay que
descuidar ninguno de los polos del falso dilema: hay que hacer militancia
territorial pero también dar una disputa comunicacional en la que ningún
gobierno la tiene fácil. Creer que la disputa debe darse sólo en la arena
mediática es lo que lleva a creer que una derrota electoral es simplemente un
“error de comunicación”, reduciendo la política a un asunto de expertos en
marketing y candidatos simpáticos con buena llegada al mundo de la farándula.
Lo que sucede en los medios es central y se disputa día a día en cada noticia y
en cada agenda. Pero creer que la disputa debe darse exclusivamente en los
medios dejando de lado lo que se cuece en el territorio, sería equivalente a la
situación en la que un equipo de fútbol tiene que jugar una final de ida y
vuelta y cree que lo que más le conviene es jugar los dos partidos de
visitante.
viernes, 15 de noviembre de 2013
Una voz detrás de las dos voces (publicado el 14/11/13 en Veintitrés)
En el año
2003, Maxwell Boykoff y Jules Boykoff publicaron el resultado de una
investigación que, desde mi punto de vista, permite profundizar los análisis
sobre medios de comunicación tan necesarios en la Argentina de hoy. Lo que
hicieron estos investigadores fue analizar 636 artículos vinculados a la
problemática medioambiental publicados entre 1988 y 2002 en los principales
diarios estadounidenses (New York Times,
Washington Post, Los Angeles Times y Wall
Street Journal). Tal trabajo fue motivado por una pregunta inicial: ¿por
qué existe una tensión tan grande entre la opinión de la comunidad científica y
la opinión del ciudadano medio respecto a este tema? Pero para que pueda
comprenderse mejor este interrogante es necesario dar dos informaciones complementarias.
En primer lugar: comenzar en 1988 no es una fecha arbitraria pues se trata del
año en que por primera vez un científico de la NASA, en el mismísimo Congreso
de Estados Unidos, indicó que el cambio climático obedecía a la acción del
Hombre y que, de no haber una acción inmediata, el daño sería irreversible. En
ese mismo año, la Primer Ministro británica Margaret Thatcher también advirtió
sobre el riesgo por el que atravesaría el planeta si se continuaba con esta
espiral de contaminación. Estos dos casos, naturalmente, hicieron que la
cuestión medioambiental comenzar a ganar un espacio en los medios de
comunicación que antes no existía. Pero, en segundo lugar, el ejemplo del
tratamiento de la agenda, llamemos, “ecologista”, es un caso interesante porque
allí se da un fenómeno no muy frecuente que los autores se encargan de
documentar, pues el enorme consenso existente en la comunidad científica acerca
del modo en que la acción del Hombre está afectando el futuro del planeta
contrasta con el escepticismo que, en esta materia, expresa la opinión pública.
Dado que generalmente el ciudadano común toma
conocimiento de los avances científicos gracias a los medios, es natural
sospechar que la disociación entre el punto de vista de la comunidad científica
y la mirada de la opinión pública puede estar originada en los modos en que las
noticias se expresan. Y un indicio de esto puede aparecer si respondemos por
qué los medios de comunicación (en este caso, los medios gráficos)
mayoritariamente otorgan el mismo espacio a la palabra de un científico que a
la palabra de algún referente de otra área que pone en tela de juicio la visión
de la comunidad científica. Lo diré de otra manera: si está probado que es el
Hombre el que atenta contra el planeta y por “probado” entiendo la opinión casi
unánime de la comunidad científica al respecto, ¿tiene sentido que un diario
ponga en igualdad de condiciones como parte de un debate entre “pares”, o entre
posiciones igualmente legítimas, la mirada de un científico y la mirada escéptica
que, por ejemplo, sostuvieron referentes del partido republicano o líderes
religiosos? En este punto es probable que todos acudamos a una teoría
conspirativa por la cual podríamos decir que poner en pie de igualdad ambas
posiciones obedece a que existen sectores de la dirigencia estadounidense
cómplices de las principales industrias contaminantes que, a su vez, tienen
intereses comunes con los principales medios de comunicación. Los
investigadores entienden que algo de eso hay pero van más allá y es ahí donde
la hipótesis me resulta interesante pues lo que ellos afirman es que lo que
iguala dos posiciones cuya base de sustentación es claramente distinta, es lo
que podría traducirse como “norma del equilibrio”, esto es, una serie de
principios inherentes al periodismo más allá de su línea editorial. La norma
del equilibrio exigida a todo buen periodista presupone que la manera correcta
de informar a la población es presentando siempre las dos miradas (antagónicas)
que existen sobre una temática. Así, cualquiera que haya estado dentro de un
medio sabrá que cuando un referente público dice “A” se hace preciso buscar
algún referente público que diga “No A”. Gracias a esta lógica es que puede
comprenderse que de los 636 artículos analizados por los investigadores el 78%
presentaran los dos puntos de vista como si tuvieran la misma legitimidad y la
misma jerarquía.
Si salimos de
esta investigación puntual y pensamos en medios audiovisuales, especialmente la
TV, la escenificación en formato polemista es harto frecuente no sólo en
programas políticos. Y sobre esta base es que pueden hacerse varias preguntas.
