La polémica por los afiches anónimos que aparecieron el día en que se desarrolló una marcha con alrededor de 50.000 concurrentes a favor de la aplicación de la Ley de Medios y que se preguntaban retóricamente si era posible ser un periodista independiente siguiendo la línea editorial de un Multimedio que está liderado por una persona acusada de apropiación de hijos de desaparecidos, agregó un elemento más a la discusión en torno a la libertad de prensa y el rol de los Medios.
Los sindicados en el afiche instalaron que se trataba de un escrache y en una suerte de feroz pendiente resbaladiza establecieron analogías y vínculos causales con hechos tan disímiles como la sanción de la Ley de Medios por amplia mayoría; la participación en una reunión de bloggeros K de Aníbal Fernández; la guerrilla comunicacional de Chávez; los informes de 678 y los exabruptos absurdos de un puñado de muchachos que esperan que se encienda la cámara para señalar con el dedo a actores irrelevantes de la política actual como Hilda Molina o Gustavo Noriega.
Entre tanta hojarasca bien vale desmenuzar analíticamente este fenómeno. La práctica del escrache es originaria de condiciones de injusticia. De aquí que no sea casual que esta forma de manifestación se encuentre vinculada con una suerte de condena social apoyada en el acto simbólico de señalar a los genocidas que se habían visto beneficiados por las leyes de impunidad. No es este el espacio para discutir qué entendemos por “justo” pero convengamos que esta modalidad luego se fue extendiendo a situaciones bastante menos comprensibles y muy poco justificables como ser el escrache realizado a Agustín Rossi en el contexto del intento de llevar adelante la ley de retenciones móviles. Esta sutil desviación de su origen ha “escrachado al escrache”, lo ha desvirtuado, pues cualquier grupo de energúmenos enarbolando disímiles consignas se siente con el derecho de irrumpir en actos o espacios públicos con la única intención de “señalar” o “marcar” a quien piensa distinto.
Ahora bien, cualquier señalamiento con nombre propio no es un escrache pues de ser así sólo podríamos referirnos a entidades abstractas platónicas y nunca a nombres propios. Así, cuando los diarios neutrales y objetivos deban referir a Ricardo Jaime, no podrán hacerlo y sólo alcanzarán la posibilidad de afirmar que “un representante del género humano ha vulnerado la moralidad y se ha enriquecido de manera ilícita”. Por suerte, la prensa sigue utilizando los nombres propios y no por eso consideramos que está “escrachando” a Jaime. En esta misma línea, hace unos meses, cuando el programa 678 cometía el pecado de “desenmascararse” oficialista, se “escrachó” con nombre propio a sus panelistas y se los acusó de recibir $90.000 en concepto de sueldo por mes. Seguidamente, la revista Noticias galardonó, a través de una votación en la que intervinieron personalidades prestigiosas como Joaquín Morales Solá y Victoria Donda entre otros, con el premio a peor periodista del año a Orlando Barone. Aquí una vez más, no se habló de escrache a pesar de que el resultado de la votación refirió a un nombre propio y no a un representante de los seres vivos, humano, participante de la “italianidad” y de la “petisidad”.
Por todo esto es que cabe preguntarse en qué sentido un afiche realizado por algún grupo de personas con intereses que reúne una colección de nombres propios a los que se acusa de faltar a la verdad cuando se denominan “independientes”, puede interpretarse como una escrache que atenta contra la libertad de expresión.
Más allá de que esta pregunta también es retórica, daría la sensación de que pueden darse dos explicaciones a la misma, una obvia y una algo menos trivial. En cuanto a la primera, está claro que los mencionados en ese afiche buscarán defender su reputación y su credibilidad como persona sea ésta opositora u oficialista. Para dar cuenta de la segunda, en cambio, debemos dirigir la mirada hacia un nuevo capítulo de la soberbia de buena parte de los sectores recalcitrantemente anti-oficialistas. Estos, dado que se declaran poseedores de la verdad y consideran que ésta se impone por sí misma, interpretan que los defensores del oficialismo, dejando de lado los ciegos fanáticos que hasta creen en el INDEC, no lo hacen por convicción sino por recibir beneficios a cambio. A riesgo de volverme autorreferencial, he escrito varias veces sobre este punto, aunque sucesos como éstos obligan a insistir en él. Así, los venales soldados atravesados por las dádivas estatales tienen el privilegio de ser señalados con nombre propio pero solo los independientes pueden gozar del beneficio de que a este nombrar se lo considere “un escrache”. Los oficialistas serán nombrados, sospechados y hasta denunciados pero nunca “escrachados”. Incluso quien les habla, un humilde servidor que escribe de vez en cuando notas de opinión, recibe frecuentemente comentarios por el que se lo acusa de ser “sofista”, “estar poseído por Aníbal Fernández” o, simplemente, ser un “boludo”. Si bien sólo puedo desmentir la segunda acusación, es necesario mostrar cómo de forma anónima, con seudónimos y diminutivos, gente preocupada por la libertad de expresión que va desde intelectuales ofuscados pasando por mujeres despechadas y críticos de cine con tiempo libre, no aceptan ni siquiera “el error” del que piensa distinto.
