En la última semana, sitios emblemáticos de Internet como Wikipedia y Google se plegaron a una protesta contra dos proyectos de ley que habían sido reflotados en el Congreso estadounidense y que tenían el apoyo tanto de legisladores republicanos como demócratas.
Como bien se indica en esta misma revista, las leyes SOPA (Stop Online Piracy Act) y PIPA (Protect IP Act) apuntan a dos fenómenos que el alcance masivo de la red obliga a reformular: el concepto de piratería y el de derecho de autor.
Pero por sobre todo, en aras de agilizar el trámite contra los sitios ilegales, la novedad de este tipo de leyes es que depositan en el Departamento de Justicia estadounidense un alto nivel de discrecionalidad para que, ante una denuncia sobre piratería, se obligue a los servidores y empresas que brindan acceso al servicio, a bloquear el sitio cuestionado. Desde mi punto de vista, esta discrecionalidad complementada con esa zona de indistinción entre lo público y lo privado que el desarrollo de la web ha modelado, hace que los principales organismos de control estadounidense encuentren un vericueto legal para monitorear los aspectos más íntimos de la vida de los ciudadanos. Como bien indica un video de la red de usuarios Anonymous, quizás la red de la sociedad civil más importante que se ha opuesto a través de distintas manifestaciones a las leyes SOPA y PIPA, la ambigüedad es tal que alguien podría ser acusado de pirata por subir a su sitio una receta para cocinar un pollo.
Ahora bien, cuando se indaga más profundamente en los impulsores de estas leyes, encontrará aunados a las grandes discográficas, los “monstruos” de la industria del cine y las editoriales de capital multinacional. Las razones son bastante obvias: los usuarios buscan en la web y descargan los discos que les interesan, ven las películas a través de su computadora tirados en su propia cama y aprenden a subrayar libros en la pantalla. Por eso estas leyes, dicen sus propulsores, protegen a los artistas, quienes al no cobrar las regalías por sus obras descargadas han visto disminuir dramáticamente sus ingresos. Esto es sin duda así pero es un problema más bien de los “grandes artistas” y no de los “pequeños y medianos” quienes se ven beneficiados por la posibilidad de publicitar y facilitar su obra a quien lo desee sin intermediarios. Para decirlo más fácil, en Argentina, una banda que no llegara a vender 5000 discos, el director de una película que no superara unos cuantos miles de espectadores, y el escritor que no vendiese más de 2000 libros, esto es, la mayoría de los casos, no tienen ninguna buena razón para defender leyes como SOPA y PIPA pues los principales ingresos se los llevan los dueños del mercado y lo que cobrarían por derechos de autor sería una cifra despreciable.
Ahora bien, volviendo al punto de vista del usuario, más allá de algunos bemoles, resulta incontrovertible que este acceso irrestricto a diversos campos de la cultura es unos de los rasgos democratizadores de Internet tal como la hemos conocido hasta ahora. En el caso de la Argentina, justamente, entre los sitios más visitados de la Argentina se encuentran Taringa, donde es posible descargar prácticamente cualquier cosa y Cuevana, donde se pueden mirar películas con excelente calidad, en algunos casos, antes de que salgan en el cine.
Independientemente de que hay quienes lucran con la invención ajena, estos sitios y la web, en general, parecen regirse por algunas reglas tácitas entre las que se encuentra, sin duda, la obligación de compartir la información en un amplio campo sin restricciones, algo que, sin lugar a dudas, ha afectado la fisonomía de los negocios de la música, el cine y las publicaciones en papel.
A pesar de que el ingreso de Internet de manera masiva a la vida de todos nosotros no supera los 10 o 15 años, está claro que la forma en que constituye nuestra subjetividad y media nuestras relaciones con el “mundo exterior” parece un destino implacable y difícil de torcer. De aquí que se den este tipo de reacciones de los usuarios en una escalada que promete tener muchos rounds más. De hecho, este repudio ha logrado que, al menos por ahora, el Congreso estadounidense decida “cajonear” los proyectos hasta que soplen otros vientos.
