lunes, 28 de septiembre de 2015

Buenas razones para negarse a debatir (publicado el 24/9/15 en Diario Registrado)

En un nuevo capítulo de las discusiones efímeras (pero recurrentes) instaladas por los medios de comunicación sobre la base de un sentido común de democracia liberal bastante ramplón, resulta que la opinión pública “debate sobre los debates (presidenciales)”. Si bien no es lo mismo, las razones en favor de la realización de un debate presidencial se asemejan a las esgrimidas en torno a la necesidad de conferencias de prensa, esto es, la suposición, casi socrática, de que a través de las preguntas y las respuestas, o del intercambio de ideas, se llega a la verdad. Tal meta no era alcanzada ni siquiera en la Atenas del siglo V AC., de lo cual se sigue que difícilmente pueda lograrse cuando el interrogador es un periodista pero lo cierto es que, desde mi punto de vista, existe una sobrevaloración de la idea de debate, máxime cuando se trata de un debate presidencial.
¿Qué se pone en juego en un debate presidencial? ¿Alguna virtud esencial para el desarrollo de la gestión? ¿El “resultado” del debate (si es que eso fuera cuantificable) dice algo acerca de la calidad de las propuestas del candidato?
Las preguntas podrían continuar pero con las aquí expuestas sobresale que en un debate presidencial suele haber monólogos y lo que se busca son golpes de efecto a través de slogans o artilugios retóricos. Si esas estrategias evidenciaran el triunfo rotundo de uno de los candidatos sobre el otro: ¿tendríamos la garantía de estar frente a quien mejor nos va a representar? No, simplemente, tendríamos la certeza de un buen asesoramiento o de las cualidades oratorias del que debate. Lo mismo sucedería con las propuestas. ¿O acaso alguien cree que en un debate presidencial con un formato pensado para trasmisión televisiva hay tiempo para discutir la inflación, las políticas sociales y de seguridad, el rol del Estado, las consecuencias del neocapitalismo, el lugar de Argentina en el mundo, etc.? ¿En 5, 10, 15 minutos se pueden encarar discusiones que llevan siglos y que no tienen “solución” sino simplemente perspectivas?
Por otra parte, quienes defienden el debate presidencial como un espacio en el cual la ciudadanía podría conocer las propuestas de los candidatos y eventualmente sumar razones para confirmar o rectificar su voto, desconocen que el formato polemista “fideliza” la toma de posición previa. En otras palabras, ¿a usted no le resulta sospechoso que siempre que ve un debate acaba concluyendo que “ganó” su candidato favorito antes del debate? Efectivamente, todos creen que el que mejor actuó fue el candidato propio y, de ese modo, el debate se transforma en un ring en el que detrás de los televisores gritamos por el nuestro y chiflamos al adversario regodeándonos ante cada estocada de nuestro “pollo” e invisibilizando los golpes recibidos.        

Para finalizar, considero que es mejor que haya debate a que no haya. Y también considero que esos debates serían mejores si fuesen legislados (como en Chaco, por ejemplo) y se realizaran en una Universidad Pública con moderadores acordados por las partes y  con una transmisión abierta a todo canal, público o privado, que desee emitir las imágenes, pues la moderación y el lugar en el que se realiza el evento es parte del debate también. Pero, por lo expuesto aquí, lo cierto es que el debate solo podrá ser útil para evaluar cualidades personales en el marco de una polémica, habilidades retóricas o un buen asesoramiento para afrentas televisivas, esto es, elementos de escasa relación con las virtudes y las propuestas que hacen a un candidato y a un buen gobierno.

viernes, 25 de septiembre de 2015

Clientelismo con pobres (y con ricos) [publicado el 24/9/15 en Veintitrés]