La primera es si sobre todos los temas sólo puede haber dos posiciones. ¿No
podría haber tres, cinco o mil posiciones distintas? ¿De dónde surge esta excitación
binaria que imponen los medios? Por otra parte, ¿esta perspectiva promueve el
debate público o más bien lo restringe? Pensemos en un ejemplo: ¿por qué cuando
hablamos de drogas los únicos interlocutores válidos son un periodista que
dirige una publicación dedicada a promover las bondades del consumo de
marihuana y un abogado que establece una cruzada con rasgos profundamente
autoritarios contra la despenalización? ¿Por qué cuando hablamos de aborto
llevamos a una feminista recalcitrante a enfrentar a una mujer que en cualquier
momento asume haber quedado embarazada por obra del espíritu santo? ¿Acaso es
porque en ambas situaciones se presentan posiciones que gozan de una misma
legitimidad o, al menos, representatividad? No, lo que importa es que aparezcan
las dos miradas antagónicas aun cuando pudiera darse que una de ellas sea
defendida por una amplia mayoría y goce de todo el sustento científico. Esta
lógica mediática es la que explica, también, que en el plano político se le dé
un espacio desmesurado a determinados sujetos cuyo mérito, antes que
sustentarse en las urnas o en una propuesta constructiva y coherente, se
caracteriza por una compulsión a la radicalización y a la crítica hiperbólica.
En esta línea,
y ya que hablamos de programas políticos, creo que la investigación realizada
por los Boykoff debió ir un paso más allá, pues lo que ellos denominan “norma
del equilibrio” supone una mirada acerca del rol del periodismo que los propios
medios han constituido. Porque no estamos teniendo en cuenta que cuando en un
estudio de televisión se establece un debate entre dos posiciones radicalmente
opuestas, lo que se quiere mostrar, subrepticia y sigilosamente, es que la
posición correcta se da en el justo punto medio entre esas dos miradas. Y en
ese justo punto medio el que está es el periodista, esto es, el “equilibrado”,
el que encuentra “lo bueno de cada una de las posiciones” y “critica lo malo”
de estas miradas extremas. Se establece así una valoración de los puntos
medios, del centro versus los extremos, y la representación de ese centro donde
yace la verdad es el periodista. Esta construcción está fuertemente
internalizada más allá de que ha habido un cambio cultural importante en los
últimos años que ha puesto en tela de juicio las bondades de pertenecer al
“centro”, o, si se quiere, que ha denunciado que “el centro” no es una mirada
equilibrada entre dos extremos, sino una posición que intenta autolegitimarse
desde la pretendida asepsia de la neutralidad y la objetividad. Por todo esto
es que hay que desconfiar de aquellos periodistas que se vanaglorian de dar
lugar a todo el arco de opiniones mientras presentan un esquema en el que hay
sólo dos voces. Tal desconfianza debe servir para agudizar los sentidos y notar
que detrás de las supuestas dos únicas voces, está la voz del periodista que,
sin decir nada y con apenas la escenificación de una polémica entre contrarios,
emerge como el receptáculo de una única verdad a pesar de no ser otra cosa que,
simplemente, una voz más.
miércoles, 13 de noviembre de 2013
Bestiario político argentino N° 16: Los gorgones (publicado el 8/11/13 en Diario Registrado)
A falta de una
descripción más adecuada, cabe decir que los gorgones son una suerte de seres
mixtos que tienen una vida e identidad propia pero son capaces de reunirse y
generar un único individuo semejante a lo que sería un pulpo gigante. Si aun no
le resulta claro piense en la posibilidad de tentáculos que tienen vida
autónoma pero que pueden llegar a unirse por voluntad propia para generar un
nuevo individuo verdaderamente monstruoso al cual se le pueden seguir injertando
tentáculos de manera ilimitada. Según Homero, los gorgones en forma de
tentáculo llegaron a ser casi 300, eran hijos de GEA y hermanos de las Gorgonas
Esteno, Euríale y Medusa, recordada por poseer serpientes en lugar de cabellos.
Con Medusa compartían tanto el hecho de ser mortales como el poder de
petrificar, cuando lograban unirse, a todo aquel que osara mirarles su horrendo
rostro. Esta característica hizo que se asociara a los gorgones con la protección
de los templos, es decir, aquellos lugares donde dicen que reside la verdad y
donde es posible alcanzar lo realmente existente. Pero ya desde mediados del
siglo XX esa hipótesis sólo puede resultar risueña.
Hesíodo, en
cambio, dice que los gorgones no eran hermanos sino hijos de Medusa y que
fueron el producto de las 300 gotas de sangre que surgieron en el momento en
que Perseo la decapitó. Más tarde, Apolodoro le dio a la leyenda la forma
actual y habló de ellos como estos seres que poseen una naturaleza centrípeta que
los conmina a reunirse en un gran monstruo salvo que alguna fuerza externa los
mantenga adecuados a su dispersión.
