viernes, 27 de mayo de 2016

La sociedad de la iluminación (publicado el 26/5/16 en Veintitrés)

La semana anterior comenzó en la Argentina una nueva edición de Gran Hermano, un programa en el que un grupo de jóvenes se somete voluntariamente al encierro y a que sus vidas sean transmitidas, sin interrupción, durante las 24hs del día. Tal programa es, desde mi punto de vista, símbolo de lo que llamaré una “sociedad de la iluminación”, una sociedad en la que existe un imperativo de “estar a la vista” y donde aquello que es visto tiene que ser accesible sin mediación alguna. Esta forma de vincularse con las imágenes es definida por el filósofo coreano Byung-Chul Han, como una relación “pornográfica” porque la pornografía es, justamente, una vinculación directa entre la imagen y el ojo. Pensemos en lo que sucede cuando observamos pornografía (yo sé que vos nunca viste ni revistas ni películas pornográficas pero seguro que algún amigo o amiga te contó). ¿No es acaso lo propio de la pornografía el hecho de que todo está a la vista? En la pornografía no hay sugerencia de nada. La imaginación se cancela en la total exposición a tal punto que ni siquiera se permite la ropa interior. El cuerpo expuesto al ojo sin mediación, sin profundidad ni interpretación posible.  
En este sentido, conviene contraponer el carácter pornográfico aquí señalado con los objetos de culto. Todos tenemos, seamos religiosos o no, objetos, acciones o íconos que consideramos “de culto”. Los que pertenecen a alguna religión lo tienen más en claro pero les ocurre también, por ejemplo, a ciertos adolescentes que son fanáticos de una banda de rock de baja convocatoria. Mientras la convocatoria siga siendo baja y formar parte de ella siga siendo casi una actividad exclusiva, el sujeto hará todo lo posible por fomentarla e incluso exhibir esa pertenencia a través de remeras, etc. Sin embargo, si esa banda de rock alcanza cierta masividad, probablemente, aquel que estuvo desde un principio sentirá incluso una traición o una distorsión. Dirá, con desdén, o bien que la banda ya no es lo que era antes o bien que sigue siendo lo que era antes pero ahora sus recitales están atestados de gente “no genuina”, lo cual lastima la relación de culto que el sujeto tenía con esa banda de rock. El filósofo alemán Walter Benjamin afirmaba, en este sentido, que cuando se trata de cosas que están al servicio del culto, es más importante que existan a que sean vistas. Es decir, lo que las hace de culto no es su exposición pública sino, justamente, el mero hecho de que existan. Naturalmente, en la sociedad de la iluminación, donde nada puede ni debe ser ocultado, sucede exactamente lo inverso: el valor está en que sea expuesto, no en que exista. Es más, podría decirse que solo existe en la medida en que es expuesto. Visitá, si no, las páginas personales de millones de usuarios de Facebook para notar si esto es o no así. La exposición de sus vidas en cada detalle es lo que le permite a esos usuarios considerarse existentes y quien no acepta tales reglas de exposición es catalogado de anormal o sospechado de ocultar algo.
El efecto paradójico de la iluminación es que los reflectores son tantos que ciegan. En este sentido, la sociedad actual le plantea un enorme desafío a la legendaria alegoría de la caverna de Platón en la que el prisionero, al escapar y enfrentarse a la luz del sol, podía reconocer el origen, el sentido y la finalidad de las cosas. De hecho podría decirse que hoy no hay prisioneros sino que todos hemos sido liberados y estamos expuestos a la luz. El punto es que la luz es tan potente que no deja ver ni deja comprender. Por eso, la sociedad de la iluminación es lo otro del proyecto iluminista que buscaba iluminar a través de la luz de la razón. Hoy la iluminación es total, pero lo que se busca es estimular las emociones sin ninguna mediación de la racionalidad.