En las últimas semanas determinados medios volvieron a instalar la discusión en torno al clientelismo político como un modo de poder explicar ante la opinión pública el resultado de las elecciones. Se trata de un cliché harto transitado por los sectores pudientes o por cierta clase media ilustrada, como mínimo, desde la irrupción del peronismo hasta la fecha y es una de las formas indirectas a través de la cual se buscar quitar legitimidad a gobiernos con apoyo popular.
El razonamiento es bastante sencillo: los pobres/ignorantes votan a determinados gobiernos porque éstos les brindan dádivas o prebendas. De aquí se seguiría que para perpetuarse en el poder habría gobiernos que buscan multiplicar los pobres y los ignorantes.
Ahora bien, de este tipo de razonamientos se siguen algunas cosas más. Por ejemplo, una subvaloración del voto de los pobres. Dicho de otro modo, habría una baja calidad en el voto de menos aventajados, sea porque se trata de masas de ignorantes sea porque la necesidad los “obliga” a establecer la relación clientelar. En este sentido, habría ciudadanos libres que elegirían a sus representantes tomando en cuenta todas las variables que permiten realizar decisiones racionales y un conjunto mayoritario de la población que votaría con un hilo de baba colgando y/o hambrienta.       
El clientelismo político, esto es, la relación asimétrica que se da entre un gobierno/Estado que le brinda beneficios a un individuo o un determinado grupo a cambio de apoyo electoral, es una práctica con larga historia en la Argentina (y en Occidente) pero el sufragio secreto la limita fuertemente. En otras palabras, el funcionario de turno podrá hacer promesas, dar dinero o lo que sea pero en el cuarto oscuro es el individuo el que decide y muchas veces decide votar en contra del que le ofrece la relación clientelar. Pues tener necesidades no significa perder la dignidad y sobre todo, como diríamos en el barrio elípticamente, no significa ser pelotudo.        
¿Esto supone que haya que quitarle importancia al clientelismo político? Por supuesto que no pues es una de las prácticas más vergonzantes y abusivas. Pero de lo que se trata, más bien, es de no sobredimensionar su capacidad al momento en que la voluntad popular se expresa a través de las urnas. En apoyo a esta afirmación tómese en cuenta el “clientelismo para ricos”. Sí, porque una de las trampitas que más trasuntan una discriminación propia de la aristocracia es la de suponer que solo puede haber clientelismo con pobres. Pues no: también hay una relación de patrón/cliente entre funcionarios corruptos y los sectores más aventajados.
Explicaré esto de la siguiente manera: se dice que, por ejemplo, una práctica habitual del clientelismo es otorgar algún tipo de subsidio a cambio del apoyo electoral. Si ese fuese el caso, las clases medias y altas de la Ciudad de Buenos Aires son las primeras en aceptar relaciones clientelares en la medida en que, a diferencia de otros distritos, reciben subsidios del Gobierno nacional al consumo de luz, gas, agua y transporte. De esta manera se da insólitamente que los pobres de provincias con ingresos más bajos que los de CABA pagan por sus servicios muchísimo más que lo que paga el porteño. Por ello tiene razón la oposición en acusar de clientelista al oficialismo pero debería aclarar dos cosas: que el clientelismo no se da solo con los pobres y, sobre todo, que el clientelismo no garantiza votos pues el distrito que más subsidios recibe es, después de Córdoba, aquel en el que el FPV menos votos obtiene. Salvo que alguien se anime a afirmar que los votantes de la Ciudad de Buenos Aires son más racionales y dignos que los votantes de otras provincias, no resultará fácil sostener coherentemente una postura capaz de enfrentar esta evidencia. Si las razones que se esgrimen es que los subsidios en CABA son, en general, universales, deberán aceptar que, cuando se trata de provincias del Norte, se toma a la AUH como una forma de política clientelar a pesar de ser “universal”. Este punto muestra la pendiente resbaladiza en la que la denuncia de clientelismo ha caído hasta descansar en una suerte de sentido común de liberalismo ramplón por el cual todo tipo de ayuda estatal se ha transformado en relación clientelar