sábado, 20 de febrero de 2016

Sobre la obligación de ser felices (publicado el 18/2/16 en Veintitrés)

La Confederación Farmacéutica Argentina indicó que el consumo de Clonazepan aumentó 105,9%. Por su parte un estudio de la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios de España demostró que, en ese país, el consumo de antidepresivos se triplicó en los últimos 10 años. A esto podemos sumarle que alrededor del 22% de la población estadounidense adulta admite estar medicada con psicofármacos más allá de que hay buenas razones para pensar que la cifra es mucho mayor en la medida en que hay quienes prefieren mantenerlo en secreto ante el prejuicio social.
Estos datos alarmantes recuerdan la famosa pastilla “soma” que Aldous Huxley describía en Un Mundo feliz. Se trataba de “la pastilla de la felicidad” que lograba que uno pudiera evadirse de los problemas, ser productivo y estar alegre al mismo tiempo. Claro que, el soma, lo distribuía el Estado y ahora son los laboratorios y los médicos los encargados de su propagación. Se trata de una manifestación más de cómo la medicina y la psiquiatría avanzaban cada vez más incluso sobre terrenos antes nunca transitados como los simples vaivenes diarios de los estados de ánimo. No solo la depresión como enfermedad es medicada sino también las personalidades melancólicas o los sujetos que han sufrido alguna pérdida circunstancial. La sociedad no permite que haya infelicidad ni infelices. En este sentido, ser feliz se transformó en una obligación.
¿Por qué sucede esto? Quien lo explica con agudeza es el filósofo francés Pascual Bruckner en un ensayo titulado, justamente, La euforia perpetua. Sobre el deber de ser feliz, publicado en el año 2000.
Bruckner muestra la manera en que Occidente ha cambiado su mirada sobre la felicidad. Pensemos, por ejemplo, en el cristianismo. Se trata de una religión en la que la felicidad es una nostalgia o una promesa puesto que se nos dice que alguna vez, antes del pecado, fuimos felices y que, si hacemos las cosas más o menos bien en esta vida de paso, seremos felices en el Cielo. Habíamos sido y podremos llegar a ser felices pero no podremos serlo ahora. La felicidad estuvo al principio del camino y estará como recompensa al final pero no está en el tránsito de ese camino.   
Con la modernidad, en cambio, la felicidad se transforma en una promesa terrenal. Se puede ser feliz en esta vida, es decir, en este tiempo, pero también en este espacio porque de la mano de la ciencia los humanos tendremos la posibilidad de modificar nuestro entorno hasta que sea capaz de someterse a nuestro plan de vida. Asimismo, Occidente comienza un largo proceso hacia la construcción de sociedades más igualitarias en las que la felicidad deja de ser una prerrogativa de los ricos. La felicidad, entonces, se transforma en un derecho, un derecho para cualquier ser humano.  
Claro que, en el mientras tanto, Sigmund Freud nos va a decir que existe un malestar en la cultura y una aporía: nuestra cultura nos inculca que tenemos derecho a ser felices pero, al mismo tiempo, supone la restricción de nuestros instintos. El fenómeno es paradojal pues maniatando nuestros instintos somos seres incapaces de ser felices pero a través de esa sujeción logramos conformar una cultura que nos dice que es posible ser feliz. Se trata de la “crónica de un fracaso anunciado”.
En este contexto, Bruckner se pregunta qué ha pasado en las últimas décadas como para que la inalcanzable felicidad se haya transformado en una obligación. En otras palabras, no alcanzó con la frustración de darnos cuenta que la felicidad era inalcanzable. Ahora, además, le sumamos la nueva frustración de formar parte de una cultura que nos muestra que a pesar de ser inalcanzable es obligatoria. Las razones de este cambio las encontramos en algunos de los fenómenos que hemos desarrollamos en números anteriores de esta revista. En primer lugar, el paso de un capitalismo que fomentaba la acumulación y el ahorro (como promesa de un goce futuro pero en esta tierra) a un poscapitalismo que impulsa el consumo de todo aquí