Uno de los mantras
del liberalismo de derecha en la actualidad es la exaltación de una presunta
oposición entre Estado y libertad. Se dice que a más Estado, menos libertad de
los individuos o que, cuanto menos Estado haya, más libres serán los
ciudadanos. Como se verá a continuación, este punto de vista excede la
discusión teórica y puede palparse en los diferentes debates acerca de la
acción de los gobiernos. Tomemos algunos ejemplos. Cuando se discutían los
porcentajes de los derechos de exportación que tanto molestan a las patronales
del campo, aparecía con fuerza la idea de que el Estado confisca la ganancia
legítima fruto del sudor de la frente de los productores individuales; algo
similar surge cuando a una inspección de la AFIP se la llama “apriete” o cuando
algunos cultores de los juegos de palabras la llaman “Gestapo-AFIP”. Ni que
hablar si se toma el caso de la restricción a la venta de dólares o el enojo de
turistas argentinos que desde Punta del Este se quejan de no poder viajar al
exterior. En todos estos casos, entonces, el Estado aparece como el principal
enemigo de la libertad individual.
Ahora bien, si
se repasan los ejemplos que acabo de dar, notará que se trata de casos
vinculados a un Estado que interviene en la economía de los individuos y que se
ha dejado de lado otras formas de intervención estatal. ¿Por qué hice ese
recorte? Porque pareciera que este liberalismo que ulula desde la principales
usinas mediáticas pide que el Estado no intervenga en la economía pero le exige
que tenga completa intervención en otras áreas, como ser, por ejemplo, la
protección del derecho a la propiedad. Esto hace que deba revisarse la
definición inicial para observar que esta línea de pensamiento tan enraizada en
el sentido común argentino, rezonga cuando el Estado le cobra impuestos pero
también rezonga si el Estado no llena de policías la calle o no ejerce las
tareas de control de servicios privatizados.
Esta tensión
es la que quiero desarrollar en estas líneas haciendo especial énfasis en la
importancia que tiene la financiación del Estado para el otorgamiento de los
derechos que la ciudadanía exige. Con esto pienso mostrar que el
desfinanciamiento del Estado por el que tanto pregona cierto liberalismo,
deriva en la imposibilidad de poder cumplir con las exigencias mínimas que la
constitución nacional otorga a los ciudadanos. Así, lo que el relato opositor
denomina “La Caja”, no es otra cosa que la condición de posibilidad para
garantizar no sólo los derechos sociales, generalmente presentados como
clientelísticos, sino también esos “otros” derechos básicos que ciertas clases
acomodadas entienden como básicos y obligatorios para cualquier Estado.
Ahora bien,
una buena manera de comenzar esta indagación puede ser ir en busca de
referentes ideológicos que brinden herramientas y fundamentos para repensar
esta problemática. Y para no realizar una selección que alguien pudiera afirmar
como sesgada podríamos trasladarnos a algunas de las reflexiones de, probablemente,
los dos más importantes pensadores argentinos del siglo XIX, aquellos que
suelen ser reivindicados por el liberalismo y que discutieron fervientemente
proyectos de país. Me refiero, claro está, a Sarmiento y Alberdi. ¿Qué pensaba
cada uno de ellos acerca de la relación entre la recaudación en manos del
Estado y los derechos ciudadanos?
Si nos
centramos en Sarmiento, siguiendo la línea de lo que ya había desarrollado en Argirópolis, en su Comentarios a la Constitución de la Confederación Argentina, éste afirma
taxativamente “Todo poder tiene por base la renta”. En esta misma línea,
Alberdi en Estudios sobre la Constitución
Argentina indica: “Se puede decir que el artículo 4 de la Constitución y
sus correlativos contienen la verdadera creación del poder nacional o federal.
Es por el Tesoro únicamente como la autoridad, que en sí es un derecho
abstracto, se vuelve un hecho real y práctico. No hay poder donde no hay
finanzas: ellas son el ejército, la lista civil, la Marina, las obras públicas,
el progreso, la paz; en una palabra: la autoridad.”
Detrás de
estas definiciones aparece con claridad la relación intrínseca entre
recaudación y poder, relación que, en este caso, no responde al latiguillo de
la acusación que un cierto republicanismo vacuo le hace a aquellos gobiernos
que abogan por una recuperación de la iniciativa estatal. Más bien se está
pensando en que no puede haber soberanía ni construcción nacional sin un
mecanismo de recaudación de impuestos centralizada. ¿Es que acaso Sarmiento y
Alberdi eran populistas y no lo sabían? No lo creo, más bien diría que tales
definiciones deben comprenderse a partir de esa capacidad que ambos tenían: el
poder complementar la proyección de modelos ideales sin dejar de soslayo la
trágica historicidad de las necesidades de un territorio en construcción. Dicho
esto, supongamos que advertimos la necesidad de circunscribir las afirmaciones
de Sarmiento y Alberdi en el contexto de un espacio físico en el que se
comenzaba a reconocer en Rosas el mérito de haber impuesto el orden. Aun
aceptando eso, creo posible mostrar la importancia de un Estado fuertemente
recaudador en los términos estrictamente republicanos por el que se transita en
la actualidad. Dicho de otra manera, un Estado fuerte, con capacidad financiera,
es central para que los Estados respeten los principios que sus propias constituciones exigen hoy. Esta es la
hipótesis del libro El costo de los
derechos, publicado por Stephen Holmes y Cass Sunstein en el año 1999 y
reeditado recientemente en Argentina. Si bien no se puede ubicar a los autores
como parte de ideologías marxistas o populistas, el libro se ocupa de
desarrollar varios aspectos muy útiles al momento de contribuir con varias de
las discusiones que se dan en la Argentina hoy frente a la derecha neoliberal,
o libertaria, como se la denomina en el mundo anglosajón.