Más allá de
los desacuerdos o las diferentes descripciones que existen sobre estas
criaturas, todos los autores coinciden en algo: la única manera de salvarse de
ellos, sea que vengan en grupo como un gran monstruo, sea que vengan
individualmente como un tentáculo, es no mirarlos. Si esta advertencia no ha
llegado a tiempo y, tras mirarlos, usted ha quedado en estado pétreo, pida
ayuda a algún amigo, haga que éste le gire el rostro para dejar a los gorgones
a su espalda y verá cómo paulatinamente lo que comenzará a ver y a sentir será
algo que los griegos (y los argentinos) llaman “realidad”.
sábado, 9 de noviembre de 2013
La libertad (privada) de expresión (publicada el 7/11/2013 en Veintitrés)
Estoy muy
preocupado por la libertad de expresión en Argentina. Y tan preocupados como
yo, aunque por razones opuestas, 7 periodistas argentinos, representantes de
medios hegemónicos, viajaron a Washington para exponer su perspectiva ante la Comisión Interamericana
de Derechos Humanos que, generosamente, les había otorgado esa posibilidad. Del
intercambio con los miembros de la
Comisión quisiera tomar como disparador una de las preguntas
que la relatora para la libertad de expresión, la colombiana Catalina Botero,
les hizo a los expositores Magdalena Ruiz Guiñazú y Joaquín Morales Solá. Se
trata de una interrogación simple, diría yo, de un sentido común llano que los
interpeló consultándoles si las críticas públicas que ellos juzgan de
persecuciones gubernamentales “no se tratan también del ejercicio de la
libertad de expresión de un sector de la sociedad civil” y que, en tanto tal,
deberían “respetarse esas manifestaciones”.
Pero para
profundizar en este aspecto debemos comprender la compleja arquitectura
argumentativa que los periodistas mencionados expusieron en Washington y en la Argentina durante los
últimos años, construcción que no siempre es explicitada. La cuestión sería más
o menos así: el gobierno, afirman, ataca a los periodistas con una campaña de
deslegitimación. ¿Lo hace a través de alguna política pública? No, lo hace
desde el Canal estatal con un programa que se llama 678. ¿Sólo desde allí lo hace? No, pues, y esto lo agrego yo, sería
insólito que un programa de Televisión que sale 6 horas por semana, es decir,
que ocupa el 3,57% del aire de la pantalla de la TV pública y que no llega a un promedio de 3
puntos de rating, haya sido capaz de generar semejante clima social de
animadversión hacia el libre ejercicio del periodismo independiente. ¿Pues
entonces? No se trata sólo de 678, dicen,
sino también de otros programas (TVR
y Duro de Domar, pertenecientes a la
misma productora) emitidos en canales privados (canal 9). Esto se complementa
con, agregarían, una política de apoyar económicamente desde el gobierno a un
conjunto de medios privados alternativos de carácter paraestatal que también se
ocupan de esmerilar el buen nombre de los periodistas profesionales. Por si
esto fuera poco, concluiría el razonamiento de estos periodistas, los propios
funcionarios del gobierno se refieren con nombre y apellido a periodistas
independientes y muchas veces los acusan de realizar operaciones de prensa o,
lisa y llanamente, de mentir.
Esta lógica argumentativa,
por supuesto, trascendió el ámbito del periodismo y hoy en día es utilizada por
hombres del espectáculo y de las letras como podrían ser el escritor Marcelo
Birmajer, el cineasta Juan José Campanella o el cómico Alfredo Casero. El
primero, quien se expresa cotidianamente no sólo en sus obras sino en sus
columnas del diario Clarín y como
guionista del programa de TV de Jorge Lanata, afirmó la última semana que
“nunca se había sentido tan perseguido como ahora”. En cuanto al director de
Metegol, quien a través de su cuenta de Twitter gusta de intervenir en los
debates públicos y ha expuesto su compromiso político siendo fiscal de la Alianza UNEN en las
últimas elecciones, su visión de la libertad de expresión ha sido expuesta en
una de sus últimas apariciones radiales cuando acusó a los productos de Diego
Gvirtz (los ya mencionados 678, TVR y DDD) de “escracharlo”. Por último, Alfredo Casero amenaza con ir a organismos
internacionales para reclamar a 678 un derecho a réplica.
Expuesto el
estado de la cuestión es que imagino que ustedes comprenderán mi profunda
preocupación acerca de la libertad de expresión en la Argentina. Y hablo en
nombre propio porque pertenezco al staff de 678
y escribo en esta revista que es acusada de ser parte de la corporación de
medios paraestatal. Mi preocupación, entonces, tiene que ver con que
presentaciones como las que realizaron los periodistas mencionados y
argumentaciones como las recién expuestas por hombres de las más diversas
disciplinas impedirían, a quien escribe y a todos aquellos trabajadores de los
medios públicos, expresarse. Pero no conformes con ello también vulnerarían la
libertad de expresión de aquellos que trabajamos en medios privados como esta
revista pero tenemos una mirada distinta a la de las corporaciones mediáticas y
nos sentimos representados por varias de las políticas gubernamentales. Porque,
seamos claros: el mote de “paraestatal” es el eufemismo con el cual se designa
a todo aquel medio que no siga la agenda hegemónica y/u ose criticar a los
periodistas autodenominados independientes. Claro que no es casual la
utilización de este eufemismo porque lo que se busca instalar es que por la voz
y la pluma de todos aquellos que trabajamos en medios públicos (o privados pero
con agenda crítica hacia el periodismo tradicional) somos la voz del gobierno y
también del Estado. Sólo así se explica que los informes y las opiniones que se
vierten en un programa de TV Pública puedan ser vistos como una persecución o
un escrache. Pues de no ser así, ¿por qué la crítica
que los periodistas hegemónicos realizan a los periodistas de medios públicos
(o privados con agenda alternativa) acusándolos de inmorales, corruptos,
mentirosos y distorsionadores, son un ejercicio de la libertad de expresión, y
la crítica a los periodistas hegemónicos es un ataque a este principio
fundamental de las democracias modernas? Pareciera así que la libertad de
expresión sería sólo aquello que puede ejercerse desde medios privados críticos
al gobierno. Todo lo otro sería propaganda o persecución. La misma
lógica privatista es la que hace que algunos periodistas afirmen que una
manifestación en la que ciudadanos los critican utilizando pancartas es una
metodología cercana a una lapidación pública o a un juicio revolucionario, pero
una movilización en la que otros ciudadanos llevan pancartas y cacerolas
criticando a los políticos es una de las formas de la participación cívica.