y ahora. Y, en segundo lugar, el fomento de una ideología absolutamente individualista que deposita en el sujeto la total responsabilidad sobre su destino. Desde esta perspectiva, los logros pero, sobre todo, los fracasos, no obedecen a un sistema esencialmente desigual sino al mérito propio. El mejor ejemplo de esta ideología es la denominada “autoayuda”. Más allá de su discutible efectividad, la autoayuda se apoya en una cosmovisión por la cual cada una de las personas es dueña de lo que le sucede independientemente del contexto. La autoayuda te dice que si te lo proponés podes ser feliz. Así, un familiar tuyo puede morir, tu gran amor dejarte, el modelo económico, y tu patrón, quitarte el trabajo y lograr que no tengas para comer, pero, aparentemente, si te predispones y decís, como el Ravi Shankar, “si sucede conviene”, te vas a sobreponer. El punto es que, naturalmente, es muy difícil sobreponerse a eso y allí la autoayuda no te dice “Bancate el duelo o armá una revolución y acabá con el sistema que te oprime” sino que te dice “Tenés que confiar más en vos mismo y darte cuenta que la solución está en tu interior. Si seguís sufriendo es tu entera responsabilidad porque la llave de la solución la tenés dentro tuyo”. Sin embargo, claro está, en la mayoría de los casos, no está en el interior sino en reconocer los ciclos de la vida y quiénes se están quedando con tu dinero y con tu destino.
No conformes con ello, tenemos ahora una versión más sofisticada de la autoayuda que se ha transformado en un enorme éxito de ventas en las librerías. Es más sofisticada porque tiene la misma ideología que la autoayuda pero dice apoyarse en la presunta asepsia de la ciencia y no en las intuiciones de pastores, astrólogos o gente “con buena onda” y “paz interior”. La llamaremos “neuroayuda” y la definiremos como la posibilidad de aplicar los avances de las neurociencias a la resolución de nuestros problemas cotidianos. Si bien no hay que generalizar, por momentos parece ser una reedición canchera y para el gran público de las grandes fantasías positivistas decimonónicas y de principios del siglo XX que buscan reducir los comportamientos humanos a reacciones químicas. Pero más bien se trata de una mezcla de “sociobiología para señoras” y new age que se presenta, además, como la solución a “tus problemas” y te da “tips” para escaparle al determinismo social y biológico.  
El libro de Estanislao Bardach, Ágil Mente, por ejemplo, lleva como subtítulo “Aprende como funciona tu cerebro para potenciar tu creatividad y vivir mejor”. Asimismo, en la contratapa del libro EnCambio, del mismo autor y cuyo subtítulo es “Aprende a modificar para cambiar tu vida y sentirte mejor”, puede leerse “(…) No sos vos. Es tu cerebro. Estas reacciones automáticas son determinadas por patrones cerebrales que vas construyendo a lo largo de tu vida. EnCambio te va a permitir alumbrar los procesos por los cuales pensás, sentís y te comportas de determinada manera, y así dejar atrás aquellos hábitos y conductas que ya no te sirven”. A esto agrega en la página 427 y 428: “Vos tenés la habilidad de definir quién querés ser y alinear tus comportamientos con tus metas. Claramente no será fácil. (…) Además tendrás que luchar con la poderosa biología que hay detrás de tus comportamientos habituales, aquellos que actúan de manera automática y súper eficiente por fuera del alcance de tu conciencia. No te enojes con tu biología (…) Y para cuando tu cerebro quiera agarrar el volante para conducirte por los caminos que a él más le conviene, ya contarás con todas las herramientas para decirle que no (…) El volante es tuyo, de tu mente y de tus pensamientos, que son los únicos que pueden conducirte a un cambio positivo.
En la misma sintonía podemos hallar un libro de Facundo Manes y Mateo Niro titulado Usar el cerebro que, en las palabras preliminares, afirma: “Este libro se propone pensar el cerebro con el objetivo de que podamos vivir mejor. ¿Qué significa esto? Que cuanto uno más comprende sobre sí mismo, más va a saber atenderse y cuidarse, es decir, vivir plenamente”.  