Por otra parte, ¿esta exhibición del yo, especialmente a través de perfiles en redes sociales o blogs que en algunos casos parecen suponer un regreso a la moda de los “diarios íntimos”, no pone en tela de juicio la siempre controvertida distinción entre lo público y lo privado? Sin pretender hacer aquí una historia de la separación entre ambas esferas, lo cierto es que el borramiento de la frontera entre lo público y lo privado se ha dado de manera vertiginosa en las últimas décadas.
Sin embargo, la obsesión por la privacidad y por una libertad que veía en el Estado una amenaza, no es una pesadilla medieval sino un hecho durante todo el siglo XIX y buena parte del siglo XX. Es más, en el clásico El declive del hombre público, de Richard Sennett, se observan las grandes transformaciones que se dieron en la relación entre lo público y lo privado desde el siglo de las luces hasta ahora. Más específicamente, la separación entre ambas esferas es, para el autor, una invención occidental que comienza a tomar forma a partir del siglo XIX junto con el desarrollo de las sociedades industriales, el avance de lo urbano y el auge de la burguesía. En la medida en que esa urbanidad se ampliaba y lo público ganaba terreno, era necesario generar un espacio de protección para la familia nuclear. Así, si durante el siglo XVIII primaban las discusiones públicas, las conversaciones y la teatralidad, durante el siglo XIX, la respuesta romántica frente al iluminismo comenzó a valorar la autenticidad, esto es, la idea de rescatar los valores individuales frente a una sociedad que parecía pretender uniformarlo todo. La antropóloga argentina, Paula Sibilia, en las páginas 74 y 75 de su libro La intimidad como espectáculo lo expresa así:    
“En oposición a los hostiles protocolos de la vida pública, el hogar se fue transformando en el territorio de la autenticidad y de la verdad: un refugio donde el yo se sentía resguardado, donde estaba permitido ser uno mismo. La soledad, que en la Edad Media había sido un estado inusual y no necesariamente apetecible, se convirtió en un verdadero objeto de deseo. Pues únicamente entre esas cuatro paredes propias era posible desdoblar un conjunto de placeres hasta entonces inéditos y ahora vitales, al resguardo de las miradas intrusas y bajo el imperio austero del decoro burgués (…)”
A su vez, dentro del hogar aparecen los cuartos propios como el lugar por antonomasia desde el que se puede cultivar el yo. En este sentido, no es casual que en el siglo XIX comiencen a proliferar los diarios íntimos. Incluso Sibilia recuerda un episodio muy interesante en el que a Virginia Woolf, en 1928, se le pregunta por qué las mujeres no han escrito grandes novelas y ella responde: porque al carecer de cuarto privado no tenían lugar donde poder desarrollar y exponer la vinculación con su propio yo. La mujer no tenía un yo sino que su ser estaba en función de su marido y en función de las tareas del hogar. ¿Para qué requeriría un espacio propio quien supuestamente se debe a la familia y solo puede realizarse en tanto cumple una función en esa familia?
Pero a menos de 100 años de aquella repuesta la situación es completamente distinta. Se asiste a una cultura de exhibición de la intimidad a la que Sibilia denomina “extimidad”. Se trata de la intimidad puesta hacia afuera; lo que era propio y pretendíamos preservar, ahora es volcado voluntariamente hacia los demás que, por cierto, están deseosos de consumir esas vidas íntimas que en general son tan comunes como la tuya y la mía. Cualquier vida ajena es objeto de consumo y lo que se busca es consumir “realidad” antes que la ficción de lo público. Por eso queremos perfiles de Facebook reales, sean o no famosos, y nos encantan los reality, sea con gente que está encerrada en una casa o con señores que bailan y se pelean, de manera presuntamente realista, con los jurados. En este sentido, el programa de TV Gran Hermano y el resto de los reality son la expresión del mismo fenómeno de extimidad que se da en las redes sociales.
