El fallo unánime de la Corte Suprema por el cual se buscó resolver la ambigüedad del artículo 86 del Código Penal en torno a los casos de abortos no punibles sigue levantando polémica. Como usted recuerda, hace algunas semanas y a partir del caso de la violación a una niña de 11 años en Chubut, la Corte determinó que había que acabar con esa interpretación profundamente restrictiva que muchos jueces realizaban y que circunscribía los casos de aborto no punible a los embarazos con riesgo de vida para la madre y a aquellos productos de una violación a una mujer idiota o demente. De este modo, la Corte sentó el precedente para que se interprete como no punible todo aborto producto de una violación además de aclarar que para realizar la interrupción del embarazo no hace falta una aprobación de la justicia sino que basta con una declaración jurada.
En el contexto en el que comienzan a darse debates en la arena pública acerca de la legalización del aborto y una importante cantidad de legisladores avanza con un proyecto en esa línea, la respuesta de los sectores más conservadores liderados por la cúpula de la Iglesia no se hizo esperar y comienza a generar un conflicto político y jurídico que me interesaría profundizar. Me refiero a la reacción de provincias como Salta, Mendoza y La Pampa que abiertamente llamaron a desobedecer la decisión de la Corte y se sirven de vericuetos legales para mantener el statu quo.
De los mencionados, probablemente sea el caso de Salta el menos sorprendente pues la administración Urtubey sostiene la insólita situación por la que en las escuelas públicas de un Estado laico se brinda obligatoriamente enseñanza religiosa y todavía existe revuelo por la osadía cometida por un juez que hace algunas semanas dictaminó que no se les debe exigir a los alumnos rezar en la escuela.
Ahora bien, siempre que las leyes civiles avanzan sobre lo que la Iglesia considera “su campo” se dan estas situaciones de desobediencia que son las que me interesa problematizar a partir de las consideraciones del padre del liberalismo, John Locke.
Frecuentemente referenciado por las plumas liberales y republicanas del diario La Nación (la “reserva moral” de La Argentina cuyo editorial de este último 20 de marzo rezaba “El máximo tribunal tomó una decisión errónea al aceptar el sacrificio de los hijos de mujeres embarazadas tras una violación”), Locke es un referente del pensamiento occidental por su punto de vista acerca de la necesidad de separación entre Iglesia y Estado, y por sus elaboraciones sobre la tolerancia. En este sentido, son recordados sus dos ensayos sobre el gobierno civil como así también sus escritos sobre la tolerancia.
Ahora bien, cuando uno se enfrenta a la lectura de estos textos de Locke encuentra, en un sentido, lo que esperaba encontrar, esto es, los principios de la metafísica individualista del liberalismo político mezclado con el punto de vista republicano de la división de poderes y los gobiernos representativos. Sin embargo, pocas veces se repara en otro aspecto del pensamiento de Locke, mucho más complejo y polémico. Me refiero a su postura respecto a la tolerancia. Al decir esto, claro está, hace falta aclarar que el contexto del siglo XVII en Inglaterra estaba atravesado por la problemática de las guerras religiosas y por la necesidad de terminar con éstas de una vez por todas. La solución que dio el liberalismo al respecto y que rige la mayoría de los países occidentales es conocida por todos: separar a la religión del Estado, hacer que éste no se comprometa a fomentar determinadas concepciones del bien en detrimento de otras, y trasladar el campo de las creencias a la esfera individual y estrictamente privada. Esto deviene, en el caso de Locke, de lo que él considera una serie de derechos naturales entre los que se encuentra la libertad de expresión y la libertad de culto, de lo cual se sigue la obligación del Estado de ser tolerante con las diversas religiones.
Pero aquí aparece lo más sorprendente de Locke y lo que pocas veces es tematizado por las plumas liberales de la actualidad. Me refiero a los límites a la tolerancia y los principios en los cuales se basa para justificarlos.
Contra los ateos, En su Carta sobre la tolerancia, Locke afirma “No deben ser tolerados de ninguna forma quienes niegan la existencia de Dios. Las promesas, convenios y juramentos, que son los lazos de la sociedad humana, no pueden tener poder sobre un ateo. Pues eliminar a Dios, aunque sólo sea en el pensamiento, lo disuelve todo”.
Queda claro, entonces, que Locke, partidario de la Iglesia Anglicana, en ningún momento renuncia a la religión sino más bien todo lo contrario pues sin ese vínculo de creencias y valores no hay posibilidad de establecer lazos y unidad social.
Sin embargo, el gran rival de Locke se circunscribe al clima de época de la reforma protestante, y es el catolicismo, o lo que él llama “los papistas”. Las razones que él da para oponerse a éstos son diversas pero hay una en particular que me llamó la atención y que se puede comprender a partir de la pregunta acerca de a quién obedece el católico. Dicho de otra manera, para Locke el catolicismo plantea un desafío a los Estados soberanos y a las leyes civiles porque en última instancia considera que la ley última no es aquella determinada por los hombres sino una dictada por Dios y “custodiada” por su representante en la Tierra: el papa. La autoridad de éste, entonces, está por encima del poder terrenal de los príncipes de un Estado particular o de las instituciones de una República. En palabras de Locke: “Pienso que [los católicos] no deben disfrutar del beneficio de la tolerancia; deben ser considerados como enemigos irreconciliables de cuya fidelidad nadie puede estar seguro mientras sigan prestando ciega obediencia a un Papa infalible que tiene sometidas sus conciencias y que puede, en cuanto la ocasión se presente, dispensarlos de sus juramentos, promesas y obligaciones para con su Príncipe, y armarlos para que perturben al gobierno”.
Está claro que el contexto actual dista bastante de aquel convulsionado momento en el que Inglaterra atravesaba por guerras intestinas en nombre de la religión, y que sería un despropósito concluir, junto a Locke, que no se debe ser tolerante con los católicos. Sin embargo, hay algo de la lógica que éste señala que parece mantenerse, esto es, la idea de que, en última instancia, está justificado desobedecer las leyes dictadas por las instituciones civiles democráticas si éstas no se corresponden con las sostenidas por el poder de la Iglesia.
En este sentido, la decisión de los gobiernos de algunas provincias argentinas, en un claro gesto de desobediencia hacia la ley argentina, abre un interrogante respecto de lo que se entiende por soberanía generando un peligroso antecedente y debilitando uno de los principios básicos que caracteriza a Occidente y que pudo ser conquistado tras siglos y siglos de un inaudito derramamiento de sangre. Me refiero, claro está, al ya mencionado principio básico de que la Iglesia debe estar separada del Estado. Si este tipo de acciones prosigue, quién sabe, quizás los próximos gobernadores ya no sean designados por el voto ciudadano en el marco las leyes de la República a la que deben obediencia, sino impuestos por el dedo infalible del papa de turno.