Apenas dos
meses atrás, en ocasión de una suerte de gran puesta en escena realizada por
Eduardo Feinmann quien durante algunas horas dio a entender que el gobierno
buscaba censurarlo, escribí en esta revista una nota que hacía referencia a lo
que, desde mi punto de vista, eran “los nuevos censores”. Y si bien no es mi
objetivo endilgarme ninguna visión profética, esta semana, lamentablemente,
fuimos testigos de una prueba a favor de la que había sido mi hipótesis en
aquel momento, a saber: a diferencia de la censura clásica realizada por los
gobiernos utilizando el aparato estatal, los principales sujetos que llevan
adelante hoy los ataques contra la libertad de expresión, son las corporaciones
mediático-económicas.
En aquella
nota trataba de profundizar de qué manera una corporación mediático-económica
podía atentar contra la libertad de expresión y señalaba que la respuesta es
bastante más compleja de lo que imaginaba. En este sentido, los intentos de
acallar opiniones o expresiones disidentes respecto de los intereses de estos
grupos, están dados, desde el vamos, por la posición dominante que hace que
quien ose disentir con la línea editorial vea vedada la posibilidad de trabajar
no sólo en la señal en cuestión sino en todas las empresas de la corporación,
sea que vengan en forma de Radio, TV o Gráfica. Pero además, el poder de un
grupo dominante en los medios puede ahogar la opinión diversa a través del
monopolio en la producción del papel o presionando a las empresas privadas para
que no inviertan publicitariamente en medios alternativos. Sin embargo, lo
ocurrido apenas algunos días atrás da cuenta de que este tipo de estrategias no
han sido suficientes pues insólitamente, a través de su “ejército” de abogados,
el Grupo Clarín ha denunciado penalmente a funcionarios del gobierno y a
periodistas por incitación a la violencia colectiva y, eventualmente, coacción
agravada. El primero de los delitos tiene penas de entre 3 y 6 años; el segundo
puede alcanzar un castigo de hasta 10 años. De más está decir que ninguno de
ellos es excarcelable.
Los
periodistas denunciados han sido el ex director del diario Tiempo Argentino, Roberto Caballero, los panelistas de 678, Sandra
Russo, Orlando Barone y Edgardo Mocca, y el relator de Fútbol para Todos,
Javier Vicente. Se trata, sin duda, de figuras de espacios desde los que se
critica duramente a Clarín. Roberto Caballero, era el director del humilde Tiempo Argentino cuando su grupo de
periodistas investigó y aportó pruebas para denunciar a Héctor Magnetto por
delito de lesa humanidad en el caso de la apropiación de Papel Prensa; Sandra
Russo, por su parte, es junto a Orlando Barone, la cara más representativa de
678, programa que ha incluido a Edgardo Mocca entre sus panelistas y que marcó
un punto de inflexión que fracturó a la corporación periodística; por último,
Javier Vicente es sólo uno de los tantos relatores de las transmisiones de
fútbol en manos estatal, es decir, alguien que le pone la voz a los partidos
que, en momentos de monopolio privado, sirvieron para que el grupo Clarín
aniquilará la competencia del resto de los cableoperadores a lo largo del país.
¿Por qué Vicente y no otro? Porque Vicente es abiertamente kirchnerista y hasta
es apodado, en su programa de radio, “el relator militante”.
