El debate sobre la Ley de Medios, independientemente de las cuestiones técnicas que le atañen, ha generado un quiebre en la corporación de periodistas y ha desnudado la ilusoria objetividad desinteresada del comunicador. Decir esto es casi una obviedad.
Ahora bien, la complejidad de tal debate también obliga a los ciudadanos a un ejercicio crítico dificilísimo que supone que es información relevante para la comprensión saber desde qué perspectiva, desde qué horizonte ideológico y a qué intereses económicos responde tanto el periodista como el Medio para el que trabaja.
Si a esto se le suma que la fractura en la corporación periodística ha abierto una “guerra” de operaciones y contraoperaciones entre los mismos Medios, asistimos a un momento en que la exigencia sobre el ciudadano común parece hiperbólica. Probablemente siempre haya sido así pero hoy en día quien intente informarse tiene que leer, escuchar y ver mucho para, encima, fracasar en la ingenua suposición de que la verdad se encuentra en “la mitad” entre el Medio más opositor y el Medio más oficialista. Es una pena que la verdad no responda a una cuestión aritmética, pero es así.
Sin embargo el día a día es mucho más simple: la mayoría de los ciudadanos leen el Medio que le resulta, por tradición, ideología o interés de clase, más afín. Y es aquí donde aparece una particularidad de estos tiempos porque los medios se han radicalizado y las líneas editoriales parecen atrincheradas en un núcleo básico innegociable atravesado por la emoción violenta. No es tiempo para grises. Guerra o nada.
Si, por ejemplo, los editoriales de Kirschbaum, Van der Kooy y Blanck en Clarín del domingo 4 de julio, castigan, como siempre, al gobierno, y ensayan una pobrísima intentona de mensaje subliminal a partir del uso de las palabras “derrota” y “paliza”, para así inducirnos a equiparar Fútbol y Política: ¿estamos frente a un mismo hombre que usa tres seudónimos, frente a la autocensura de quienes no quieren perder una guerra que los dejaría sin trabajo, frente a editores faltos de recursos retóricos e imaginativos o frente a un grupo de personas que subestiman a sus lectores?
¿Y cuando Perfil parece obsesionado con 678 y publica 2 o 3 notas por semana siempre vinculándolo a lo corrupto o lo espurio? ¿Qué pretende hacer?
Creo que es posible resumir esta cuestión en una pregunta, esto es, a quién le hablan. Si la respuesta es económica, es posible aceptar que se afirme que se le habla a un público que consume tales productos y que desea encontrar determinadas noticias interpretadas desde cierto sesgo ideológico. Pero si la respuesta es periodística asistimos impávidos a la necesidad de reformular la profesión, sus principios, sus normas y valores.
En este contexto no es menor dirigir esa pregunta hacia nosotros mismos, pues se corre el riesgo de que los Medios progresistas, que hoy ocupan un espacio discursivo contra-hegemónico, también acaben hablando sólo a sus lectores. Muchas veces parece no haber intención de asumir la incomodidad de abrir interrogantes, fisuras, dilemas o dudas de la propia cosmovisión. Más bien parece haber un regocijo en la homogeneidad atomizante que se apoya en lectores con necesidad confirmatoria. Leer lo que queremos y revalidar de lo que ya sabíamos. Onanismo de la información por el cual, por ejemplo, Macri ya estaba condenado por todos nosotros, los progresistas, antes de asumir (que la gestión del PRO haya confirmado la gran mayoría de esos prejuicios no invalida el error de la condena previa). De la misma manera que para los Medios opositores, el diabólico Kirchner nunca hará algo bien aun cuando las matemáticas esta vez sí sirvan y muestren que en la disyuntiva entre hacer todo mal o todo bien, la probabilidad es la misma.
La Ley de Medios es infinitamente útil y sin ella será imposible hablar de una democracia madura y con una ciudadanía crítica. Pero esta ley no es mágica sino sólo la condición de posibilidad para que los periodistas y aquellos que consumimos y formamos parte de los Medios revisemos cuán previsibles nos volvemos cuando trabajamos desde una trinchera.