independientemente de su carácter universal y de que la informatización ha permitido eludir la acción de los punteros. Es el mismo deslizamiento que hace que cualquier gobierno democrático que decida aplicar políticas redistributivas o de acción directa hacia los sectores menos aventajados sea denominado “populista”. Por último, ¿las exenciones impositivas a grandes empresarios con la excusa de atraer inversiones no es una suerte de clientelismo político también? ¿No hay allí un funcionario/gobierno/Estado que toma dinero de los contribuyentes y lo direcciona a cambio de obtener un apoyo electoral? Yendo a un caso puntual y para no caer solo en el gobierno nacional, ¿no hay clientelismo político con ricos cuando el gobierno de la Ciudad establece negocios con el Grupo Clarín? ¿No se está beneficiando económicamente a un grupo pidiendo a cambio apoyo electoral? Se trata de preguntas retóricas pero, sin duda, del mismo modo que el clientelismo político con pobres no garantiza que el “cliente” vote al “patrón”, nada impide que Héctor Magnetto, en la soledad del cuarto oscuro, se incline por una alternativa al macrismo al momento de elegir el “puesto menor” de Presidente de la República.         
Pero la temática del clientelismo político, aunque usted no lo crea, fue bastante más allá de una discusión de taxi o a los gritos en un canal de TV, para servir de fundamento al fallo de la Cámara en lo Contencioso y Administrativo de Tucumán que declaró nulas las últimas elecciones a gobernador. Sí, será macondiano y surrealista pero basándose en una nota de La Nación y en un informe de Jorge Lanata, la principal razón por la que se anulaban los comicios en el que el vencedor aventajó por 100.000 a su principal competidor, fue, más que algunos casos de quema de urnas y una falla en las cámaras de seguridad que controlaban el traslado de los votos, el conjunto de prácticas clientelares que habrían existido durante las elecciones y antes de las mismas. Es extraño pues con ese criterio hasta se podría haber exigido que las elecciones nunca se hubieran llevado a cabo puesto que seguramente hay prácticas clientelares (del oficialismo y de la oposición) en Tucumán. Por suerte para la democracia y las instituciones, semejante despropósito fue desautorizado por la Corte Suprema de Tucumán con un fallo del que extraje los siguientes pasajes: “Sin caer en el extremo de negar ni relativizar la gravedad que ese tipo de actos (quema de urnas, violencia y prácticas clientelares) contrarios a la ley, máxime ante la importancia de los valores en juego, no es posible, empero, soslayar, por un lado, la decisión de aquellos votantes que no se prestan ni participan de tal irregularidad ni, por el otro -y lo que es más decisivo todavía- la circunstancia incontrastable de que del clientelismo no se sigue inexorablemente la falta de autonomía de los electores involucrados, quienes al ingresar solos al cuarto oscuro quedan fuera del alcance de toda injerencia extraña (…) Además de carecer de la necesaria universalidad que debería presentar un argumento sobre el que se funda una medida que afecta a todo el electorado, ante la ausencia de elementos demostrativos o -cuanto menos indiciarios de que no se ha garantizado el ejercicio pleno de la libertad de elección dentro de los sendos recintos habilitados a ese efecto, el razonamiento de la sentencia [que anulaba los elecciones] importa avanzar indebidamente sobre la conciencia misma de las personas que participaron del comicio. Los motivos que llevan a un elector a votar en tal o cual sentido son de la más variada índole (política, afectiva, económica, religiosa, etc.), y podrá compartírselos o no, pero ello no autoriza a ninguna autoridad estatal a inmiscuirse en el ámbito interno de las personas, juzgando la conciencia de cada ciudadano”.
Los pasajes escogidos son lo suficientemente elocuentes como para agregar algo pero la desesperación de un sector del electorado tras 12 años de perder elecciones lo está llevando al límite de poner en tela de juicio conquistas republicanas y democráticas que mucho nos ha costado conseguir. Se trata de un sector que, de hecho, se arroga la potestad de calificar el voto olvidando que el voto del rico y el del pobre, al menos hoy, valen lo mismo.     