Ahora bien, este yo hacia afuera, para poder ser consumido, tiene que transformase en imagen espectacularizada y buena parte de su éxito estará en cuán pornográfico se muestre (en el sentido de cuánto desee exhibir su intimidad y no, por supuesto, en el sentido de si ese yo desea desnudar su cuerpo). Así, como lo indica Sennett, si el siglo XVIII fue el siglo de apogeo del hombre público y, por lo tanto, del apogeo del diálogo, naturalmente, el avance de esta intimidad, que en la actualidad es extimidad, supone el triunfo de la imagen por sobre la palabra.     
Dicho esto, quiero cerrar estas líneas sobre la sociedad de la iluminación con un párrafo de la página 29 del libro La sociedad de la transparencia de Han: “La economía capitalista lo somete todo a la coacción de la exposición. Solo la escenificación expositiva engendra el valor; se renuncia a toda peculiaridad de las cosas. Estas no desaparecen en la oscuridad sino en el exceso de iluminación”.


viernes, 20 de mayo de 2016

Los dos minutos de odio en los Martín Fierro (publicado el 19/5/16 en Veintitrés)

En la última entrega de los premios Martín Fierro, Jorge Lanata fue el gran ganador. El resultado era esperado pues en estos premios pareciera que el canal encargado de la transmisión es el que decide a quién premiar con el Oro y en un contexto donde se busca instalar que el gran problema de los argentinos es el Estado y el gobierno (anterior), el discurso antipolítico de Lanata es esencial. Asimismo, después del gran fracaso, en términos de rating, de su programa “El argentino más inteligente”, la sensación era que el Grupo Clarín tenía que reivindicar al mascarón de proa que tan útil y funcional fue a la estrategia política del Multimedios. Pero ya había sido todo un símbolo que, con el nuevo gobierno, el canal y el periodista hubieran decidido que era momento de estar al frente de un programa de juegos; era todo un símbolo porque le están diciendo a la nueva administración y a la Argentina: “Hemos hecho nuestro trabajo y logramos que se fuera el gobierno que no expresaba nuestros intereses. Garantizado el gobierno que sí nos representa, podemos dedicarnos a entretener”. Sin embargo, semejante manifestación cínica y pornográfica de las razones por las que Lanata fue adquirido por el Grupo Clarín chocaron, en este caso, con un mal cálculo en lo que refiere al negocio. Dicho de otra manera, el nuevo programa de Lanata no fracasó porque buscaba meramente entretener (de hecho, “Periodismo para todos” no era un programa de política sino, ante todo, un programa de entretenimientos); fracasó porque el público de Lanata quiere entretenerse, quiere show, pero quiere que ese show y ese entretenimiento se haga con la política y no con dos o tres zonzos que juegan a los cubos o a contestar preguntas. Necesitan la espectacularización de la política, una narrativa novelesca verosímil o inverosímil donde aparezca gente muy mala, arrepentidos, confesores, héroes y antihéroes. ¿Por qué? Porque este tipo de programas ha contribuido a generar audiencias deseosas de catarsis, y para que esto suceda necesitan indignación, imágenes capaces de generar odio. Y aquí se cierra el círculo lanatesco porque Lanata en sí no entretiene; lo que entretiene es su odio. Por eso, el Lanata que su audiencia requiere es el que subió a recibir el Martín Fierro y llamó “imbéciles” a quienes lo chiflaban y dedicó el triunfo a cada uno de sus enemigos políticos, los cuales, casualmente, son los mismos enemigos políticos que tiene el Grupo Clarín. 
El fenómeno del discurso del odio como forma de catarsis colectiva no es para nada novedoso. De hecho existen reflexiones al respecto en todos aquellos pensadores que se encontraron frente al fenómeno de la súbita aparición de las masas en el ámbito público desde principios del siglo XX y hasta el propio Aristóteles se dedicó a pensar el modo en que el Teatro, al producir catarsis, resulta terapéutico para los espectadores. Sin embargo, quien mejor grafica este fenómeno del odio catártico es George Orwell en su novela 1984
Como usted bien sabe, Orwell ejerce una profunda crítica al régimen soviético y al comunismo describiéndolos como creadores de Estados policiales, Estados cooptados por una dictadura de Partido que, en nombre de la colectivización, no dudará en perseguir cualquier atisbo de crítica. Más allá de la figura enigmática de El Gran Hermano que todo lo observa pero que nunca es visto, la novela se constituye a partir de un conjunto de ideas entre las que destacaremos la de los “Dos Minutos de Odio”.