Ahora bien, la complejidad de tal debate también obliga a los ciudadanos a un ejercicio crítico dificilísimo que supone que es información relevante para la comprensión saber desde qué perspectiva, desde qué horizonte ideológico y a qué intereses económicos responde tanto el periodista como el Medio para el que trabaja.
Si a esto se le suma que la fractura en la corporación periodística ha abierto una “guerra” de operaciones y contraoperaciones entre los mismos Medios, asistimos a un momento en que la exigencia sobre el ciudadano común parece hiperbólica. Probablemente siempre haya sido así pero hoy en día quien intente informarse tiene que leer, escuchar y ver mucho para, encima, fracasar en la ingenua suposición de que la verdad se encuentra en “la mitad” entre el Medio más opositor y el Medio más oficialista. Es una pena que la verdad no responda a una cuestión aritmética, pero es así.
Sin embargo el día a día es mucho más simple: la mayoría de los ciudadanos leen el Medio que le resulta, por tradición, ideología o interés de clase, más afín. Y es aquí donde aparece una particularidad de estos tiempos porque los medios se han radicalizado y las líneas editoriales parecen atrincheradas en un núcleo básico innegociable atravesado por la emoción violenta. No es tiempo para grises. Guerra o nada.
Si, por ejemplo, los editoriales de Kirschbaum, Van der Kooy y Blanck en Clarín del domingo 4 de julio, castigan, como siempre, al gobierno, y ensayan una pobrísima intentona de mensaje subliminal a partir del uso de las palabras “derrota” y “paliza”, para así inducirnos a equiparar Fútbol y Política: ¿estamos frente a un mismo hombre que usa tres seudónimos, frente a la autocensura de quienes no quieren perder una guerra que los dejaría sin trabajo, frente a editores faltos de recursos retóricos e imaginativos o frente a un grupo de personas que subestiman a sus lectores?
¿Y cuando Perfil parece obsesionado con 678 y publica 2 o 3 notas por semana siempre vinculándolo a lo corrupto o lo espurio? ¿Qué pretende hacer?
Creo que es posible resumir esta cuestión en una pregunta, esto es, a quién le hablan. Si la respuesta es económica, es posible aceptar que se afirme que se le habla a un público que consume tales productos y que desea encontrar determinadas noticias interpretadas desde cierto sesgo ideológico. Pero si la respuesta es periodística asistimos impávidos a la necesidad de reformular la profesión, sus principios, sus normas y valores.
En este contexto no es menor dirigir esa pregunta hacia nosotros mismos, pues se corre el riesgo de que los Medios progresistas, que hoy ocupan un espacio discursivo contra-hegemónico, también acaben hablando sólo a sus lectores. Muchas veces parece no haber intención de asumir la incomodidad de abrir interrogantes, fisuras, dilemas o dudas de la propia cosmovisión. Más bien parece haber un regocijo en la homogeneidad atomizante que se apoya en lectores con necesidad confirmatoria. Leer lo que queremos y revalidar de lo que ya sabíamos. Onanismo de la información por el cual, por ejemplo, Macri ya estaba condenado por todos nosotros, los progresistas, antes de asumir (que la gestión del PRO haya confirmado la gran mayoría de esos prejuicios no invalida el error de la condena previa). De la misma manera que para los Medios opositores, el diabólico Kirchner nunca hará algo bien aun cuando las matemáticas esta vez sí sirvan y muestren que en la disyuntiva entre hacer todo mal o todo bien, la probabilidad es la misma.
La Ley de Medios es infinitamente útil y sin ella será imposible hablar de una democracia madura y con una ciudadanía crítica. Pero esta ley no es mágica sino sólo la condición de posibilidad para que los periodistas y aquellos que consumimos y formamos parte de los Medios revisemos cuán previsibles nos volvemos cuando trabajamos desde una trinchera.