viernes, 18 de septiembre de 2015

Deslegitimar de origen (publicado el 17/9/15 en Veintitrés)

Con la nota publicada el domingo 13/9/15, “¿Y si Zamora es presidente?”, el columnista Joaquín Morales Sola explicitó el plan que algunos veníamos denunciando desde el mismísimo día de la elección PASO. Por si usted no lo recuerda, aquel 9 de agosto, políticos, periodistas y cuentas de twitter de la oposición buscaron instalar que el triunfo del FPV obedecía a un fraude y, de ese modo, el gran simulacro mediático transformaba en obsoleto y antidemocrático un sistema electoral que no era ni obsoleto ni antidemocrático en las elecciones en las que triunfó la oposición. Asimismo, la vergonzosamente judicializada elección tucumana, con un pedido de no declarar ningún ganador hasta nuevo aviso, llevó al extremo el modus operandi opositor que implica utilizar jueces cómplices para dificultar el avance de las decisiones de la voluntad popular y sus representantes. Y como si esto no alcanzara, lo mismo harán con la elección chaqueña que tendrá lugar en septiembre a pesar de que en las PASO provinciales de mayo de este año, el FPV venció a toda la oposición junta por una diferencia de 23% obteniendo el apoyo de 6 de cada 10 chaqueños.
Este ataque obedece a una estrategia de esmerilamiento en aquellos distritos donde el FPV ha obtenido la diferencia clave. Pues si comparamos de dónde salieron los votos de las principales fuerzas notaremos que la Provincia de Buenos Aires y el Norte Grande le aportaron al oficialismo el 70% de su caudal y al Frente Cambiemos solo el 51%. Frente a estos datos duros, no debe extrañar que, mágicamente, desde el 9 de agosto hasta la fecha, los medios opositores no hagan otra cosa que atacar uno por uno a los gobiernos peronistas de cada uno de esos distritos. Si bien nadie puede sostener que aquellas provincias estén exentas de problemas, llama la atención que algunos medios los hayan descubierto ahora y que los distritos donde la oposición ganó, o hizo elecciones más equilibradas, no sufran denuncias ni reciban la visita de algún grupito de periodistas citadinos que utilizan “sinecdóticamente” una imagen para que el porteño medio nunca se indigne por muertes en Soldati sino por todo aquello que suceda lejos de su casa.       
Pero resulta claro que el objetivo no es Tucumán (donde tarde o temprano los republicanos que han perdido la elección deberán aceptar la evidencia de los hechos), ni Chaco. Tampoco es Formosa ni Jujuy. El objetivo es llegar a la elección nacional en un clima de sospecha y deslegitimación de un ganador que, todo indicaría, sería Daniel Scioli. 
Si bien no había que ser Sherlock Holmes para darse cuenta de tal operación, la mencionada nota de Morales Solá explicita pornográficamente el escenario que se intenta montar. Expresado con sus propias palabras: “Envuelto en la sospecha y el descrédito, el viejo sistema electoral podría dejar a los argentinos sin un presidente nuevo el 10 de diciembre. Habrá un presidente electo, sin duda, pero nadie sabe ahora cuándo estará en condiciones de asumir. La estrechísima diferencia que señalaría un triunfo en primera vuelta o la necesidad de una segunda ronda abrirían un período de alta conflictividad política y electoral (…) ¿Qué sucedería si fuera necesario esperar el escrutinio definitivo para saber si habrá segunda vuelta? Entre la primera y la segunda vuelta habrá sólo 27 días. Si Tucumán lleva escrutando 20 días y no terminó, ¿cuántos días consumiría el escrutinio definitivo de todo el país? (…) El cuadro se agravaría aún más si hubiera segunda vuelta. Entre el 22 de noviembre y el 10 de diciembre habrá sólo 18 días. Las encuestas que han medido una segunda vuelta (relativas todas en las condiciones actuales) señalan triunfos por uno, dos o tres puntos, cuando mucho. Así como Scioli es el candidato más