¿Viste? No es el sistema económico. Tampoco las determinaciones sociales. Menos aún el gobierno de turno. ¡Todo está en vos, zoncito! Es momento de que seas feliz. Si no prestas atención a tu cerebro o si te levantas como “mala onda”, es asunto tuyo. Andá a buscar la pastilla y los libros que te dicen cómo ser feliz y, para que no haya testigos, rompé esta nota y, en lo posible, también, esta revista.     

viernes, 19 de febrero de 2016

Microclimas (publicado el 18/2/16 en infobaires24.com.ar)

Cada vez que Mirtha Legrand quiere afirmar algo sin sustento comienza la frase indicando “La gente en la calle dice que…”. Claro que la eterna conductora de los almuerzos no es la única y el latiguillo de aquello que la gente dice o nos comenta en la calle es casi un clásico de los lugares comunes porque resulta muy efectivo en varios sentidos: nos quita responsabilidad por aquello que vamos a decir ya que, en principio, no necesariamente es lo que pensamos; establece a “la gente” como nuevo sujeto político capaz de reemplazar a “el pueblo” cuya cohesión y potencia política es un fantasma para quienes prefieren sociedades (es decir, suma de individuos) antes que comunidades; y nos transforma en alguien “común” que se contacta con otros “comunes” y tiene contacto con “la realidad” que sería “aquello que sucede en la calle”.
Pero detengámonos especialmente en este último punto más allá de que los anteriores no sean menos controvertidos: ¿qué garantía tenemos de ser “comunes”, esto es, de ser representativos de la media de la sociedad? ¿Lo que pasa a nuestro alrededor es lo que le pasa a todas las personas al menos en Argentina? ¿Nuestra clase social, rango etario, género, religión, preferencia sexual, posición política e historia no podrían, de alguna manera, determinar o influir para hacer de nuestro entorno un espacio particular? ¿No deberíamos decir “la gente que me rodea dice” en vez de afirmar “la gente dice”?
Esta breve introducción busca simplemente advertir que muchos de los diagnósticos de los comunicadores pero también de cualquier ciudadano suelen estar teñidos de ciertos microclimas en tanto, en general, tendemos a vincularnos con aquellos con los que tenemos algún tipo de afinidad. En tiempos de enorme intensidad política (y en tiempos de baja intensidad política también), por ejemplo, es posible que elijamos acercarnos y compartir espacios con aquellos que piensan como nosotros y consumir los medios que dicen lo que nosotros pensamos pues más que estar abiertos a la novedad necesitamos confirmar nuestras posiciones. Estas relaciones se dan naturalmente y pocas veces son parte de una decisión consciente. Sin embargo, el cuento de la globalización y las sociedades abiertas hace que terminemos creyendo que nuestra vida es representativa de lo que le pasa a cualquier otro en cualquier lugar del mundo. Y no es así: es muy difícil hacer el ejercicio empático de ponerse en el lugar de otro y poder comprender cómo el otro piensa lo que piensa y actúa como actúa. Cómo pudiste votar a Macri, se pregunta el kirchnerista, del mismo modo que el macrista se preguntará cómo pudiste votar a los kirchneristas.
Esta dificultad es la que explica que los macristas crean dudosas encuestas que dan a la nueva gestión un 70% de imagen positiva y haya kirchneristas que crean que, en meses, el gobierno acabará renunciando jaqueado por la conflictividad social.
Para concluir, no diremos que la verdad está en el medio pues muchas veces no está allí. Simplemente advertiremos que suele haber un mundo más allá de nuestra pecera.      