Dicho más fácil y quitando ahora a aquellos hombres y mujeres que ejercen el
periodismo desde una agenda distinta a la que impone la concentración
mediática: ¿por qué una manifestación puede criticar a un funcionario y no a un
periodista? ¿Será porque al funcionario le “pagamos entre todos”? ¿Pero el
hecho de que “le paguemos entre todos” nos faculta a agraviarlo o a atacar su
credibilidad? ¿Significa esto que la
razón por la que consideramos que una manifestación contra un político es un
ejercicio de libertad y contra un periodista es una persecución, es que el
político es una suerte de extensión de la propiedad privada que surge del hecho
de “somos todos los que le pagamos el sueldo”? Dirán que hay que diferenciar al
funcionario público del periodista. De acuerdo (más allá de que al periodista
privado opositor también le pagamos el sueldo a través de la pauta oficial que
esos programas reciben). ¿Pero eso significa que un ciudadano como usted o como
yo no podemos públicamente desde una revista, un programa de televisión o una
pancarta, criticar a un periodista o al periodismo en general? ¿Por qué?
¿Afirmar públicamente que determinado periodista (o actor, o cineasta o lo que
fuera) defiende intereses y eventualmente poder mostrar una y otra vez sus
contradicciones es una persecución? ¿Por qué hacer eso con un periodista sería
una persecución pero hacerlo con un político es un ejercicio ciudadano?
Para
finalizar, debe quedar claro que los medios de la productora de Gvirtz no son
el gobierno y no son el Estado aun cuando uno de sus productos se emitiera por
el canal público. Tampoco son el Estado o el gobierno aquellas publicaciones,
incluyendo esta misma revista, que mantienen una agenda distinta a la
hegemónica. Porque no hay que confundir: los programas de la productora de
Gvirtz tienen un inocultable sesgo oficialista del mismo modo que las
denominadas publicaciones paraestatales en mayor o menor medida pueden tenerlo.
Pero eso no significa ser el “brazo armado de tinta” del gobierno o del Estado.
Se trata, simplemente, del ejercicio de la libertad de expresión. Ejercicio que
puede realizarse desde el ámbito privado con una línea claramente
antigubernamental pero también desde los medios públicos y desde los medios
privados con una bajada de línea más afín a la propuesta del kirchnerismo. Dicho
esto, espero que entienda mi preocupación acerca de la libertad de expresión en
la Argentina
pues quienes dicen sentirse amenazados buscan naturalizar una concepción de la
libertad de expresión restringida por la cual ésta sólo podría ser ejercida
desde un medio privado cuya línea editorial sea opositora al gobierno. Tengo
miedo que esta mirada restrictiva prospere y afecte a todos aquellos a los que
nos interesa un debate público abierto, a las futuras generaciones y a nuestro
destino republicano.
viernes, 1 de noviembre de 2013
Tres patas en busca de una fuente (publicado el 31/10/13 en Veintitrés)
Poco dato duro
y mucha especulación blanda parece haber arrojado el análisis de los resultados
de las elecciones legislativas en Argentina. Tal combinación no es casual pues
cuanto más se intenta revestir de reflexión sesuda una expresión de deseo, más
necesario es diluir la frialdad de los números en titulares concluyentes. De
hecho, hasta ahora, no ha habido editorialista de medio hegemónico que se haya
privado de asociar la palabra “derrota” y la sensación de “fin de ciclo” con el
kirchnerismo. No aprendieron del cachetazo que les dio lo sucedido entre 2009 y
2011 cuando el gobierno que anunciaban en retirada terminó alcanzando el 54% de
los votos; o quizás sí lo aprendieron pero el público se renueva, la memoria es
frágil y el continuo estado de emoción los vuelve casi inimputables. Por mi
parte, quiero brindar una cuota de especulación blanda e irresponsable pero
también algún dato duro. Porque el dato duro dice cosas. Dice, por ejemplo, que
el kirchnerismo es la primera minoría a nivel nacional tras 10 años de
gobierno, que va a mantener el quórum propio en ambas cámaras, que pasó de un
26% en las PASO a un 33% en las elecciones del domingo último ganando en la
mitad de las provincias, (revirtiendo resultados en San Juan, La Rioja y la
ciudad de Formosa), y realizando performances dignas en Córdoba y Santa Fe,
tanto en relación con lo sucedido en esas provincias en 2009 como en las
últimas internas abiertas y simultáneas. Sin embargo, los datos duros también
muestran que el kirchnerismo perdió en los 5 distritos más numerosos del país.
Al menos 4 de ellos (CABA, Mendoza, Córdoba y Santa Fe) generalmente le
resultaron hostiles pero el resultado de la Provincia de Buenos Aires ha sido
el más sorprendente más allá de que la diferencia de casi 12 puntos era
previsible tras las PASO, y que el propio Néstor Kirchner había perdido allí
una elección de medio término frente a De Narváez.