votado en las mediciones de primera vuelta, Macri lo es en las encuestas sobre el ballottage. ¿Qué sucedería si cualquiera que saliera segundo planteara la necesidad del escrutinio definitivo o la revisión de muchas urnas en todo el país para aceptar su derrota? ¿Cuándo los argentinos (y el próximo presidente) sabrán quién ganó definitivamente? Un cuadro de extrema conflictividad podría llevar la definición hasta más allá del 10 de diciembre. Cristina Kirchner y Amado Boudou deberán irse a sus casas el 10 de diciembre, pase lo que pase. Su mandato constitucional concluirá indefectiblemente ese día. La única alternativa posible sería que Cristina le entregara el gobierno al presidente provisional del Senado, el radical K Gerardo Zamora, uno de los peores líderes feudales del país, hasta que la Justicia proclame al nuevo presidente. Una fuente inmejorable de la justicia electoral, consultada sobre la posibilidad de que Zamora termine siendo presidente provisional del país, contestó con una frase corta, seca: No es imposible y ni siquiera improbable. Todo dependerá del grado de los litigios políticos y judiciales".
Seguramente usted estará sorprendido por el hecho de que la principal nota de opinión de unos de los diarios de mayor tirada de la Argentina se pronuncie en estos términos pero es notorio que hay sectores de la sociedad argentina que son capaces de hacer todo lo posible para generar incertidumbre en la población. Se trata de instalar la idea de un vacío de poder y, como todos sabemos, cuando eso sucede el poder no se ausenta sino que queda en manos de aquellos que no se someten a la voluntad popular y, gracias a que enfrente tienen un gobierno débil, son capaces de sortear una y otra vez los mecanismos de control que le impone el Estado.
Como sucedió en otros países latinoamericanos donde triunfaron gobiernos populares, los sectores liberales conservadores buscaron instalar la idea de fraude y si lograron instalarlo en una elección como la tucumana donde la diferencia fue de 15%, ¿cómo se van a perder la posibilidad de hacerlo en una elección que, como bien indica Morales Solá, tiene en 2 o 3 puntos la llave para que la Argentina tenga un presidente en primera vuelta?
La mención a los actos eleccionarios en países de la región no es casual porque el giro discursivo que se viene dando es común a estas latitudes. Más específicamente, tanto en el caso de Chávez/Maduro como en el de Correa y Evo Morales, la oposición afirmaba que se trataba de gobiernos elegidos democráticamente que, una vez en el poder, devinieron dictaduras. En otras palabras, se trataba de gobiernos con legitimidad de origen pero no de ejercicio. En Argentina, con el mismo sistema electoral desde el regreso de la democracia, más allá de algún episodio o algún lloriqueo puntual, ganara el peronismo o ganara la oposición, nunca se puso en tela de juicio la legitimidad de origen. De hecho existen comunicadores y políticos que, muy sueltos de cuerpo, llegan a comparar a este gobierno con la última dictadura argentina o incluso con el nazismo pero solo por la forma en que el kirchnerismo, legitimado en las urnas, se habría comportado en el ejercicio del poder.
Sin embargo, hoy la situación es otra y, tal como sucedió en Venezuela, carente de resultados la estrategia de la deslegitimación de ejercicio, se apunta a una deslegitimación más severa que es la de afirmar que quienes ocupan la actual administración están utilizando distintos tipos de mecanismos fraudulentos ilegales e inmorales para que el resultado de la elección no refleje el deseo del pueblo. Las consecuencias institucionales, políticas y hasta psicológicas de un gobierno sin la legitimidad de origen son harto evidentes como también es harto evidente quiénes serán los principales beneficiarios de un gobierno que asuma con esa debilidad.   
    