La historia transcurre en Oceanía, que no es otra cosa que uno de los bloques en los que se ha dividido un mundo que se encuentra en una suerte de guerra constante. En un principio, Oceanía está en guerra con Eurasia y, a su vez, tiene “enemigos interiores” que se sintetizan en un personaje que la novela no aclara hasta qué punto resulta tan mítico como El Gran Hermano: Goldstein. Éste sería judío, habría formado parte del Partido y luego, según las autoridades del mismo, lo habría traicionado. Él era el enemigo número uno del pueblo y en él se sintetizaba todo aquello capaz de dañar a la población. De aquí que el Partido implementara diariamente la práctica de los “Dos Minutos de Odio”, que no era otra cosa que un ejercicio obligatorio de catarsis colectiva donde los individuos vertían toda su bronca fanática contra el enemigo. El ejercicio de los “Dos Minutos de Odio” implicaba que en las “telepantallas”, que podían funcionar como una TV que vierte contenidos pero también como una cámara de seguridad para controlar a los sujetos, se transmitieran imágenes de Goldstein y un resumen de su pensamiento.
“Los programas de los Dos Minutos de Odio variaban cada día, pero en ninguno de ellos dejaba de ser Goldstein el protagonista. Era el traidor por excelencia, el que antes y más que nadie había manchado la pureza del Partido. Todos los subsiguientes crímenes contra el Partido, todos los actos de sabotaje, herejías, desviaciones y traiciones de toda clase procedían directamente de sus enseñanzas. En cierto modo, seguía vivo y conspirando”. (Orwell, 1984, Uruguay, D.U.S.A, pp.16-17)
Mientras la telepantalla ofrecía las palabras y el rostro de Goldstein para ser repudiado, la edición mostraba, por detrás, a Cristina Kirchner, perdón, quise decir, al ejército de Eurasia con toda su violencia y, sobre todo, con toda su “otredad” asiática.
“Lo horrible de los Dos Minutos de Odio no era el que cada uno tuviera que desempeñar allí un papel sino, al contrario, que era absolutamente imposible evitar la participación porque era uno arrastrado irremisiblemente. A los treinta segundos no hacía falta fingir. Un éxtasis de miedo y venganza, un deseo de matar, de torturar, de aplastar rostros con un martillo, parecían recorrer a todos los presentes como una corriente eléctrica convirtiéndole a uno, incluso contra su voluntad, en un loco gesticulador y vociferante”. (Orwell, 1984, Uruguay, D.U.S.A, pp.18-19)
La construcción del enemigo interno posee una triste historia en nuestro país, historia de asesinatos, desapariciones y torturas. Y en la era democrática, ese enemigo, ese objeto de odio, fue variando con la ayuda sistemática de los medios masivos de comunicación. La estigmatización de determinados grupos sociales en el contexto de un mapa mediático altamente concentrado ha sido una constante y, en los últimos años, el ataque al gobierno kirchnerista, que estuvo, a partir de 2008, enfrentado con las grandes corporaciones mediáticas, se realizaba generando en la audiencia un clima asfixiante que provocaba una verdadera “intoxicación de información”. Más allá de que a usted le haya gustado más o menos la larga década kirchnerista, no podrá desconocer el modo en que los grupos económicos dueños de los medios de comunicación ofrecían de manera constante sus “Dos Minutos de Odio” que, en muchos casos, llegaba a las “Veinticuatro horas de Odio”. La histeria alcanzaba tal punto que había ciudadanos que, en un sentido literal, no podían escuchar hablar a la presidenta sin gritarle groserías a la TV. La demonización de la militancia, la cual, una vez más, podrá haber cometido todos los errores que usted le quiera adjudicar, pero de ninguna manera recibió trato imparcial, fue otro de los ejercicios sistemáticos de la construcción del enemigo y del odio. Y en esto es central el alcance y la capacidad de repetición, ventaja sideral con la que contaban los medios privados frente a la potencia que pudiera tener algún programa con línea editorial afín al gobierno que también entendía que la repetición era parte de la disputa de agenda.       