Expresados ya
los datos duros, permítame la especulación, aquella de la que tanto vivimos los
que tenemos la posibilidad de brindar una opinión en un medio masivo. Porque no
hay nada mejor que hacer futurología en el contexto en el que un oficialismo
pierde en los 5 distritos cuyo peso electoral alcanza, sumado, casi el 70% del padrón
y que, en tanto tal, conlleva que cada uno de los triunfadores se transforme
naturalmente en potencial candidato a presidente. Pero es ahí donde el
optimismo opositor debiera ser algo más cauteloso porque si el gobierno la
tiene difícil con una base del 33%, imagínese cómo la tiene el resto. Con esto
quiero decir que frente a un kirchnerismo más o menos abroquelado que resistió
la fuga masiva hacia el massismo tras las PASO, hay una enorme atomización de
candidatos: Cobos en Mendoza por la UCR; De la Sota en Córdoba por el Peronismo
residual (con un candidato que obtuvo apenas el 26% de los votos); Binner en
Santa Fe por el socialismo; Macri en CABA por el PRO, y Massa en la Provincia
de Buenos Aires por el todavía gelatinoso Frente Renovador. A ninguno de ellos
le alcanzaría por sí mismo para ganar en 2015, de lo cual se sigue la necesidad
de alianzas que nunca están exentas de dificultades. Quizás la relación más
natural se pueda dar entre Cobos, Binner y un UNEN con Carrió a la cabeza, para
intentar transformarse en un polo que pudiera atraer al menos a un 25% o 30%
del electorado; a su vez, por el lado de
la derecha peronista, un De la Sota que deberá dar un paso al costado tendrá
que elegir entre el apoyo a Massa o a Macri, candidatos que representan un
mismo sector del electorado y que ayer se lanzaron abiertamente a la carrera
presidencial.
Pero aquí empiezan los problemas: ¿acaso la
UCR, el socialismo y UNEN se animarán a dirimir su interna en las PASO del
2015? ¿Binner y la UCR aceptarían, eventualmente, apoyar a Carrió como
candidata a presidenta? ¿Carrió aceptaría apoyar a alguien que no sea ella
misma, o, al menos, a algunas de las múltiples personalidades que conviven en
ella misma? Por otra parte: ¿Macri se bajará de la carrera presidencial una vez
comprendido que el candidato del establishment que ha picado en punta ya no es
él? ¿Un Massa envalentonado y nueva esperanza blanca de las corporaciones le
cederá en bandeja el liderazgo a Macri para dedicarse al “premio consuelo” de
intentar ser gobernador de la provincia de Buenos Aires? La situación es
difícil porque Macri no tiene otra alternativa que presentarse como candidato a
presidente pues, de no hacerlo, será el fin de su intentona en la política y la
inmediata disolución del PRO; asimismo Massa están en condiciones óptimas para
intentar pegar el gran salto y esas oportunidades no pueden desaprovecharse. Pero
ser favorito durante dos años es demasiado desgaste y la sobre-expectación
puede generar un efecto contrario especialmente en muchos de los votantes que a
juzgar por los titulares de los diarios creen que Massa asumirá como presidente
la semana que viene.
Ahora bien, si
sucediera que ninguno diese el brazo a torcer y Carrió, Cobos, Binner, Massa y
Macri se presentaran como candidatos con fuerzas propias, el principal
beneficiado sería el kirchnerismo. De aquí que los años venideros serán de un
claro intento por liderar la carrera no tanto para ganar adhesión entre la
ciudadanía sino para ser los ungidos en el ámbito donde se resuelven las
candidaturas, esto es, aquel manejado por lo que algunos llaman “círculo rojo”.
Serán, entonces, los poderes fácticos los que intentarán que estas potenciales
ofertas se reduzcan a una o, en su defecto, a no más de dos. Si esta reducción
no sucede no será por diferencias ideológicas con aquellos poderes sino por
ambiciones personales de los candidatos.
Del lado del
kirchnerismo, el dilema que parece plantearse es el de “entregarse” a Scioli o
el de erigir un candidato “del riñón” aun cuando esto conlleve un riesgo alto
de salir perdidoso. El gobernador de la Provincia de Buenos Aires especula con
que CFK no tenga otra alternativa que depositar la sucesión en él pero todos
sabemos que hay grandes sectores del kirchnerismo que verían en esa acción un gesto
desesperado que podría generar una victoria pírrica a cambio de una
desfiguración identitaria irrecuperable cuyo costo se pagará en los años venideros.
Pero
independientemente de cuál sea el elegido para disputar el 2015 bajo el espacio
kirchnerista, lo cierto es que quedan dos años de gobierno en el que se pueden
generar grandes transformaciones como ya quedó demostrado tras el resultado de
2009. La clave, en este sentido, parece ser la generación de un cordón de
protección hasta el fin del mandato de la presidenta en el que intervengan los
diputados y senadores que aseguran, al menos formalmente, el quórum propio, los
gobernadores afines y el partido justicialista. Esas tres patas institucionales
buscando una fuente, son las que, juntas, deberán tolerar la andanada furiosa
que se avecina por obra, boca y pluma de los que han visto tocados sus
intereses con las políticas desarrolladas en los últimos diez años e
interpretan que están ante la gran oportunidad de regresar a un tiempo en los
que las disputas se daban entre candidaturas pero nunca entre modelos de país.
viernes, 25 de octubre de 2013
La guerra de los mundos (publicado el 24/10/2013 en Veintitrés)
“Les habla Orson Welles, (…) y
les tengo que asegurar que La guerra de
los mundos no ha tenido más intención que la de celebrar una simple fiesta.