Bossio: aporías de la representación (publicado el 11/2/16 en infobaires24.com.ar)

La fractura del bloque del FPV trajo enormes controversias la última semana y los principales ataques recayeron sobre la figura más representativa del grupo “disidente”: Diego Bossio. Claramente identificado con la gestión de CFK, con participación activa en la campaña y habiendo sido elegido diputado en la lista del FPV, la decisión del exdirector de ANSES resultó, para muchos, sorpresiva e indignante. A tal punto que referentes políticos y ciudadanos comunes a través de las redes sociales han exigido que renuncie o “devuelva” su banca.
Esto nos traslada a una inagotable discusión pues: ¿la banca es del partido o es del candidato? Legalmente no hay dudas de eso y nadie podrá encontrar un vericueto legal para exigirle a Bossio la “devolución” de la banca. En todo caso, el problema es “moral” y “político” pero no legal. Pero lo más interesante es que la decisión de Bossio deja expuesto cierto aspecto aristocratizante de la democracia representativa que data desde sus orígenes. Para decirlo sintéticamente, la suposición de que el pueblo no es capaz de gobernar por sí solo sino a través de sus representantes les ha dado a éstos un margen de maniobra tan imprescindible como controvertido porque tal margen permite que el representante resuelva situaciones para las que no tiene un mandato específico pero también le otorga la posibilidad de acabar alejándose de los intereses de quienes lo apoyaron. Esto, claro está, va más allá de la discusión acerca de si la decisión específica del representante es correcta o no. Más específicamente, no importa si haber roto con el FPV esté mal o esté bien del mismo modo que no importa si el “No positivo” de Cobos ayudó o no al país. Lo que está en juego es la relación entre el representante y los representados. Pues los representados podrían afirmar que, aun cuando estuvieran equivocados, el representante debería representarlos y llegar hasta las últimas consecuencias con su “error” pues para eso fue elegido. Frente a eso, el representante puede mostrar que las razones por las que fue elegido suelen ser múltiples (máxime cuando se trata de distritos tan grandes y de figuras que no son representativas de un sector en particular) y que no se le ha dado un mandato específico sino la confianza en su capacidad para poder discernir, en las circunstancias que lo requieran, qué es lo mejor para sus representantes (aun cuando ellos crean lo contrario) o para la sociedad toda, alternativa que, por cierto, abre otra pregunta imposible de responder a priori: ¿qué debe privilegiar un diputado nacional? ¿Los intereses del partido, del distrito, de sus votantes o de toda la Argentina?

Más allá de la posición que cada uno tome sobre la actitud de Bossio, parece claro que la discusión de fondo es mucho más rica e interesante que el circunstancial comportamiento de un representante o los reclamos que tal comportamiento pudieran ocasionar. En todo caso hay que agotar las instancias formales para tratar de garantizar que la voluntad popular se encuentre expresada y para ello se deben activar mecanismos de participación y control pero el aspecto aristocratizante de la idea de representación, con un grupo de “elegidos” que gobierna, abre el camino hacia una serie de dilemas y callejones sin salida, eso que los filósofos suelen llamar “aporías”.      

viernes, 12 de febrero de 2016

¿A quién le preocupa la grieta? (publicado en Veintitrés el 11/2/16)