Por todo lo dicho, añoro que un día alguien me nombre y yo me sienta escrachado. Ese día, daré un salto cualitativo y dejaré mi pornográfico encolumnamiento crítico con algunas políticas del Gobierno. Ese día me convertiré en un intelectual independiente y se entenderá por qué, parafraseando al rey Ricardo III de la obra de Shakespeare, “Yo daría mi reino por un escrache”.
Los sindicados en el afiche instalaron que se trataba de un escrache y en una suerte de feroz pendiente resbaladiza establecieron analogías y vínculos causales con hechos tan disímiles como la sanción de la Ley de Medios por amplia mayoría; la participación en una reunión de bloggeros K de Aníbal Fernández; la guerrilla comunicacional de Chávez; los informes de 678 y los exabruptos absurdos de un puñado de muchachos que esperan que se encienda la cámara para señalar con el dedo a actores irrelevantes de la política actual como Hilda Molina o Gustavo Noriega.
Entre tanta hojarasca bien vale desmenuzar analíticamente este fenómeno. La práctica del escrache es originaria de condiciones de injusticia. De aquí que no sea casual que esta forma de manifestación se encuentre vinculada con una suerte de condena social apoyada en el acto simbólico de señalar a los genocidas que se habían visto beneficiados por las leyes de impunidad. No es este el espacio para discutir qué entendemos por “justo” pero convengamos que esta modalidad luego se fue extendiendo a situaciones bastante menos comprensibles y muy poco justificables como ser el escrache realizado a Agustín Rossi en el contexto del intento de llevar adelante la ley de retenciones móviles. Esta sutil desviación de su origen ha “escrachado al escrache”, lo ha desvirtuado, pues cualquier grupo de energúmenos enarbolando disímiles consignas se siente con el derecho de irrumpir en actos o espacios públicos con la única intención de “señalar” o “marcar” a quien piensa distinto.
Ahora bien, cualquier señalamiento con nombre propio no es un escrache pues de ser así sólo podríamos referirnos a entidades abstractas platónicas y nunca a nombres propios. Así, cuando los diarios neutrales y objetivos deban referir a Ricardo Jaime, no podrán hacerlo y sólo alcanzarán la posibilidad de afirmar que “un representante del género humano ha vulnerado la moralidad y se ha enriquecido de manera ilícita”. Por suerte, la prensa sigue utilizando los nombres propios y no por eso consideramos que está “escrachando” a Jaime. En esta misma línea, hace unos meses, cuando el programa 678 cometía el pecado de “desenmascararse” oficialista, se “escrachó” con nombre propio a sus panelistas y se los acusó de recibir $90.000 en concepto de sueldo por mes. Seguidamente, la revista Noticias galardonó, a través de una votación en la que intervinieron personalidades prestigiosas como Joaquín Morales Solá y Victoria Donda entre otros, con el premio a peor periodista del año a Orlando Barone. Aquí una vez más, no se habló de escrache a pesar de que el resultado de la votación refirió a un nombre propio y no a un representante de los seres vivos, humano, participante de la “italianidad” y de la “petisidad”.
Por todo esto es que cabe preguntarse en qué sentido un afiche realizado por algún grupo de personas con intereses que reúne una colección de nombres propios a los que se acusa de faltar a la verdad cuando se denominan “independientes”, puede interpretarse como una escrache que atenta contra la libertad de expresión.
Más allá de que esta pregunta también es retórica, daría la sensación de que pueden darse dos explicaciones a la misma, una obvia y una algo menos trivial. En cuanto a la primera, está claro que los mencionados en ese afiche buscarán defender su reputación y su credibilidad como persona sea ésta opositora u oficialista. Para dar cuenta de la segunda, en cambio, debemos dirigir la mirada hacia un nuevo capítulo de la soberbia de buena parte de los sectores recalcitrantemente anti-oficialistas. Estos, dado que se declaran poseedores de la verdad y consideran que ésta se impone por sí misma, interpretan que los defensores del oficialismo, dejando de lado los ciegos fanáticos que hasta creen en el INDEC, no lo hacen por convicción sino por recibir beneficios a cambio. A riesgo de volverme autorreferencial, he escrito varias veces sobre este punto, aunque sucesos como éstos obligan a insistir en él. Así, los venales soldados atravesados por las dádivas estatales tienen el privilegio de ser señalados con nombre propio pero solo los independientes pueden gozar del beneficio de que a este nombrar se lo considere “un escrache”. Los oficialistas serán nombrados, sospechados y hasta denunciados pero nunca “escrachados”. Incluso quien les habla, un humilde servidor que escribe de vez en cuando notas de opinión, recibe frecuentemente comentarios por el que se lo acusa de ser “sofista”, “estar poseído por Aníbal Fernández” o, simplemente, ser un “boludo”. Si bien sólo puedo desmentir la segunda acusación, es necesario mostrar cómo de forma anónima, con seudónimos y diminutivos, gente preocupada por la libertad de expresión que va desde intelectuales ofuscados pasando por mujeres despechadas y críticos de cine con tiempo libre, no aceptan ni siquiera “el error” del que piensa distinto.
Por todo lo dicho, añoro que un día alguien me nombre y yo me sienta escrachado. Ese día, daré un salto cualitativo y dejaré mi pornográfico encolumnamiento crítico con algunas políticas del Gobierno. Ese día me convertiré en un intelectual independiente y se entenderá por qué, parafraseando al rey Ricardo III de la obra de Shakespeare, “Yo daría mi reino por un escrache”.