En su versión para la radio, el teatro Mercurio también se disfrazó con una
sábana y salió desde los arbustos para asustar, diciendo “¡Buuuuuu!”. (…) Hemos
aniquilado al mundo ante sus propios oídos y destruido totalmente la CBS.
Espero que se sientan aliviados de saber que, realmente, no iba en serio y que
ambas instituciones siguen abiertas para sus negocios. Así que adiós a todos y,
por favor, recuerden al menos hasta mañana, la terrorífica lección que
aprendieron esta noche: la brillante cabeza de invasor que se encuentran en el
salón de sus casas, no es otra cosa que un habitante con una calabaza hueca y
si acaso el timbre de la puerta suena, y al abrir no ven a nadie, no será un
marciano, es Halloween”.
Así finalizaba
la emisión del programa de radio que hace exactamente 75 años hacía historia y
catapultaba al estrellato a un joven Orson Welles. Lo que había hecho el
artista que más tarde dirigiría y protagonizaría Ciudadano Kane, era bastante simple: adaptó al formato radial el
texto de una novela publicada por un casi homónimo, H. G. Wells, en 1898,
titulada La Guerra de los Mundos. En
aquel clásico de la ciencia ficción una civilización marciana invadía la Tierra
y aniquilaba todo lo que se interponía en su camino pero la adaptación al
formato radial conllevaría uno de los episodios más mencionados en el campo de las
teorías de la comunicación. Porque a pesar de que la emisión del programa de
Welles advertía desde un principio que se trataba de una dramatización, la adaptación
de la novela en el formato de boletín de noticias y la mirada ingenua que se
tenía sobre la relación entre medios de masas (incipientes) y la verdad, hizo
que mucha gente reaccionara como si efectivamente tal invasión estuviera
sucediendo. No hizo falta demasiado: varios locutores, un falso cronista que
moría alcanzado por un rayo de calor alienígena, un apócrifo piloto que gritaba
antes de estrellarse contra un robot gigante, un supuesto astrónomo que no era
otro que Welles, y algunos extra que hacían de policías y de sobrevivientes.
Todo esto mientras se pasaba música de orquesta (entre las piezas estaba una
versión de “La Cumparsita”) para ser continuamente interrumpida por pretendidos
flashes informativos en los que la tensión crecía. Se cuenta que alrededor de 1
millón de personas llegaron a las comisarías para pedir ayuda, colapsaron las líneas,
y hasta corrían sin destino con pañuelos en la boca para evitar inhalar los
gases tóxicos que emanaban nuestros visitantes del planeta rojo. El episodio
llegó a la tapa del New York Times y
Orson Welles tuvo que pedir disculpas ante una audiencia que se había sentido
engañada. No importaba que se hubiera advertido al principio, y que, a los
cuarenta minutos de la emisión de una hora, se haya vuelto a aclarar que se
trataba de una representación. Lo que había ganado era el soporte. Pues “si lo
dicen en la radio, debe ser verdad”.
Este increíble hecho es el ejemplo que se
utiliza para graficar una visión acerca de la relación entre medios y audiencia
que hoy ha caído en desuso. Algunos la llaman “la teoría de la aguja
hipodérmica” porque es una teoría que, influida por el conductismo, supone que
el mensaje de los medios penetra “bajo la piel” de la masa y, tras
internalizarse, produce un comportamiento homogéneo en todos los receptores.
Con los años, esta visión acabó siendo demasiado simplificadora porque supone
que el receptor es estrictamente pasivo y porque afirma que el mismo mensaje
será decodificado por toda la audiencia del mismo modo. Hoy, cualquier teoría
de la comunicación seria asume, de una manera u otra, que los receptores no
actúan como autómatas y que el mensaje que proviene de los medios es
recepcionado en el marco de una red conceptual que tiene que ver con la propia
historia del sujeto.
De aquí que no
se pueda sostener que todo es culpa de los medios, más allá de que muchos se
toman de esto para deducir, en un salto lógico al vacío, que eso significa que
los medios no influyen y que las audiencias son receptáculos de pensamiento
crítico. Digamos entonces que los medios influyen, y mucho, aunque nunca
determinan completamente porque las audiencias no son estrictamente pasivas más
allá de que hay un creciente esfuerzo por la manipulación con estrategias que
siempre van un paso delante de la capacidad de adaptación de la población.
Porque está claro que la “educación mediática” de 1938 no era la misma que la que
se tiene en 2013 pero la posibilidad de manipular audiencias hoy cuenta con
mecanismos mucho más sofisticados y una mediatización de la vida infinitamente
más profunda.
