Tras la sanción de la Ley de Medios, el gobierno ha enviado el proyecto de Reforma Política al Congreso. Si pudiera resumirse, la iniciativa propone un sistema de internas abiertas simultáneas y obligatorias tanto para partidos como para los ciudadanos, un nuevo modo de financiamiento de la propaganda y un umbral más exigente de afiliados para que los partidos no caduquen y estén en condiciones de presentarse a una elección.
Expuesta así, la reforma tiene varias consecuencias si bien en general hay buenas razones para indicar que se trata de una reforma que favorecería a los partidos grandes. Tal afirmación se sustenta en el mínimo de afiliados permanentes exigidos (5 por 1000) y en la “alta” cantidad de votos que debiera sacar un candidato en las “primarias” para poder presentarse en los comicios generales (más del 3% del distrito en disputa). Esto es lo que hace que los ansiosos de títulos rimbombantes afirmen que se trata de una nueva negociación entre PJ y UCR para lo que sería una reedición del pacto de Olivos. Está claro que, entre otras concesiones, Menem le otorgó a Alfonsín la introducción de la figura del senador por minoría como forma de eternizar el bipartidismo y garantizar alternancia y un mínimo de representatividad para ambos partidos. Sin embargo, debemos matizar la idea de que la reforma que propone el gobierno de CFK sea enteramente a medida de los partidos tradicionales. Esto tiene que ver con que, al someterse a una votación abierta y obligatoria disminuye la capacidad de los aparatos de los grandes partidos para determinar “a dedo” sus candidatos. Además, permitiría que la ciudadanía no se vea expuesta a dirimir en los comicios generales la interna de los grandes partidos desmembrados como viene sucediendo con el PJ últimamente. Por otra parte, una distribución por parte del Estado del dinero a utilizarse en las campañas (50% igual para todos y el otro resto distribuido proporcionalmente en función de los votos obtenidos en la última elección) favorece a los partidos chicos en dos sentidos. Por un lado, ningún partido pequeño había contado antes con un presupuesto que sea, digamos, como máximo la mitad del de uno grande. En otras palabras, cada dos afiches de Kirchner, tendríamos como mínimo uno de Altamira. En segundo lugar, que sea el Estado el que maneje esos recursos pondría coto a la vehemencia dilapidadora de los candidatos magnates. De esta manera, en un enfrentamiento de la Selección Argentina, deberían mostrarnos la cara de Luis Zamora o los pectorales de Cherasny casi tanto como el tatuaje de De Narváez.
Además, cabe hacerse una pregunta más general y es: si fuese verdad que favoreciera a los partidos grandes, ¿es esto pernicioso para nuestra democracia? La crisis de la UCR y del PJ, la cantidad de dirigentes corruptos e ineptos que llevaron a una crisis de representatividad del sistema mismo, bien podrían ser indicios de una respuesta afirmativa. Sin embargo también es verdad que el único mérito de la nueva política, (salvo contadas excepciones) fue peinar menos canas, es decir, un mérito estrictamente cronológico (o un milagro capilar) y que la multiplicidad de partidos emergentes tras la crisis de 2001 no generó ni propuestas ni cambios demasiado sustanciales. Más aún, en un informe de la cámara Nacional electoral de agosto de 2008, se indica que existen 703 agrupaciones a lo largo de todo el país, de las cuales sólo 219 cumplen con el requisito mínimo de afiliados. A esto agreguemos que en la Ciudad de Buenos Aires hay 15 agrupaciones que ni siquiera suman 10 afiliados (SIC) y que, sin embargo, reciben dinero por parte del Estado.
Para decirlo de otra manera, no resulta esencialmente mala la idea de una reforma en el sistema electoral que ayude a detener la atomización y promueva partidos institucionalmente más fuertes, especialmente, si, como parecemos suponer, consideramos que una democracia de partidos es el sistema menos peor en el que preferiríamos vivir. Lo otro es coyuntura, periodismo de espectáculos aplicado a la política puesto que si bien los sistemas electorales son muchas veces determinantes, como en el caso de la Ley de Lemas en Santa Fe, hasta ahora no han podido por sí solos ganar una elección. Si esto llevará a que Cobos deba resolver la interna en la UCR y si Kirchner tendrá la capacidad de poder doblegar la oposición al seno mismo del PJ para domeñar la tropa díscola debajo del tradicional verticalismo peronista es un asunto bastante menor ya que especialmente resulta claro que la reforma propuesta deberá lidiar con las otras variables que juegan en política, como mínimo a la par, de la determinación de un sistema electoral, esto es: clivajes, sistema de partidos preexistente, etc.
Probablemente no sea esta la reforma profunda que nos merecemos pero resulta sin duda menos trivial que las propuestas de los candidatos de los Medios que, siguiendo los juegos de palabras de la Escuela del Rabino Bergman y Raúl Portal, parecen ser más bien “Medio-candidatos”. En otras palabras, ¿la democracia argentina puede tener un punto de inflexión una vez instaurado el voto electrónico y la boleta única? ¿O se trata simplemente de los dos grandes problemas que tienen los candidatos que saben que Bonelli y Silvestre son útiles para prestar micrófono pero no para llevar las boletas y fiscalizar el Segundo Cordón de Buenos Aires? Por otra parte, ¿resulta admisible el argumento por el cual se indica que esto no es prioridad y que en tanto tal, debiera tratarse después del 10 de diciembre? Es decir, ¿resulta menos importante el contenido de la ley que el hecho de quién levante la mano para votarla?