Hasta aquí los aspectos más o menos coyunturales que han circulado en los últimos días. Sin embargo, mi intención es ir un paso más allá e indagar el modo en que este tipo de proyectos de ley deben leerse a la luz de nuevas formas de entender la soberanía en el mundo.
Más específicamente, no hace falta recurrir a los teóricos políticos que a lo largo de los siglos han trabajado el concepto de soberanía para reconocer que ésta se ejerce siempre sobre un determinado territorio. No hay soberanía “en el aire” sino siempre sobre un campo, un espacio en el que habitan hombres y mujeres que reconocen y obedecen al soberano sea éste el pueblo, el sacerdote o el monarca. Para decirlo con un ejemplo y disculpe la trivialidad pero, por si no queda claro, el Estado argentino a través del Congreso dicta leyes que son válidas dentro del territorio argentino y que no tienen validez más allá de éste.
Ahora bien, el proceso de globalización política, económica, cultural y comunicacional que viene atravesando al mundo desde hace al menos 20 años, sin duda ha alterado o, al menos, puesto en tela de juicio esta lógica soberana que parecía tan clara en autores modernos como Thomas Hobbes. Hoy las constituciones de los Estados particulares reconocen la validez de determinados tratados internacionales y muchos países se someten a instituciones supranacionales como La Corte Internacional Penal de La Haya. También existen bloques regionales que si bien no poseen todavía una Constitución común, han avanzado en acuerdos que pasan por encima de la soberanía estatal, a lo cual debe sumarse que el capital es transnacional y es más poderoso que los propios Estados. Por último, el contacto instantáneo con individuos y sucesos de otras partes del mundo es capaz de generar empatías y acciones en común a lo largo de todo el globo bajo una identidad que no está atada a la pertenencia nacional.
Este fenómeno de borramiento de las fronteras estatales es recibido por algunos con gran optimismo pero también genera la advertencia de muchos otros quienes indican que detrás de este presunto orden cosmopolita de una humanidad sin la mediación de los Estados, se esconde la imposición de una única manera de ver las cosas que se trasviste de principios universales. Particularmente, se afirma que si desaparecen las fronteras se deja abierto el espacio para que los poderosos que gobiernan el mundo accedan sin restricciones a los diversos campos de nuestra existencia.
Esta disolución de la soberanía es la que se observa con claridad en los intentos de los proyectos SOPA y PIPA, lo cual a su vez, obliga a reformular algunos de los slogans que acompañan generalmente la descripción de la web. Me refiero, por un lado, a que una ley eventualmente sancionada por el Congreso de un Estado soberano particular, el estadounidense, por “la magia” de la descentralización, podría acabar gobernando la vida de quienes vivimos en otras latitudes. En este sentido, cabe, por otro lado, entonces, desmitificar, en parte, la suposición de que la web es un espacio descentralizado y rizomático donde todos valen lo mismo y donde la información circula sin ningún polo de atracción ni ninguna usina privilegiada. Sencillamente esto no se da porque leyes como SOPA y PIPA extenderían su validez a todos los dominios .com .net y .org a través de la red de cableado, y afectarían directamente a sitios como Google, Facebook, Blogger y Wordpress cuya sede es Estados Unidos. En este sentido, por ejemplo, la gran mayoría de los blogs en Argentina pertenecen a Wordpress o a Blogger con lo cual pasarían a estar legislados por una ley sancionada por otro régimen soberano distinto al nuestro.
El vértigo de cambios y las batalles inmediatas que atravesarán el mundo de la web, supone una velocidad que el pensamiento reflexivo y teórico de la filosofía política no puede alcanzar. Quizás por eso sea urgente, ante estas nuevas vicisitudes, apurar nuevas conceptualizaciones de la soberanía válidas para un mundo que se dice virtual pero que atraviesa nuestras vidas y nuestros cuerpos reales día a día.