Desde hace ya algunos años, en Argentina, venimos hablando de un fenómeno que el periodista Jorge Lanata bautizó “la grieta”. Tal categorización quizás sea uno de los pocos aciertos del devenido multimillonario animador y capocómico aunque, claro, esa “grieta”, como muchas veces hemos dicho, no es en un sentido “nueva” si se la piensa como una fractura social entre los argentinos. Pues hay grieta desde que existe la Argentina e incluso desde mucho antes de que este territorio adopte la organización política y administrativa que hoy presenta. En todo caso, lo que ha habido son momentos donde el contexto político hace más o menos visible esa grieta, algo que coincide, no casualmente, con los tiempos en los que la Argentina tuvo gobiernos populares.
Sin embargo, puede que esta breve introducción esté presa del microclima de aquellos que, de una u otra manera, trabajamos en medios gráficos y audiovisuales y formamos parte de los intensos debates que se dieron en los últimos años. Así, si uno indaga bien, en realidad, la única grieta que en general interesa a los medios de comunicación, y que es verdaderamente novedosa, es la grieta generada al interior de la corporación periodística. En este sentido, más allá de numerosos antecedentes de disputas entre periodistas o modos de ver el periodismo, está claro que, como nunca en la historia, el rol del periodismo está puesto en tela de juicio. Pero ¿a quién perjudica que el periodismo esté “expuesto”? ¿A la sociedad? ¿A la democracia? Nada de eso. Los únicos perjudicados son los periodistas y por ello los que están obsesionados por cerrar la grieta de la corporación son los propios periodistas tanto del establishment liberal/republicano de derecha como los “progres” de izquierda.
En su momento, en esta columna, señalamos al multipautado vocero de Mauricio Macri, Luis Majul, como el abanderado del cierre de la grieta, algo que se observa en su muestra itinerante de periodismo y su recurrente ataque a lo que él considera “periodismo militante”. Su estrategia es bastante simple, algo, por demás, esperable: la grieta se cierra constituyendo un enemigo “exterior”. Solo con ese enemigo exterior, con un “ustedes, los que se quedan afuera”, será posible constituir un “nosotros, los que estamos adentro (del periodismo)”. Eso que debe quedar afuera, es, por supuesto, el “seisieteochismo” y, para lograr ello, el periodista ha exigido al nuevo gobierno que quite el programa del aire y ha dicho públicamente que habría que iniciárseles juicios a sus panelistas. Pero la pobreza argumentativa de Majul es parte de una cosmovisión compartida por gran mayoría de sus colegas y hasta por funcionarios del actual gobierno. A continuación, entonces, quiero repasar algunas de las afirmaciones que surgen de esa particular visión del mundo. La primera: “El periodismo no puede ser militante”. Pues claro, si por militante entendemos acomodar la realidad a los intereses del partido o la facción. ¿Hay alguien que defienda que eso es periodismo? Nadie en su sano juicio. Cuando se habla de “militante” lo que debemos entender es el hecho de que todos hablamos desde una determinada perspectiva. Los hechos existen pero la agenda y la descripción de los mismos están hechas por seres humanos con lenguaje, intereses, objetivos e historias que hacen imposible la neutralidad. Así, quien ejerce el periodismo se enfrenta a una aporía: tiene el desafío de apuntar hacia la neutralidad u objetividad pero, al mismo tiempo, reconocer que éstas son imposibles de alcanzar.