Ahora bien, llevado al terreno actual, ¿hay
alguna diferencia entre la audiencia que creyó en el bombardeo extraterrestre y
la que considera que el disco rígido robado y encontrado en la mochila del
motorman de la locomotora que chocó en Once fue puesto allí por una “célula de
La Cámpora” como indicaron miembros de La Fraternidad y Jorge Lanata en su
programa de Televisión? Leyó bien. Representantes de los trabajadores y
periodistas opositores dijeron que el disco rígido que contiene las pruebas de
los movimientos del tren y de la idoneidad del motorman no fue robado por él
sino que apareció en su mochila por una estrategia del gobierno que quiso “plantarle”
una prueba. Claro que nadie puede explicar por qué el gobierno haría esto, ya
que, si el motorman es inocente, el disco rígido puesto allí (supuestamente por
La Cámpora) demostraría, en manos del juez, que el motorman actuó bien y que el
error fue de la máquina. Pero hoy, ya no la verdad, sino la verosimilitud misma,
se ha transformado en un lujo que la urgencia de la información no permite. Y
con esto, claro está, no pretendo defender al gobierno o exculparlo de
deficiencias en el área de transporte. Simplemente me estoy refiriendo al modo
en que determinados medios, para ganar credibilidad, se nutren de una audiencia
a la que, en paralelo, van constituyendo. Y a medida en que la calidad de las
invenciones y las justificaciones va mermando debe mermar también la capacidad
crítica de la audiencia. Porque antes las operaciones de prensa, al menos, eran
solapadas, de inoculación lenta y con hedor sutil. Hoy están a la vista, huelen
a pescado y son impulsadas por emisores de una mediocridad escalofriante que
necesitan, claro está, de un receptor acorde. Esto puede explicar que el tema
de la semana, después del de Cabandié, sea la opinión de Alfredo Casero, un
humorista que en cada expresión parece luchar contra dificultades de atención y
una gramática con subordinadas huérfanas de origen que en una “media lengua”
lograron afirmar el decálogo más oligofrénico de las verdades mediáticas: que
se vive con miedo, que a quien opina distinto le mandan la AFIP, que la Cámpora
es demoníaca y que hay que contar la otra verdad de los 70. Todo esto, claro
está, acompañado del rapto de heroicidad del fronterizo que mientras denuncia
una presunta dictadura asesina por TV, recibe como revelación un deber de
luchar contra el mal y de no callarse la boca, aun desde la “clandestinidad”
(sic) frente a los que querrían “ponerle un bozal mediático”.
Para concluir,
y descartada la mirada de la aguja hipodérmica, lo que más bien cabe decir es
que las audiencias de la actualidad son audiencias desolladas, en carne viva,
sensibles y continuamente estimuladas que mayoritariamente pueden acompañar
noticias falsas en tanto sean confirmatorias de prejuicios y sean funcionales a
los deseos que los propios medios también ayudaron a construir. No son pasivas
pero eso no las transforma en una masa crítica. Porque el bombardeo, que no es
marciano, es un bombardeo de estímulos que no permite nunca la cicatrización,
ni las costras, ni los callos, ya que lo que se busca es mantener una
hipersensibilidad que 48 horas de veda
electoral no podrá suavizar. Porque este tipo de audiencia es la que no oyó las
dos veces en que Welles advirtió que se trataba de una representación y que
tampoco oyó a Lanata cuando en su programa de radio admitió que la cámara a
Cabandié fue una operación política (donde en ningún momento se “chapea con los
desaparecidos” para evitar pagar una multa, lo cual no lo exime, claro está, de
la responsabilidad por exigir un “correctivo” a los superiores de la agente).
Es la audiencia que lee Clarín pero
que, en el mejor de los casos, dice no estar ni con unos ni con los otros, y
considera que la guerra de los mundos es aquella que se libra entre dos
facciones de poder, la que está al frente de un multimedio hegemónico y la que
está al frente del gobierno. Son los mismos que, si un día el diario viene con
una calabaza gigante, van a decir que se trata de un sabotaje de la Cámpora
mientras la verdadera guerra de los mundos, aquella que se libra entre la
verdad y la ficción, o al menos entre lo verosímil y lo inverosímil, se les mea
de risa en la cara.
domingo, 20 de octubre de 2013
Un kirchnerista defensor del periodismo militante (publicado el 16/10/13 en Veintitrés)
Adivina, adivinador: ¿a quién
pertenece este fragmento?
“Hablar de la prensa es hablar de
la política, del gobierno, de la vida misma de la República, pues la prensa es
su expresión, su agente, su órgano. Si la prensa es un poder público, la causa
de la libertad se interesa en que ese poder sea contrapesado por sí mismo. Toda
dictadura, todo despotismo, aunque sea el de la prensa, son aciagos a la
prosperidad de la República”.
Alguien que diga que puede haber
una dictadura de la prensa debe ser contemporáneo y, en caso de ser argentino,
seguramente, es un kirchnerista fundamentalista pues ha vinculado la prensa a
la política. Le daré otro fragmento mientras imagina de quién se trata:
“¿Se ocuparía hoy la prensa de lo
mismo que se ocupó durante los últimos quince años? No ciertamente: eso sería
ir contra el país, y contra el interés nuevo y actual del país. El escritor
liberal que repitiese hoy el tono, los medios, los tópicos que empleaba (…) se
llevaría chasco, quedaría aislado y sólo escribiría para no ser leído”.
Evidentemente es un kirchnerista
de paladar negro, alguien que quiere “un diario de Yrigoyen” y no se da cuenta
de la importancia que tienen los medios independientes si es que deseamos vivir
en una democracia armónica que incluya todas las miradas. Por cierto, además,
está preso de una retórica anacrónica, setentista, diría yo, que todavía divide
al mundo en derechas e izquierdas, o, liberales y populares. Con algunos
fragmentos más se develará el misterio:
“Desgraciadamente, la tiranía que
hizo necesaria una prensa de guerra ha durado tanto que ha tenido tiempo de
formar una educación entera en sus sostenedores y en sus enemigos. Los que han
peleado por diez o quince años han acabado por no saber hacer otra cosa que
pelear” (…) “El soldado licenciado de la vieja prensa vuelve con dolor su vista
a los tiempos de la gloriosa guerra. La posibilidad de su renovación es un
dorado ensueño. De buena gana repondría diez veces al enemigo caído, para tener
gusto de reportar otras diez glorias en destruirlo. Pelear, destruir, no es
trabajo en él; es hábito, es placer, es gloria. Es además oficio que da de
vivir como otro; es devoción fiel al antiguo oficio; es vocación invencible
otras veces: es toda una educación finalmente”.