En este sentido, valga este pasaje de la novela: “(…) lo extraño era que, a pesar de ser Goldstein el blanco de todos los odios y de que todos lo despreciaran, a pesar de que apenas pasaba día –y cada día ocurría esto mil veces- sin que sus teorías fueran refutadas, aplastadas, ridiculizadas, en la telepantalla, en las tribunas públicas, en los periódicos y en los libros…a pesar de todo ello, su influencia no parecía disminuir”. (Orwell, 1984, Uruguay, D.U.S.A, p. 17)
Al momento de escribir estas líneas, el gobierno de Macri lleva cinco meses en la administración y, sin embargo, los medios hegemónicos siguen hablando obsesivamente de los funcionarios y los símbolos de la administración anterior casi como una ofrenda a una audiencia que se había acostumbrado a hacer catarsis. Esto muestra que la construcción del enemigo a odiar funciona aun cuando el enemigo no tenga potencia e incluso cuando el enemigo tal vez haya dejado de existir o de ejercer la influencia que alguna vez tuvo. De hecho, como sucede con Goldstein, inventar un enemigo es funcional aun cuando haya buenas razones para suponer que es una ficción o un fantasma. Porque como bien saben los señores que construyen a partir del odio, lo importante de las guerras no es que terminen sino que continúen, en lo posible, indefinidamente.       


viernes, 13 de mayo de 2016

La meritocracia versus los feos y enfermos (publicado el 12/5/16 en Veintitrés)

El macrismo está decidido a dar la batalla cultural de la que tanto se jactaba el kirchnerismo e instalar definitivamente un sentido común liberal que el proyecto nacional popular había logrado en parte obturar o, al menos, mantener en estado latente. No cabe duda de ello. La utilización de una nueva terminología en la que la devaluación es una “salida del cepo”, vivir mejor era “una fiesta irreal” y los aumentos son solo “sinceramientos”, es una muestra que se suma a la persecución y al intento de destrucción de todos los emblemas kirchneristas, comenzando por la expresidenta, los principales funcionarios, la militancia, los comunicadores con línea afín, la política de Memoria, Verdad y Justicia y el revisionismo histórico.
La disputa es diaria, avanza a pasos agigantados y proviene, por supuesto, no solo del gobierno sino de los diferentes actores que en una sociedad moderna intervienen en los debates públicos. Por citar solo algunos ejemplos, el lunes 9 de mayo apareció la noticia de que en la provincia de Buenos Aires se volverían a poner aplazos en el colegio primario y, en la red social Twitter, lo más nombrado, fue #AplazosSí. Independientemente de la posibilidad de discutir el tema, nunca pensé que los aplazos se pudieran transformar en una causa digna de ser militada pero la batalla cultural se da en todos lados y lo que se quiere instalar es que este es el gobierno que premia el mérito frente al gobierno anterior que hacía demagogia hasta con los chicos de la primaria. Asimismo, días antes, el portal Infobae, se refirió al proyecto de ley antidespidos, al que se opone el macrismo, como “ley de cepo laboral”. Por si a usted no le queda claro, la palabra “cepo” no es neutral pues se trata de un instrumento de tortura utilizado para inmovilizar a los esclavos. Por ello, al día de hoy, cuando se dice “cepo a algo” se está dando a entender que la naturaleza de aquello sobre lo que ese cepo actúa es la de ser libre. Así, el “cepo al dólar” suponía implícitamente que el dólar debía ser libre, esto es, que cualquier argentino debería poder comprar, en un país que no los produce, la cantidad de dólares que quiera. Y la idea de un “cepo laboral” supone que el trabajo debe ser libre, esto es, que debe eliminarse cualquier ley o intervención estatal en la relación entre empleados y empleadores tal como sucedía en las primeras décadas del siglo XX. Son tan obvios algunos liberales vernáculos que más que tratar de llevarnos a una era pre-peronista nos quieren llevar a una era pre-freudiana.