          

viernes, 11 de septiembre de 2015

El derecho a la información (publicado el 10/9/15 en Veintitrés)

"La sola libertad de prensa no garantiza, en una sociedad moderna, la
información de los ciudadanos. Hoy se afirma una necesidad nueva, una

exigencia contemporánea: el derecho a la información" (Extracto de la “Carta del derecho a la información” firmada por las organizaciones de periodistas franceses en París los días 18 y 19 de enero de 1973)



La Argentina lleva ya un largo lustro debatiendo públicamente la función de los medios de comunicación lo cual, sin dudas, merece celebración. Pues a pesar de que tal discusión muchas veces caiga en extremos, seguramente marcada por el clima de disputa instalado en la última década, resulta un paso adelante que, cualquiera sea la posición política que se adopte, buena parte de la sociedad sea algo menos ingenua respecto de todo aquello que se afirma en el diario, la Radio o la TV. En este sentido, por más que algunos repitan que los medios hipnotizan a la gente y otros, también torpemente, consideren que la ciudadanía es completamente impermeable a lo que los medios digan, en la Argentina tenemos desde el taxista hasta el último editorialista hablando del rol del periodismo, de la libertad de expresión, de qué significa ser periodista hoy, de cuál debe ser la relación del Estado con la prensa y de los vínculos entre política y corporaciones mediáticas, por mencionar solo algunas aristas de la temática.
En este marco, cuesta encontrar algo que no se haya dicho pero quizás, tomando como disparador un argumento bastante trillado, podemos echar algo de luz para dar cuenta de una necesaria resignificación del derecho a la información.         
Partiré, entonces, de una argumentación que ha circulado en los últimos años y que afirma que los medios públicos tienen una suerte de obligación de neutralidad y veracidad que no poseerían los medios privados en tanto son solventados por el dinero de un particular. Imagino que usted muchas veces habrá oído ese argumento que, para ponerlo en nombre propio, podría expresarse del siguiente modo: la TV Pública no puede mentir ni tener una mirada progubernamental porque el Estado debe tener una perspectiva plural y porque no habría TV pública sin mis impuestos. Sin embargo, si Canal 13, TN o alguno de los más de 300 medios que todavía ostenta el grupo Clarín quiere profesar una voz monocorde, sesgar, tergiversar e, incluso, mentir, podría hacerlo porque tiene el derecho a tener una línea editorial y porque se sustenta con pauta privada.
El argumento, en realidad, no tiene mucho de novedoso. De hecho, quien mejor lo ha sintetizado fue William P. Hamilton, editor de Wall Street Journal, quien ya en 1908 afirmaba: "Un diario es una empresa privada que no debe absolutamente nada a un público que no tiene sobre ella ningún derecho. La empresa, por tanto, no está afectada por ningún interés público. Es propiedad exclusiva de su dueño, que vende un producto manufacturado por su cuenta y riesgo."
Por supuesto que, volviendo al caso argentino, si nos ponemos algo más sutiles podríamos contraargumentar que al Grupo Clarín le caben las mismas exigencias que se le hacen a la TV Pública en tanto el Estado argentino tiene acciones en el Grupo (heredadas de las AFJP) y en tanto recibe pauta oficial del gobierno nacional, de los gobiernos provinciales y de los gobiernos municipales. Pero a los fines argumentativos supongamos que esto no fuese así o, si se quiere, podemos imaginar una corporación periodística llamada x que, por razones ideológicas, no acepta ningún tipo de pauta oficial, ni acepta que ninguna instancia estatal intervenga en su paquete accionario. La pregunta, entonces, sería, ¿esta corporación x tendría la facultad de brindar todo tipo de mensajes, incluso información falsa, amparándose en la libertad de expresión? Dicho de otro modo, la libertad de prensa, entendida como extensión de la libertad de expresión, incluye la libertad de mentir, sesgar y tergiversar adrede una información? ¿Acaso no podría esta corporación x, amparada en la libertad de expresión, poder decirlo lo que desee a punto tal de, por ejemplo, inventar que un funcionario es un violador, o, a través de una escena trucada, afirmar que un sismo destruyó a un pueblo entero (inexistente) y que los sobrevivientes han pretendido linchar al intendente?