Segunda afirmación: “El periodismo afín al gobierno kirchnerista escracha y hace propaganda”. Varias cuestiones para indicar aquí: ¿por qué acusar o denunciar a alguien (sea político, empresario, periodista o lo que sea) es escrachar si se hace desde determinada línea editorial y es hacer periodismo si se hace desde otra línea editorial? ¿Si Majul denuncia a un político, a un empresario o a un periodista y utiliza archivos hace periodismo y si lo hace 678 (o un medio con línea editorial afín al último gobierno) escracha? Por otra parte: ¿por qué se considera propaganda hablar bien de un gobierno pero no se considera propaganda (opositora) hablar mal de un gobierno? ¿Periodismo es hablar siempre mal de un gobierno? Quien haya inventado tal definición está menospreciando al periodismo porque el periodismo debe ser crítico y ser crítico significa poseer la capacidad de evaluar negativa o positivamente una acción. ¿Se imaginan un crítico de cine que dijera que todas las películas son malas… o que dijera que todas las películas son buenas? ¿Sería un crítico o, más bien, sería un imbécil? ¿Usted seguiría creyendo en él?
Tercera afirmación: “se puede defender al gobierno de turno pero solo desde un canal privado”. ¿Por qué? ¿Si estoy en un canal público y creo que el gobierno de turno hace algo bien no puedo decirlo? ¿La libertad de expresión tiene más límites si aparezco por la pantalla de un canal público? Por otra parte, si defender al gobierno de turno fuera algo solo admisible en un canal privado, ¿eso significa que en un canal privado cualquiera puede hacer cualquier cosa, incluso cosas inadmisibles para un canal público? ¿Nos están diciendo que lo que en el canal público era propaganda en un canal privado se transforma en periodismo? ¿Entonces lo que define al periodismo es el hecho de hacerse a partir del dinero aportado por privados? Extraña definición pues pasa por alto uno de los elementos centrales del derecho a la información. Se trata de un derecho que protege al dueño del medio (de las presiones políticas y de otros dueños de medios); a los periodistas (de las presiones políticas y de las del dueño de su medio); y a los ciudadanos (de las presiones políticas y de la información falsa que pueda verter un medio). Efectivamente, quien consume medios tiene derecho a una información veraz. ¿O acaso, en nombre del periodismo y la libertad de expresión, alguien podría justificar que el dueño de un medio use su dinero para propagar informaciones falsas mientras se justifica afirmando “con mi dinero hago lo que quiero”?     
Cuarta afirmación (oída por última vez de boca de un flamante funcionario a cargo de Medios Públicos) en el contexto de innumerables loas al periodismo como eje indispensable de las democracias liberales como las nuestras: “la grieta le ha hecho mucho mal al periodismo”. La pregunta allí sería: ¿le ha hecho mal al periodismo o a la corporación periodística? ¿Afectar a la corporación periodística es afectar a la democracia? ¿Por qué la democracia debiera aceptar sin más que exista en la sociedad un grupo de elegidos a través de los cuales habla la verdad, la objetividad, la neutralidad y la independencia? ¿Por qué Dios ha privilegiado a aquellos que han elegido esa profesión y nos ha condenado al fanatismo y a la mera opinión a aquellos que elegimos otros caminos? Si lo esencial de las democracias liberales es la asunción de que hay múltiples verdades, ¿por qué la sociedad debería aceptar que hay una sola verdad y que ésta es expresada por el periodismo?
Para finalizar, el fin de la grieta es una necesidad de la propia corporación periodística. Más que un tema político o de diferencias ideológicas con el gobierno de turno es un tema vinculado a la representación de la sociedad civil y a los privilegios sociales que el periodismo construyó autopostulándose como guardián moral e inmaculado de nuestras sociedades incluso por encima del discurso judicial y médico.  