Por otra parte, en un encuentro organizado por la Fundación Libertad, organización neoliberal o libertariana, como cada uno quiera llamarla, el presidente Macri volvió a la carga con un tema que lo obsesiona y que lo repite hasta el hartazgo sin que ello tenga demasiada visibilidad: su desprecio por el trabajo estatal. Hay que tomarse el tiempo para analizar varios de sus discursos pero allí se notará que en el actual presidente existe la creencia de que el empleo estatal no es empleo genuino sino un espacio de la politiquería y de improductividad que acaba fagocitando el afán de progreso que, aparentemente, y de manera natural, todo ser humano tendría. Por último, en esta semana indignó a más de uno una publicidad de Chevrolet hablándonos de “meritocracia” y de una sociedad en la que cada uno tiene lo que se merece según su esfuerzo. Es curioso intentar vender una camioneta del siglo XXI con los argumentos más burdos de la tradición protestante que Max Weber ya había detectado en el siglo XIX como elemento inherente al capitalismo, pero nada debe sorprendernos en esta arremetida por la cual nos quieren hacer creer que todos somos iguales en tanto cada uno es empresario de sí mismo y comienza la carrera desde el mismo lugar que sus competidores.
Lo curioso es que esta ideología se observa no solo en que cada uno debe asumir las culpas por sus penurias económicas sino que se extiende hasta la lotería natural de la belleza y la salud. Si no nos va bien materialmente somos los únicos culpables pero también somos culpables si somos feos y si somos enfermos.      
Efectivamente, como hoy la sociedad de consumo brinda todas las herramientas para verse presuntamente bello (no solo la cosmética sino operaciones de senos, de glúteos, de labios, extensiones en el pelo, vaginoplastias, técnicas contra la celulitis, etc.), verse feo es nuestra entera responsabilidad. Sos vos la que o el que no ha hecho todo lo posible por verse lindo. Con la salud funciona igual. No ser saludable es una afrenta hacia la sociedad no solo desde la perspectiva obvia de quien pudiera portar algún mal que afecte a sus vecinos. Aun cuando la mala salud del individuo lo afectase solo a él, la sociedad lo compele a estar sano, a comer yogur, a salir a correr, a hacer chequeos médicos constantemente y estar siempre radiante y dispuesto. Incluso están pululando señores que venden libros diciéndote que vos podes controlar tu cerebro de modo tal que allí también tendrás una nueva responsabilidad.  La situación me recuerda a lo que sucedía en la distopía de Samuel Butler, Erewhon. La novela describe las particularidades de una comunidad que vivía detrás de las montañas, aislada de la civilización. En tal comunidad se sacrificaba a los feos y estar enfermo era una inmoralidad que se castigaba con juicio penal y la posibilidad de encarcelamiento aun cuando se tratara de un simple resfrío. Tal medida extrema se tomaba por dos razones. En primer lugar, como una forma de coacción frente a los “fracasados” que no pueden sostener la buena salud y de ese modo dañan al resto de la sociedad y, en segundo lugar, como una forma de evitar el riesgo de una suerte de “tiranía de los médicos”. Así se sigue de la lectura de la sentencia de un juez de Erewhon frente a un joven “acusado” de tener tuberculosis:
“Me aflige ver a alguien tan joven y con tan buenas perspectivas en la vida rebajado a esta condición penosa a causa de su constitución, que únicamente cabe considerar como maligna. Sin embargo, su caso no es uno en el que haya que mostrar compasión, no es este su primer delito: ha llevado usted una vida criminal (…) Se le condenó a usted el año pasado por bronquitis aguda y ahora que tiene usted veintitrés años, ha pasado por la cárcel en no menos de catorce ocasiones por enfermedades más o menos odiosas (…). (Butler, S. Erewhon, Madrid, Akal, 2012, p. 136)
Por último, en Erewhon existe una extraña teoría acerca de los nacimientos además de una suerte de control eugenésico de los mismos. Pero los bebés que vienen al mundo, según la creencia erewhoniana, tenían una vida anterior de “nonatos” en la que eran muy felices. Sin embargo, algunos tercos deciden venir a este mundo y para ello deben firmar un “compromiso” en el cual asumen toda la responsabilidad por la decisión de “molestar” a dos adultos que se transformarán en sus padres.