Al utilizar ejemplos tan extremos, es de esperar que a la pregunta precedente el lector responda con un enorme “No” pero lo cierto es que diariamente nos vemos sometidos a tergiversaciones o noticias simplemente inventadas sin ninguna consecuencia más que la ruptura del contrato de lectura con ese medio (ruptura que, por cierto, en realidad, sucede muchos menos de lo que uno imagina).
Sin embargo, desde hace algunas décadas existe una nueva mirada respecto a lo que se conoce como “derecho a la información”, que va más allá de la lógica liberal oenegista. Pues desde este punto de vista, “derecho a la información” suele confundirse con “libertad de información”, esto es, la obligación que tiene un Estado de garantizar que la prensa pueda emitir libremente su opinión, y la obligación que tiene el Estado de dar a publicidad sus decisiones.
Pero la perspectiva liberal oenegista (a la que solo parece preocuparle la transparencia del Estado y nunca la del privado, y se basa en la idea de que el Estado es un peligro para el libre desarrollo de la libertad y los derechos individuales), parece entender el derecho a la información como un derecho del que solo gozan los sujetos emisores de mensajes, más precisamente, los periodistas, y que se encuentra vedado al resto de una ciudadanía que es vista simplemente como un espacio habitado por meros receptores del mensaje brindado por otros.
El doctor en Ciencias de la Información, Damián Loreti, en un libro publicado en 1995, llamado, justamente, Derecho a la información, reconstruye esta idea a partir de los aportes de distintos autores para afirmar que existen 3 etapas en lo que respecta al derecho a la información: una primera en la que el sujeto de derecho, o aquel detentador de la libertad de prensa, era solamente el dueño del medio; una segunda en la que ese derecho y esa libertad se hacen extensivas a los periodistas que trabajan en ese medio y en la que, idealmente, se podrían utilizar esas prerrogativas incluso contra el propio empleador; y una tercera, aquella en la que me interesaría profundizar, en la que el derecho y la libertad se hacen extensivos a todos los ciudadanos independientemente del hecho de que vuelquen información a través de los canales de los medios tradicionales o no. En otras palabras, en esta última etapa no se trata solamente de proteger al periodista de la injerencia y las presiones estatales: se trata de defender, también, al ciudadano, de la mala información que proviene de las empresas periodísticas estatales y privadas. En esta línea, y suponiendo que la información es de interés público y existe un derecho no solo a la libre circulación de la información sino a una información veraz y plural, se sigue que el Estado debe intervenir.          
En palabras de la doctora en Derecho constitucional Mariana Cendejas Jáuregui: “Esta concepción del derecho a la información obliga a una configuración autónoma respecto de la libertad de información. Frente a la concepción liberal con la que se protege el acto de difusión informativa y no tanto la información como valor en sí mismo, en el Estado democrático la información se concibe como un bien de interés general necesario para la participación ciudadana en la democracia, y como tal bien, además de ser tutelado jurídicamente, debe ser prestado a todos los ciudadanos por los poderes públicos. Éste es el verdadero significado del derecho a la información. No basta sólo con reconocer y respetar el libre flujo de informaciones que tiene lugar en una comunidad. Es necesario asegurar que los ciudadanos reciben una información suficiente sobre los problemas que afectan a su comunidad, así como una información plural y relevante sobre las distintas alternativas existentes para la solución de dichos problemas”.
Dicho esto, y sabiendo que la vigente ley de medios ha intentado conjugar los principios liberales con perspectivas universalistas inclusivas en las que existe la plena conciencia de que los medios de comunicación son un servicio público y en tanto tal es responsabilidad del Estado una regulación que garantice la libertad de expresión sin ningún tipo de censura, el acceso a la información pública y la pluralidad de voces, es necesario que la ciudadanía asuma y se apropie de esta nueva y amplia concepción del derecho a la información: derecho que atañe a los que emiten los mensajes pero también a aquellos que los reciben.    