En este sentido, el deseo de cerrar la grieta no se hace en nombre de la pluralidad contra un grupo de fanáticos. Es todo lo contrario. De hecho, obsérvese bien el formato de los programas políticos en la actualidad. ¿Qué buscan? Presentarse como plurales. Sin embargo ser plural no es invitar a tu programa a muchas posiciones irreductibles para que a los gritos se acusen entre sí. Tal puesta en escena, lo único que pretende es posicionar al periodista como un mediador, el justo punto medio entre representantes de una sociedad fanatizada. Si la Argentina se ha transformado en eso que se ve en los programas de TV a los gritos, está claro que tenemos un largo camino por andar en la búsqueda de eliminar el fanatismo. Pero en todo caso, pongamos manos a la obra y démosle la discusión a los fanáticos que se creen capaces de hablar desde un lugar particular en el que, vaya a saber por qué y a diferencia del resto de los mortales, se puede ser independiente, neutral, objetivo y alcanzar la que sería la única Verdad.                     

viernes, 5 de febrero de 2016

Trabajen, usen y consuman todo (publicado el 4/2/16 en Veintitrés)

El trabajo ocupa un lugar central en nuestras vidas. Tener o no tenerlo es central para cualquiera no solo desde la perspectiva obvia de que la gran mayoría de los seres humanos, en un sistema capitalista, debe trabajar para subsistir, sino incluso por razones psicológicas pues entendemos que el trabajo dignifica y que es una parte esencial de nosotros mismos. Es más, podría decirse que, en la era poscapitalista que habitamos, el trabajo determina ubicuamente nuestras actividades hasta transformarnos en “animales productivos” para los que el dormir mismo es una pérdida de tiempo. Este diagnóstico no es novedoso pero lo que sí puede resultar, en parte, más original es la pregunta acerca de si siempre ha sido así.  
En este sentido, no viene mal un poco de historia comparativa. Piénsese, entonces, en el lugar que ocupaba el trabajo para los griegos en el Siglo V y IV AC. ¿Trabajar era sinónimo de dignidad e, incluso, de liberación, como se veía, por ejemplo, en ciertas elaboraciones del siglo XIX? Claramente no. Todo lo contrario. Trabajar era estar a merced de la necesidad y el hombre libre era el que estaba más allá del reino de esa necesidad. Desde esta perspectiva, el ocio no era el equivalente a la holgazanería que tanto se repudia hoy sino la condición natural del hombre libre que podía dedicarse a la búsqueda del placer, volcarse a las intervenciones públicas o, como en el caso del filósofo, erigir una vida en torno a la contemplación de la verdad. Sin dudas, es difícil transpolar esta mirada a los tiempos actuales. ¿Qué cara pondría usted si el novio de la nena, en la primera cena familiar, le indica que se ocupa de “contemplar la verdad”? 
Que en la antigüedad el trabajo fuera visto como aquello que quitaba libertad al Hombre, libertad que le era esencial, suponía detenerse en el ocio porque solo a través de éste era posible trascender el terreno de la necesidad. Sin embargo, el ocio antiguo no es equiparable al ocio en la actualidad pues Aristóteles no aceptaría que el ocio de la contemplación de la verdad sea similar a mirar TV comiendo pochoclo después de dormir 16 horas tras una resaca. No: el ocio antiguo era una actividad también. Solo que era una actividad no vinculada a las “necesidades vitales/físicas” como la de tener que comer. ¿Cómo se llega, entonces, de aquella concepción del trabajo a la actual? Evidentemente, mucho tuvo que pasar pero lo que no se puede soslayar es, según lo indicara Max Weber, el protestantismo y el capitalismo. Y quien mejor describe esto es el filósofo que les presenté hace algunas semanas en esta revista. Me refiero a Byung-Chul Han que, en El aroma del tiempo, lo explica así: “Gracias al calvinismo, el trabajo cobra un sentido económico salvador. Un calvinista se enfrenta a la incertidumbre en relación al hecho de ser elegido o rechazado (…) Solo el éxito en el trabajo se entiende como un signo de haber sido elegido. La preocupación por la salvación lo convierte en un trabajador. (…) Max Weber ve en el espíritu del protestantismo la prefiguración del capitalismo. Se manifiesta como un impulso a la acumulación, que lleva a la constitución del capital. El descanso en casa y el disfrute de la riqueza son reprobables. Solo el afán ininterrumpido de beneficios puede ganarse el favor de Dios”.