Así, mientras el oposicionismo se debate en una frivolidad autointeresada, CFK parece decidida a emular la hiperkinética y compulsiva necesidad de imponer la agenda, algo que caracterizó buena parte del gobierno de su marido. En esta coyuntura y para esta oposición, un gobierno decidido a tomar la iniciativa, mal o bien, acertando o no, incluso equivocándose mucho, resulta, de por sí, demasiado.
Expuesta así, la reforma tiene varias consecuencias si bien en general hay buenas razones para indicar que se trata de una reforma que favorecería a los partidos grandes. Tal afirmación se sustenta en el mínimo de afiliados permanentes exigidos (5 por 1000) y en la “alta” cantidad de votos que debiera sacar un candidato en las “primarias” para poder presentarse en los comicios generales (más del 3% del distrito en disputa). Esto es lo que hace que los ansiosos de títulos rimbombantes afirmen que se trata de una nueva negociación entre PJ y UCR para lo que sería una reedición del pacto de Olivos. Está claro que, entre otras concesiones, Menem le otorgó a Alfonsín la introducción de la figura del senador por minoría como forma de eternizar el bipartidismo y garantizar alternancia y un mínimo de representatividad para ambos partidos. Sin embargo, debemos matizar la idea de que la reforma que propone el gobierno de CFK sea enteramente a medida de los partidos tradicionales. Esto tiene que ver con que, al someterse a una votación abierta y obligatoria disminuye la capacidad de los aparatos de los grandes partidos para determinar “a dedo” sus candidatos. Además, permitiría que la ciudadanía no se vea expuesta a dirimir en los comicios generales la interna de los grandes partidos desmembrados como viene sucediendo con el PJ últimamente. Por otra parte, una distribución por parte del Estado del dinero a utilizarse en las campañas (50% igual para todos y el otro resto distribuido proporcionalmente en función de los votos obtenidos en la última elección) favorece a los partidos chicos en dos sentidos. Por un lado, ningún partido pequeño había contado antes con un presupuesto que sea, digamos, como máximo la mitad del de uno grande. En otras palabras, cada dos afiches de Kirchner, tendríamos como mínimo uno de Altamira. En segundo lugar, que sea el Estado el que maneje esos recursos pondría coto a la vehemencia dilapidadora de los candidatos magnates. De esta manera, en un enfrentamiento de la Selección Argentina, deberían mostrarnos la cara de Luis Zamora o los pectorales de Cherasny casi tanto como el tatuaje de De Narváez.
Además, cabe hacerse una pregunta más general y es: si fuese verdad que favoreciera a los partidos grandes, ¿es esto pernicioso para nuestra democracia? La crisis de la UCR y del PJ, la cantidad de dirigentes corruptos e ineptos que llevaron a una crisis de representatividad del sistema mismo, bien podrían ser indicios de una respuesta afirmativa. Sin embargo también es verdad que el único mérito de la nueva política, (salvo contadas excepciones) fue peinar menos canas, es decir, un mérito estrictamente cronológico (o un milagro capilar) y que la multiplicidad de partidos emergentes tras la crisis de 2001 no generó ni propuestas ni cambios demasiado sustanciales. Más aún, en un informe de la cámara Nacional electoral de agosto de 2008, se indica que existen 703 agrupaciones a lo largo de todo el país, de las cuales sólo 219 cumplen con el requisito mínimo de afiliados. A esto agreguemos que en la Ciudad de Buenos Aires hay 15 agrupaciones que ni siquiera suman 10 afiliados (SIC) y que, sin embargo, reciben dinero por parte del Estado.
Para decirlo de otra manera, no resulta esencialmente mala la idea de una reforma en el sistema electoral que ayude a detener la atomización y promueva partidos institucionalmente más fuertes, especialmente, si, como parecemos suponer, consideramos que una democracia de partidos es el sistema menos peor en el que preferiríamos vivir. Lo otro es coyuntura, periodismo de espectáculos aplicado a la política puesto que si bien los sistemas electorales son muchas veces determinantes, como en el caso de la Ley de Lemas en Santa Fe, hasta ahora no han podido por sí solos ganar una elección. Si esto llevará a que Cobos deba resolver la interna en la UCR y si Kirchner tendrá la capacidad de poder doblegar la oposición al seno mismo del PJ para domeñar la tropa díscola debajo del tradicional verticalismo peronista es un asunto bastante menor ya que especialmente resulta claro que la reforma propuesta deberá lidiar con las otras variables que juegan en política, como mínimo a la par, de la determinación de un sistema electoral, esto es: clivajes, sistema de partidos preexistente, etc.
Probablemente no sea esta la reforma profunda que nos merecemos pero resulta sin duda menos trivial que las propuestas de los candidatos de los Medios que, siguiendo los juegos de palabras de la Escuela del Rabino Bergman y Raúl Portal, parecen ser más bien “Medio-candidatos”. En otras palabras, ¿la democracia argentina puede tener un punto de inflexión una vez instaurado el voto electrónico y la boleta única? ¿O se trata simplemente de los dos grandes problemas que tienen los candidatos que saben que Bonelli y Silvestre son útiles para prestar micrófono pero no para llevar las boletas y fiscalizar el Segundo Cordón de Buenos Aires? Por otra parte, ¿resulta admisible el argumento por el cual se indica que esto no es prioridad y que en tanto tal, debiera tratarse después del 10 de diciembre? Es decir, ¿resulta menos importante el contenido de la ley que el hecho de quién levante la mano para votarla?
Así, mientras el oposicionismo se debate en una frivolidad autointeresada, CFK parece decidida a emular la hiperkinética y compulsiva necesidad de imponer la agenda, algo que caracterizó buena parte del gobierno de su marido. En esta coyuntura y para esta oposición, un gobierno decidido a tomar la iniciativa, mal o bien, acertando o no, incluso equivocándose mucho, resulta, de por sí, demasiado.