Para entrar en
el núcleo del debate déjeme recordarle que éste se da en el marco de una discusión
interesante acerca de lo que se conoce como derechos de primera generación
(derechos civiles y políticos), derechos de segunda generación (sociales y
económicos) y derechos de tercera generación (acerca de las generaciones
futuras, colectivos étnicos y medio ambiente). Las visiones más liberales
afirman que los únicos derechos que un Estado debe garantizar son los derechos
de primera generación pues no es posible costear una educación pública, libre y
gratuita, una vivienda y un trabajo digno, un sistema de salud de libre acceso,
ni reivindicaciones vinculadas a ayudas a grupos puntuales (como pueden ser
grupos étnicos) o a la exigencia de un aire respirable para las generaciones futuras.
Simplemente se necesita proteger la propiedad privada, la integridad física y
la participación en elecciones para elegir representantes (en algunos casos ni
siquiera esto último). Siguiendo esta lógica, la única razón de la intervención
estatal radica en proteger ese núcleo de derechos básicos. En cuanto a los
derechos de segunda y tercera generación se trata de reivindicaciones que deben
quedar libradas a la lógica del mercado dado que supondrían una erogación injusta
para algunos miembros de la sociedad. Dicho más fácil, para solventar el acceso
a los derechos de segunda y tercera generación habría que sacarle a los que más
tienen para darle a los que menos tienen.
¿Es correcto
este argumento? Holmes y Sunstein dicen que no. ¿Pero cómo pueden justificar
esta respuesta? Al fin de cuentas, ¿no resulta claro, si vamos a un ejemplo
vernáculo, que una política como la Asignación Universal por hijo supone una
fuerte erogación por parte del Estado? Efectivamente. Eso resulta innegable.
Pero la estrategia de los autores pasa por preguntar: ¿acaso los derechos
civiles y políticos no suponen también una fuerte erogación? Pensemos en la
seguridad. Hay que pagarle el sueldo a los policías; hay que equiparlos; hay
que adquirir nueva tecnología y formarlos para lo cual se necesitan
instituciones, docentes, etc. Además hay que controlarlos para que no sean
corruptos y que no abusen de su autoridad. Eso supone la creación de organismos
de control que, para que sean eficaces, deben ser bien solventados.
En palabras de
los autores (y más allá de que el dato no esté actualizado, su elocuencia
alcanza): “En 1992, por ejemplo, en Estados Unidos se gastaron alrededor de 73
mil millones de dólares –una suma mayor que el PBI de más de la mitad de los
países del mundo- en protección policial y corrección criminal. Buena parte de
ese gasto, por supuesto, se destinó a proteger la propiedad privada”.
Pasemos ahora
a la Justicia, aquella a la que recurren las corporaciones económicas y los
ciudadanos de a pie cuando consideran que el Estado está afectando su
propiedad. ¿Cuánto cuesta mantener a los jueces, sus secretarios, y los
espacios físicos para guardar expedientes cuya finalidad es garantizar que se
cumplan los derechos de cada uno de nosotros?
¿Y si hablamos
de los gastos de Defensa más allá de que, por ejemplo, nuestro país, no se
encuentre, ni por asomo, ante una hipótesis de conflicto?
A esto debemos
agregar las inversiones en infraestructura para que, por ejemplo, un productor
pueda transportar sus productos a menor costo o la inversión en tecnología para
que existan canales donde poder expresarse con libertad, o asociarse; lo mismo
sucede con la energía y con, probablemente cada una de las pequeñas cosas que
consideramos propias y fruto del esfuerzo individual pero que no podrían haber
sido nunca llevadas adelante por una única persona. Porque ni siquiera el más
recalcitrantemente liberal podría por sí mismo garantizarse todos los derechos
civiles y políticos que reclama sin la existencia del Estado. Por último, ¿qué
erogación supone cada acto eleccionario? ¿Cuánto cuesta controlar los padrones,
pagarles a las autoridades de mesa o a los que trabajan en los centros de
cómputos? ¿Cuánto costarían las máquinas para el voto electrónico que para
algunos sería el remedio contra el clientelismo (más allá de que no puedan
explicar bien por qué)?
Por esto, me
permito concluir con un último párrafo en el que los autores explican con claridad
algo que la verba antiestatal debiera asimilar:
“Debemos añadir a estas
observaciones la proposición correlativa de que los derechos de propiedad
dependen de manera excluyente de un Estado dispuesto a cobrar impuestos y a
gastar. Defender los derechos de propiedad es costoso. Identificar con
precisión la suma exacta de dinero dedicada a la protección de los derechos de
propiedad plantea complejos problemas contables. Pero algo está claro: un
Estado incapaz, en determinadas condiciones, de “apropiarse” de bienes privados
tampoco podría protegerlos con eficacia (…) Al fin de cuentas, es posible que
los derechos de propiedad le cuesten al tesoro público más o menos tanto como
nuestros programas sociales”.
De esto se sigue que sin recaudación, sin un
Estado que tenga los recursos suficientes, no habría derechos de segunda y
tercera generación pero tampoco de primera. Quizás muchos no se han dado cuenta
de ello o quizás su modelo ideal sea vivir en territorios sin ley con custodia
privada, donde la participación ciudadana y las elecciones periódicas sean sólo
un artículo anticuado que yazca olvidado en las estanterías de un museo
saqueado.