Lo curioso es que aun en un mundo secular, sin carga religiosa, la lógica sigue siendo la misma. Es más, en la Argentina al menos, cuando se acumula mucho dinero se suele afirmar “Me salvé” y  cuando se está por hacer un buen negocio se indica “Si me sale esto me salvo”. ¿Hay quienes hayan roto con esta lógica? La respuesta podría llevarnos al marxismo y sin embargo estaríamos equivocados pues incluso podría decirse que esta tradición la profundizó en la medida en que, abrevando en el rol “liberador” que Hegel le asignaba al trabajo en la Dialéctica del Amo y el Esclavo, hizo del Hombre esencialmente un Homo Laborans. Y un hombre que es “su trabajo” o que solo puede realizarse como tal a través del trabajo no es la base desde la cual poner en tela de juicio el sistema. Como diría Byung-Chul Han en su ensayo Psicopolítica: “La izquierda política ha transfigurado el trabajo. No solo lo ha elevado a esencia del hombre, sino que de este modo lo ha mitificado como presunto contraprincipio del capital. A la izquierda política no la escandaliza el trabajo, solo su explotación mediante el capital. De ahí que el programa de todos los partidos de trabajadores sea el trabajo libre y no liberarse del trabajo”.  
El poscapitalismo y una sociedad enteramente orientada al consumo profundizan esta lógica. El tiempo libre de trabajo no tiene una función en sí misma. Es solo descanso necesario para mejor rendimiento en el trabajo y/o espacio para consumo lo cual implica horas hombre en el trabajo para conseguir el dinero necesario para tal consumo. Y en este sentido se da un fenómeno paradójico en el que está incluido el tiempo: consumimos bienes o, más bien, habría que decir, servicios, cuyo goce es cada vez más efímero y a cambio nuestra vida cobra sentido solo en tanto vinculada las 24 hs al trabajo. Para comprender mejor esto remítase a Carlos Fuentes y su breve cuento llamado “El que inventó la pólvora”. Allí, Fuentes, con toda la potencia crítica del realismo mágico, comienza narrando una situación particular: la cucharita con la que revolvía su café se derritió. Lo mismo sucedió con los cuchillos, los tenedores y el resto de las cucharas. El relato construido en primera persona, prosigue, como es natural, con el protagonista yendo a comprar un nuevo juego de cubiertos, los cuales, lamentablemente, corrieron mismo destino a la semana. Claro que esto no le sucedía nada más que al narrador sino a todas las personas a tal punto que las fábricas se comprometieron a multiplicar la producción para garantizar que pudieran suplantarse, cada 24 horas, cada uno de los cubiertos y de esa manera evitar que la civilización volviera a comer con la mano. Esta situación se mantuvo durante 6 meses pero luego le llegó su avatar al cepillo de dientes que se desarticulaba en la boca, y a los zapatos y a los sacos que se deshacían dejando en ridículo a sus dueños. Los autos se destartalaban también pero para ello hubo una solución inmediata del mercado: el auto del futuro que duraba un poco más que los “autos del pasado” y resultaron, claro está, un éxito en las ventas. Lo que empezó a ocurrir es relatado en el cuento de la siguiente manera:  “La serie de acontecimientos a que me vengo refiriendo (…) lejos de provocar asombro o disgusto, fueron aceptados con alborozo, a veces con delirio, por la población de nuestros países. Las fábricas trabajaban a todo vapor y terminó el problema de los desocupados. Magnavoces instalados en todas las esquinas, aclaraban el sentido de esta nueva revolución industrial: los beneficios de la libre empresa llegaban hoy, como nunca, a un mercado cada vez más amplio; sometida a este reto del progreso, la iniciativa privada respondía a las exigencias diarias del individuo en escala sin paralelo; la diversificación de un mercado caracterizado por la renovación continua de los artículos de consumo aseguraba una vida rica, higiénica y libre. (…) La bonanza era increíble; todos trabajaban en las industrias, percibían enormes sueldos, y los gastaban en cambiar diariamente las cosas inservibles por los nuevos productos”.
Sin embargo, el relato no termina allí pues un día, al llegar a su casa, el protagonista observa que sus libros se han convertido en polvo y al mirar por la ventana nota que los edificios se resquebrajaban y se derrumbaban. En ese momento la vida útil de los objetos ya ni siquiera alcanzaba las 24 hs. El relato prosigue: “Ahora que ha pasado un año desde que mi primera cuchara se derritió, subo a las ramas de un árbol y trato de distinguir, entre el humo y las sirenas, algo de las costras del mundo. El ruido, que se ha hecho sustancia, gime sobre los valles de desperdicio; temo (…) que el espacio de utilidad de las cosas se ha reducido a fracciones de segundo. Los aviones estallan en el aire, cargados de bombas; pero un mensajero permanente vuela en helicóptero sobre la ciudad, comunicando la vieja consigna: «Usen, usen, consuman, consuman, ¡todo, todo!»”
El cuento termina con el protagonista escondido y en soledad tomando dos ramas para “comenzar todo de nuevo” y volver a encender “por primera vez” el fuego; un protagonista sentado sobre los escombros de una civilización que supo ser próspera y se fagocitó a sí misma por llevar hasta el paroxismo un sistema que le inculcó al Hombre que su esencia era trabajar y, su destino, consumir.