Si bien la
denuncia es tan descabellada que difícilmente pueda prosperar y en las horas en
las que escribo esta nota se dice que, ante la reacción transversal de
referentes periodísticos, los abogados del Grupo rectificarían la denuncia para
incluir a los periodistas sólo como testigos, lo que hay que analizar es la
carga simbólica de la acción de acusar a comunicadores por el simple hecho de
verter una opinión. No me refiero solamente al carácter disciplinador y al
efecto de autocensura que pueden tener este tipo de acciones cada vez que un
periodista decida criticar al grupo Clarín (pues, por más que la denuncia no
avance, a nadie le gusta ir a tribunales, perder tiempo, dinero y encima, al
menos remotamente, tener la posibilidad de ir preso hasta 10 años). Me refiero
especialmente a aquel modo mucho más solapado en la que una corporación privada
de medios es capaz de censurar, en este caso, con complicidad de abogados y,
eventualmente, fiscales y jueces. Ya comentaba en aquella nota de hace algunas
semanas que la noción de “censura democrática” que el especialista en
comunicación, Ignacio Ramonet, creara, debía profundizarse para mostrar
aspectos ocultos. En otras palabras, no es simplemente que la censura ya no se
hace a través de los cortes, las interrupciones y las prohibiciones sino a
través de la abundancia de una información trivial que repetida hasta el
hartazgo oculta la información relevante. Sin dudas esto es así. Pero hay algo
más interesante aún y es que de ello se sigue que el sujeto que realiza la
censura ya no es más el Estado con sus gobiernos de turnos sino los grandes
grupos empresarios dueños de medios de comunicación con posición dominante. En
el siglo XXI, entonces, los periodistas deben luchar mucho más contra la
censura de las corporaciones hegemónicas de las cuales, generalmente, son
empleados, que con las fantasías panópticas “granhermánicas” que contraponen el
Estado a la libertad.
Dicho esto,
como se adelantaba algunas líneas atrás, en las últimas horas varios
periodistas del Grupo Clarín o medios afines ideológicamente esbozaron una
declaración, no de repudio, pero al menos de desacuerdo. Celebro esta actitud.
Otros ni siquiera tuvieron, ya no la dignidad, sino aunque sea la inteligencia
estratégica de salir a fingir algo de independencia, condenando una acción de
una torpeza flagrante. Ni eso se animaron a hacer los pusilánimes que chapotean
en salmos republicanos cada vez que se ven afectados los intereses de su jefe.
Seguramente son muchos de los que apoyan aquel inolvidable cartel que Magdalena
Ruiz Guiñazú sostenía en el programa de Lanata aquel 13 de Mayo del “queremos
preguntar”, y que rezaba “No al escrache a periodistas no oficialistas” (SIC).
Evidentemente, toda una declaración de principios, y, como diría una colega,
casi una manifestación de salvaje pre-freudianismo que le hizo pasar por alto
que, en todo caso, ningún periodista merece escraches ni persecuciones. No
importa si es oficialista u
opositor.
Los que
hicieron mutis por el foro fueron los políticos de la oposición, salvo algunas
excepciones que, también, por supuesto, son de celebrar. Por último,
lamentablemente, algunos periodistas del diario La Nación vía twitter, o bien afirmaron que la denuncia tenía
sentido porque los señalados no son periodistas sino meros propagandistas, o
bien repudiaron la denuncia para ponerla en pie de igualdad con aquella otra
denuncia que ha procesado a Roberto García y Carlos Pagni, entre otros, por
espionaje.
Frente a
semejantes delirios, sendos atentados de lesa lógica, cabe señalar que nadie
debe ir preso por verter las opiniones que se señalan en la denuncia. Esto
incluye a periodistas y a propagandistas pues lo que está en juego es el
contenido de las afirmaciones y no la profesión del que las profiere. Frente a
la segunda argumentación, no se trata de darle inmunidad a los periodistas per se. Pues libertad de expresión no es
libertad de espionaje. Bien lo indicaba Horacio Verbitsky en la conferencia del
CELS cuando afirmó que no se busca una despenalización de la incitación a la
violencia o la coacción agravada puesto que pueden existir periodistas cuyas
declaraciones en un futuro puedan encuadrarse en esa figura. Lejos estoy,
entonces, de ofrecer una versión inmaculada del periodista. Simplemente se
trata de mostrar que, en este caso, la denuncia es, como mínimo, risible.
Para concluir,
volviendo a la hipótesis original, lo ocurrido esta semana no es más que una de
las tantas formas en las que se ejerce la censura en estos tiempos. Una censura
que ya no recorta y que no es dirigida desde un gobierno que, en el caso
argentino por ejemplo, ha despenalizado el delito de calumnias e injurias. Se
trata más bien de una censura que opera por saturación de información
irrelevante y que es ejercida desde los directorios ejecutivos de los pulpos
mediáticos privados. Este es el corazón del asunto. Todo lo demás es mera
hojarasca.