El compromiso reza así: se establece que X, a pesar de ser “un ciudadano del reino de los nonatos, donde siempre estuvo bien cuidado en todos los sentidos y carecía de motivo alguno para ser infeliz, etcétera, concibió por su propia inquietud y deseo lascivo la idea de acudir a este mundo; que, por ende (…) se dedicó a acosar con malicia premeditada a dos desafortunados que jamás le habían hecho mal alguno y que estaban satisfechos y felices hasta que él ideó esta abyecta estratagema para torturarlos, ofensa por la cual ahora ruega humildemente clemencia. El niño reconoce que es el único responsable de todas las taras y deficiencias físicas de las que tenía que responder ante las leyes del país (…) que sus padres no tienen anda que ver con ellas (…) [y] tiene[n] derecho a matarlo (…). No obstante les suplica que demuestren su extraordinaria bondad y clemencia perdonándole la vida. En caso de que así fuese, él promete ser la más sumisa y obediente de las criaturas durante sus primeros años y, de hecho, toda su vida (…). (Butler, S. Erewhon, Madrid, Akal, 2012, p. 189)
El nonato responsable de sus acciones e incluso de la lotería natural lleva al extremo el precepto individualista de que somos enteramente responsables de nuestro destino independientemente de las circunstancias externas. Se trata del precepto por el cual la felicidad pasó de ser un derecho a un imperativo. Quien no es feliz es sospechoso o es mirado con desdén porque cada uno es empresario de sí mismo. Así, ante la moral de la felicidad quien no es feliz es un inmoral y quien no acepta la meritocracia será perseguido por ser feo y enfermo y cargará sobre sus espaldas con el peor de los castigos divinos: trabajará en el Estado y no merecerá nunca poseer esa camioneta.


viernes, 6 de mayo de 2016

Objetivo: las emociones (publicado el 5/5/16 en Veintitrés)

Mientras una parte de la ciudadanía se da cuenta de que el aumento de la nafta, los alimentos, el transporte, la luz y el gas no se puede pagar ni con la unidad de los argentinos ni con comentarios indignados sobre “la búsqueda del tesoro” de Báez, cabe preguntarse en qué museo se encontrará aquella fantasía que nos invitaba a creer que los medios de comunicación eran esenciales para la democracia en tanto brindaban una información vital para las decisiones racionales que los ciudadanos debían tomar.  
Alguno dirá que estoy preso de una visión arcaica del periodismo pero, en todo caso, es la que comparto con la mayoría de los periodistas, incluso con aquellos que se consideran progresistas. Sin embargo, es verdad que esta pretensión pareciera de otra época, de una época en la que la palabra ocupaba otro lugar y tenía prioridad por sobre la imagen.
Pero hoy la velocidad del poscapitalismo nos obliga a mercantilizar signos y para que éstos circulen tienen que ser fácilmente consumibles. En este sentido, un razonamiento complejo, una idea desarrollada y con matices, no tiene lugar y queda automáticamente fuera del mercado en pos de todo aquello que pueda ser reducido a 140 caracteres o, en lo posible, a una imagen, sea ésta de una excavadora o de cualquier otra cosa. Puro impacto, amparado en una cultura visual contrariada por decenas de estímulos y una civilización más preocupada por la confirmación de sus prejuicios que por la búsqueda de la verdad; pura imagen apuntando a nuestras emociones y a que sean éstas las que motoricen las  intervenciones y las perspectivas sobre los temas centrales de la agenda pública.     
