“Les habla Orson Welles, (…) y
les tengo que asegurar que La guerra de
los mundos no ha tenido más intención que la de celebrar una simple fiesta.
En su versión para la radio, el teatro Mercurio también se disfrazó con una
sábana y salió desde los arbustos para asustar, diciendo “¡Buuuuuu!”. (…) Hemos
aniquilado al mundo ante sus propios oídos y destruido totalmente la CBS.
Espero que se sientan aliviados de saber que, realmente, no iba en serio y que
ambas instituciones siguen abiertas para sus negocios. Así que adiós a todos y,
por favor, recuerden al menos hasta mañana, la terrorífica lección que
aprendieron esta noche: la brillante cabeza de invasor que se encuentran en el
salón de sus casas, no es otra cosa que un habitante con una calabaza hueca y
si acaso el timbre de la puerta suena, y al abrir no ven a nadie, no será un
marciano, es Halloween”.
Así finalizaba
la emisión del programa de radio que hace exactamente 75 años hacía historia y
catapultaba al estrellato a un joven Orson Welles. Lo que había hecho el
artista que más tarde dirigiría y protagonizaría Ciudadano Kane, era bastante simple: adaptó al formato radial el
texto de una novela publicada por un casi homónimo, H. G. Wells, en 1898,
titulada La Guerra de los Mundos. En
aquel clásico de la ciencia ficción una civilización marciana invadía la Tierra
y aniquilaba todo lo que se interponía en su camino pero la adaptación al
formato radial conllevaría uno de los episodios más mencionados en el campo de las
teorías de la comunicación. Porque a pesar de que la emisión del programa de
Welles advertía desde un principio que se trataba de una dramatización, la adaptación
de la novela en el formato de boletín de noticias y la mirada ingenua que se
tenía sobre la relación entre medios de masas (incipientes) y la verdad, hizo
que mucha gente reaccionara como si efectivamente tal invasión estuviera
sucediendo. No hizo falta demasiado: varios locutores, un falso cronista que
moría alcanzado por un rayo de calor alienígena, un apócrifo piloto que gritaba
antes de estrellarse contra un robot gigante, un supuesto astrónomo que no era
otro que Welles, y algunos extra que hacían de policías y de sobrevivientes.
Todo esto mientras se pasaba música de orquesta (entre las piezas estaba una
versión de “La Cumparsita”) para ser continuamente interrumpida por pretendidos
flashes informativos en los que la tensión crecía. Se cuenta que alrededor de 1
millón de personas llegaron a las comisarías para pedir ayuda, colapsaron las líneas,
y hasta corrían sin destino con pañuelos en la boca para evitar inhalar los
gases tóxicos que emanaban nuestros visitantes del planeta rojo. El episodio
llegó a la tapa del New York Times y
Orson Welles tuvo que pedir disculpas ante una audiencia que se había sentido
engañada. No importaba que se hubiera advertido al principio, y que, a los
cuarenta minutos de la emisión de una hora, se haya vuelto a aclarar que se
trataba de una representación. Lo que había ganado era el soporte. Pues “si lo
dicen en la radio, debe ser verdad”.
Este increíble hecho es el ejemplo que se
utiliza para graficar una visión acerca de la relación entre medios y audiencia
que hoy ha caído en desuso. Algunos la llaman “la teoría de la aguja
hipodérmica” porque es una teoría que, influida por el conductismo, supone que
el mensaje de los medios penetra “bajo la piel” de la masa y, tras
internalizarse, produce un comportamiento homogéneo en todos los receptores.
Con los años, esta visión acabó siendo demasiado simplificadora porque supone
que el receptor es estrictamente pasivo y porque afirma que el mismo mensaje
será decodificado por toda la audiencia del mismo modo. Hoy, cualquier teoría
de la comunicación seria asume, de una manera u otra, que los receptores no
actúan como autómatas y que el mensaje que proviene de los medios es
recepcionado en el marco de una red conceptual que tiene que ver con la propia
historia del sujeto.
De aquí que no
se pueda sostener que todo es culpa de los medios, más allá de que muchos se
toman de esto para deducir, en un salto lógico al vacío, que eso significa que
los medios no influyen y que las audiencias son receptáculos de pensamiento
crítico. Digamos entonces que los medios influyen, y mucho, aunque nunca
determinan completamente porque las audiencias no son estrictamente pasivas más
allá de que hay un creciente esfuerzo por la manipulación con estrategias que
siempre van un paso delante de la capacidad de adaptación de la población.