Sin dudas es alguien que tiene
una mirada muy crítica sobre el periodismo, lo cual, necesariamente lleva a
pensar que no debe publicar en medios tradicionales. Menos aún lo imagino como
un referente o alguien frecuentemente citado como podría ser un prócer o un
hombre determinante en la formación institucional de nuestro país. Pues tiene
el desparpajo paranoide de suponer que el periodismo inventa enemigos cuando
eso es propiedad de la política que divide a los argentinos. Seguramente,
entonces, se debe tratar de un outsider
de esos que tienen espacio en blogs o en medios paraoficiales solventados con
el dinero de todos. Además parece hablar con una soberbia típica de esos chicos
de La Cámpora cuando parece posicionarse en el futuro para afirmar que los
periodistas que han peleado siempre no saben hacer otra cosa que pelear. Como
si se ubicase más allá del 2015 en un país donde no sabemos qué pasará mañana y
lo mejor que podemos hacer es aguardar escondidos debajo de la cama.
Seguramente con algunos párrafos más todo quedará aclarado:
“La prensa que subleva a las
poblaciones argentinas contra su autoridad de ayer, haciéndoles creer que es
posible acabar en un día con esa entidad indefinible y pretende que con sólo
destruir a este o aquel jefe es posible realizar la República representativa
desde el día de su caída, es una prensa de mentira, de ignorancia y de mala fe:
prensa del vandalaje y de desquicio, a pesar de sus colores y sus nombres de
civilización” (…) “¿Qué piensa hacer la vieja prensa en ese tiempo? ¿Piensa
emplear las mismas armas (…)? ¿Piensa siempre llamar “venal”, “corrompido”, “servil”
al escritor o al orador que por desgracia no vea las cosas como las ve el
antiguo combatiente (…)?
Se va armando un perfil claro me
parece: kirchnerista de paladar negro, anacrónico, outsider, quizás bloggero a sueldo, camporista y probablemente
periodista de 678 ofendido porque le dicen “venal” ante la insólita defensa de
lo indefendible a las que nos tienen acostumbrados. Es demasiado lineal para
ser verdad pero créame que no es un invento mío y que esta nota no terminará
con usted sumido en el engaño mientras le confieso que los fragmentos son
apócrifos. Le doy una oportunidad más.
“En las edades y países de
caudillaje, hay caudillos en todos los terrenos. Los tiene la prensa lo mismo
que la política. La tiranía, es decir, la violencia está en todos, porque en
todos falta el hábito de someterse a la regla” (…) “La prensa, como elemento y
poder político, engendra aspiraciones lo mismo que la espada; pero en nuestras
poblaciones incultas, automáticas y destituidas de desarrollo intelectual, la
prensa que todo lo prepara, nada realiza en provecho de sus hombres, y sólo
allana el triunfo de la espada”.
Entramos en el terreno de lo
inaudito. Esto parece ya una diatriba contra el diario La Nación. O aún peor, parece escrito por Guillermo Moreno. Falta
que diga que el diario Clarín y sus
periodistas defensores tienen las manos manchadas con sangre. ¿La pluma
justificando la espada? A lo sumo puede haber ocurrido en otro país pero lo
dudo. Finalmente el periodismo será crítico del poder o sólo será propaganda.
Ahora sí, aunque no sé si vale la pena seguir leyendo a este caballero, le
agrego los últimos fragmentos.
“Tenemos la costumbre de mirar la
prensa como terreno primitivo de la libertad y a menudo es refugio de las
mayores tiranías, campo de indisciplina,
de violencia y de asaltos vandálicos contra todas las leyes del deber.
La prensa, como espejo que refleja la sociedad de que es expresión, presenta
todos los defectos políticos de sus hombres”. (…) “[El periodista] Predica el
europeísmo y hace de él un arma de guerra contra los caudillos de espada; pero
no toma para sí el tono y las costumbres europeas del Times o el Diario de Debates
parisiense en la impugnación y el ataque. Defiende las garantías privadas
contra los ataques del sable, pero olvida que el hogar puede ser violado por la
pluma. Estigmatiza al gaucho que hace maneas con la piel del hombre, y él saca
pellejo a su rival político con pretexto de criticarlo”.
Lo que faltaba: criticar por
cipayo al periodista que lo único que hace es denunciar al poder, y enojarse
indirectamente con la sociedad civil afirmando que la prensa es su espejo. Si
todavía no sabemos de quién se trata sí se puede inferir que esto debe estar escrito
por un kirchnerista enojado después de las PASO y muestra la reacción de quien
le da la espalda a la sociedad y la culpa por no darse cuenta de a quién
vota.
En fin, se acaba el espacio y
usted está ansioso. Observo el título del libro del que fueron extraídos estos
fragmentos y dice Cartas Quillotanas.
Publicado en 1853. ¿Su autor? Un kirchnerista defensor del periodismo militante
llamado Juan Bautista Alberdi.