Ya que en números anteriores hemos avanzado en algunas hipótesis para tratar de dar cuenta de las razones que explicarían un fenómeno que es civilizacional y amplio, aquí me restringiré a algunas muestras acerca de cómo, desde los propios medios de comunicación, se promueve la participación de las emociones mucho más que el pensamiento reflexivo.  
Usted dirá que no habría en esto ninguna novedad pero hay al menos algunas particularidades o, en todo caso, la ubicuidad de los estímulos de la información existente en la actualidad agudiza enormemente una tendencia preexistente. Para ello, me tomé el trabajo de navegar en la página web del canal TN (tn.com.ar), perteneciente al Grupo Clarín, y en sus diferentes secciones. Lo curioso no es la agenda ni el sesgo con que se trata la información pues eso ya lo conocemos y en todo caso cada medio tiene su agenda y su sesgo; lo curioso es, en primer lugar, la imposición de que las noticias deben ser evaluadas de algún modo por los lectores; y, en segundo lugar, que esa evaluación debe hacerse según parámetros “emocionales”. ¿A quién se le habrá ocurrido que es bueno que los lectores evalúen una noticia? ¿Y en todo caso quién sabe lo que está evaluando cada lector? ¿Evalúa cómo está escrita la nota, su bajada de línea, el interés objetivo de la misma o cualquier otra cosa? Es difícil responder a ello máxime si se observa el modo en que se invita al lector a que realice la evaluación. En este sentido, por ejemplo, en la sección principal de tn.com.ar, el sitio promueve que se evalúe la nota según las siguientes categorías: “Me importa, Me gusta, Me aburre, Me da igual, Me indigna”.  
Si este tipo de categorías le resultó particular, observe las que aparecen en la sección “TN Tecno”: “Vendehumo, Lo quiero ya, No me interesa, Están choreando, Me re ceba” (SIC). Si seguir avanzando en esta nota no lo re ceba, fíjese que en la sección de Música “La viola”, usted puede elegir entre: “Me hago fan, Me gusta, Ponele, Me duermo, Derrota cultural”. Y si se hizo fan de este párrafo déjeme incluir las categorías de la sección “TN y la Gente” donde usted votará entre: “Bronca, Vergüenza, Indiferencia, Me impacta, Me encanta”; o la sección “TN famosos” en la que se puede elegir entre: “Me enfurece, Me calienta, Me resbala, Me estafaron, Me enloquece”. Por último, si no se calentó del todo, sepa que la sección de “TN Toda pasión” le permite a usted sentir: “Euforia, Orgullo, Nada, Ira, Vergüenza”.
Lo primero que a uno le surge es el recuerdo de aquel inolvidable pasaje del cuento de Borges, “El idioma analítico de John Wilkins”, en el que se exponía una clasificación completamente heteróclita que buscaba mostrar que cualquier clasificación sobre lo existente es arbitraria: “En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas”.
Sin embargo, claro está, el asunto no es una ironía borgeana ni en ningún momento se devela la arbitrariedad de las categorías propuestas. De esta manera, al hecho de que nunca nos digan que el medio tiene una agenda y un sesgo, le sumamos que cuando usted termina de leer la nota la propia página le pregunta, tuteándolo: ¿qué sentís? Esa pregunta no es inocente. Es una decisión editorial porque no le preguntan qué piensa sino que desde la misma formulación la interpelación es al sentir, esto es, inducen al lector a que se comporte emocionalmente, a que no analice sino a que actúe irracionalmente, que exprese “lo primero que siente” como si eso fuera garantía o un certificado de espontaneidad y, con ello, de acercamiento a unas verdades presuntamente originales del Hombre. Es el más puro cinismo y una invitación a una participación degradada en una supuesta comunidad de la información al servicio de las necesidades de un sistema económico. Una decisión bien racional, con fines bien claros en la que, paradójicamente, el objeto son nuestras emociones.