Porque está claro que la “educación mediática” de 1938 no era la misma que la que
se tiene en 2013 pero la posibilidad de manipular audiencias hoy cuenta con
mecanismos mucho más sofisticados y una mediatización de la vida infinitamente
más profunda.
Ahora bien, llevado al terreno actual, ¿hay
alguna diferencia entre la audiencia que creyó en el bombardeo extraterrestre y
la que considera que el disco rígido robado y encontrado en la mochila del
motorman de la locomotora que chocó en Once fue puesto allí por una “célula de
La Cámpora” como indicaron miembros de La Fraternidad y Jorge Lanata en su
programa de Televisión? Leyó bien. Representantes de los trabajadores y
periodistas opositores dijeron que el disco rígido que contiene las pruebas de
los movimientos del tren y de la idoneidad del motorman no fue robado por él
sino que apareció en su mochila por una estrategia del gobierno que quiso “plantarle”
una prueba. Claro que nadie puede explicar por qué el gobierno haría esto, ya
que, si el motorman es inocente, el disco rígido puesto allí (supuestamente por
La Cámpora) demostraría, en manos del juez, que el motorman actuó bien y que el
error fue de la máquina. Pero hoy, ya no la verdad, sino la verosimilitud misma,
se ha transformado en un lujo que la urgencia de la información no permite. Y
con esto, claro está, no pretendo defender al gobierno o exculparlo de
deficiencias en el área de transporte. Simplemente me estoy refiriendo al modo
en que determinados medios, para ganar credibilidad, se nutren de una audiencia
a la que, en paralelo, van constituyendo. Y a medida en que la calidad de las
invenciones y las justificaciones va mermando debe mermar también la capacidad
crítica de la audiencia. Porque antes las operaciones de prensa, al menos, eran
solapadas, de inoculación lenta y con hedor sutil. Hoy están a la vista, huelen
a pescado y son impulsadas por emisores de una mediocridad escalofriante que
necesitan, claro está, de un receptor acorde. Esto puede explicar que el tema
de la semana, después del de Cabandié, sea la opinión de Alfredo Casero, un
humorista que en cada expresión parece luchar contra dificultades de atención y
una gramática con subordinadas huérfanas de origen que en una “media lengua”
lograron afirmar el decálogo más oligofrénico de las verdades mediáticas: que
se vive con miedo, que a quien opina distinto le mandan la AFIP, que la Cámpora
es demoníaca y que hay que contar la otra verdad de los 70. Todo esto, claro
está, acompañado del rapto de heroicidad del fronterizo que mientras denuncia
una presunta dictadura asesina por TV, recibe como revelación un deber de
luchar contra el mal y de no callarse la boca, aun desde la “clandestinidad”
(sic) frente a los que querrían “ponerle un bozal mediático”.
Para concluir,
y descartada la mirada de la aguja hipodérmica, lo que más bien cabe decir es
que las audiencias de la actualidad son audiencias desolladas, en carne viva,
sensibles y continuamente estimuladas que mayoritariamente pueden acompañar
noticias falsas en tanto sean confirmatorias de prejuicios y sean funcionales a
los deseos que los propios medios también ayudaron a construir. No son pasivas
pero eso no las transforma en una masa crítica. Porque el bombardeo, que no es
marciano, es un bombardeo de estímulos que no permite nunca la cicatrización,
ni las costras, ni los callos, ya que lo que se busca es mantener una
hipersensibilidad que 48 horas de veda
electoral no podrá suavizar. Porque este tipo de audiencia es la que no oyó las
dos veces en que Welles advirtió que se trataba de una representación y que
tampoco oyó a Lanata cuando en su programa de radio admitió que la cámara a
Cabandié fue una operación política (donde en ningún momento se “chapea con los
desaparecidos” para evitar pagar una multa, lo cual no lo exime, claro está, de
la responsabilidad por exigir un “correctivo” a los superiores de la agente).
Es la audiencia que lee Clarín pero
que, en el mejor de los casos, dice no estar ni con unos ni con los otros, y
considera que la guerra de los mundos es aquella que se libra entre dos
facciones de poder, la que está al frente de un multimedio hegemónico y la que
está al frente del gobierno. Son los mismos que, si un día el diario viene con
una calabaza gigante, van a decir que se trata de un sabotaje de la Cámpora
mientras la verdadera guerra de los mundos, aquella que se libra entre la
verdad y la ficción, o al menos entre lo verosímil y lo inverosímil, se les mea
de risa en la cara.