viernes, 4 de septiembre de 2015

24/7: un sueño poscapitalista (publicado el 3/9/15 en Veintitrés)

Quienes siguen esta columna semanalmente habrán notado que en las últimas entregas, más allá de la coyuntura electoral, se tocaron problemáticas diferentes entre las que se pueden mencionar: los desafíos del ostensible cambio climático, el tipo de identidades que forjan las sociedades del espectáculo, el vínculo entre redes sociales, opinión pública y movimientos de emancipación, y las mutaciones del periodismo.
Si bien tales problemáticas no parecen tener directa vinculación entre sí hay un elemento subyacente a todas ellas: el capitalismo financiero o la nueva etapa de un sistema económico, político y cultural que algunos denominan “poscapitalismo”.
Pues, ¿cómo separar la continuidad de catástrofes asociadas al cambio climático de un modelo de producción esencialmente voraz e incapaz de autolimitarse ni siquiera ante el peligro real de la desaparición de la vida en el planeta? Asimismo, ¿no es la cultura del simulacro espectacularizado un signo de los tiempos en el que se impone una lógica del consumo constante, el entretenimiento, la satisfacción inmediata y la disolución de la frontera entre lo público y lo privado? Efectivamente, se trata del mismo sistema que absorbe y esteriliza cualquier tipo de movimiento de liberación, paradójicamente, en nombre de la libertad y fomentando ágoras virtuales en las que presuntamente hay un acceso igualitario a la palabra; el mismo que ha hecho del periodismo una caricatura cínica sustentada en un mito de origen que sucumbe frente a la prepotencia del interés económico de las empresas dueñas de los medios de comunicación.
Si bien esta columna tematizó las particularidades de este poscapitalismo, lo dicho puede dar el marco para unos breves comentarios estimulados por la lectura de un libro que publicara en español, recientemente, editorial Paidós. Se trata de 24/7. El capitalismo tardío y el fin del sueño, de un profesor de Teoría y Arte moderno de Columbia University llamado Jonathan Crary.
La referencia numérica del título no apunta a ningún hecho sucedido el 24 de julio de algún año sino a lo que, para el autor, es el máximo desafío del poscapitalismo: lograr que la gente esté despierta los 7 días de la semana, las 24 horas. Sí, aunque usted se sorprenda, Crary afirma que el poscapitalismo está avanzando contra la barrera biológica de las horas de sueño que los humanos necesitamos para poder llevar adelante una vida plena. En este sentido aporta datos elocuentes: el estadounidense medio dormía aproximadamente 10 horas hace un siglo y, hoy en día, solo 6 horas y media. ¿Quién se ha quedado con esas horas en las que ya no se duerme? El capitalista, aquel que obtiene plusvalor de tu fuerza de trabajo y de tu tiempo.
Sin embargo, la posibilidad de eliminar la necesidad de dormir e invertir “productivamente” ese tiempo no es solo una perversión del capitalista sino un anhelo de una sociedad que no tolera el tiempo de ocio y siempre debe estar “ocupada” o “entretenida”; una sociedad en la que la vida profesional lo inunda todo de manera ubicua y las jornadas laborales con un horario fijo de 8 horas en una fábrica son solo un recuerdo; una sociedad en la que el consumo no tiene horario tal como demuestra la posibilidad de acceder a cualquier servicio durante las 24hs o la moda de los kioskos Open 24 en las grandes ciudades.                      
Ahora bien, cualquier lector sabrá que no dormir afecta nuestra vida pudiendo generar distintos tipos de trastornos. De hecho, uno de los elementos de tortura más terribles utilizado, entre otros, por Estados Unidos, es impedir al prisionero que concilie el sueño, pues no poder dormir deja a la víctima en estado de indefensión y vulnerabilidad. El resultado es, tras un breve período, psicosis y, luego de una semanas, daño neurológico irreversible.
Lo cierto es que Crary muestra cómo, en el marco de la “guerra” contra el terrorismo, se sigue experimentando con todo tipo de técnicas para lograr el objetivo del “soldado insomne”, aquel capaz de estar en estado de alerta durante días enteros sin el deterioro cognitivo y de atención que supone la falta de sueño. En este sentido, Crary señala que el Departamento de Defensa de Estados Unidos lleva años estudiando al gorrión de corona blanca, esto es, un ave migratoria capaz de estar 7 días sin dormir durante la ruta que lo lleva de Alaska al norte de México.
Sin embargo, si de curiosidades se trata, también hubo empresas rusas con propuestas que, más allá de ser algo delirantes, obedecían al mismo paradigma de reducción del sueño en pos de una maximización de la productividad. Más específicamente, Crary se refiere a un consorcio espacial que se proponía generar una cadena de satélites en órbita sincronizados con el sol de modo tal que pudieran redirigir su luz hacia la Tierra aun cuando el ciclo de rotación del planeta determinara que “llega la hora de la noche”. El proyecto apuntaba o dar luz a regiones alejadas en las que las “noches polares” son extremadamente largas pero rápidamente se ofreció como una forma de ahorro de energía para ciudades en las que las horas con luz solar y la noche se encuentran en mayor equilibrio. La utopía de un mundo sin noche, con plena luz las 24 horas, es la metáfora perfecta para una sociedad en la que todo debe ser mostrado y en la que se pretende ver todo. La referencia a la cárcel panóptica que Foucault utilizaba como emblema de sociedades disciplinarias donde distintas instituciones se encargaban de repartir la disciplina a lo largo de nuestra vida y a lo largo de cada uno de nuestros días para generar cuerpos dóciles, es casi una obviedad. Sin embargo, otro francés, Gilles Deleuze, algunos años después, ya advertía que las sociedades disciplinarias estaban dejando su lugar a sociedades de control. En las primeras teníamos la cárcel, la fábrica, la escuela y el hospital como ejemplos de instituciones que buscaban controlar espacial y temporalmente los cuerpos. En las segundas, estas instituciones siguen existiendo pero se difuminan en una temporalidad totalizante que ya no deja ni esos breves intersticios de desconexión que se producían cuando se pasaba de una institución disciplinaria a otra. Porque hoy en día no hace falta que estemos en una cárcel para estar encarcelados y controlados a través de, por ejemplo, una pulsera electrónica o, si nos ponemos un poco más irónicos, a través de la información que voluntariamente vertemos en internet; tampoco necesitamos asistir a un lugar de trabajo para trabajar, lo cual para algunos puede ser algo beneficioso salvo por el hecho de que buena parte de los trabajos de hoy son por objetivo e implican estar disponible a los requerimientos del jefe las 24 horas. Incluso, para estudiar, no hace falta ir a la escuela o a la universidad pero el sistema ha impuesto la lógica de la formación permanente, lo cual no es otra cosa que la internalización de que siempre nos falta algo. Por último, salvo casos excepcionales o de emergencias, los miembros de clases sociales con niveles de ingreso aceptables no deben ir al hospital o al sanatorio para recibir atención. Por el contrario, son presas de una sociedad en la que la automedicación aparece como el necesario sostén para un cuerpo incapaz de soportar las exigencias de la vida capitalista.

Esto muestra que el paso de las sociedades disciplinarias a las sociedades de control y, dentro de ellas, el desafío de alcanzar el 24/7, es posible solo en la medida en que el avance tecnológico generó prótesis electrónicas que, en formato de computadoras, tablets, celulares, etc. impiden la “desconexión” y nos atan a un simulacro virtual que incide directamente en la realidad y en nuestros cuerpos. En este panorama, no puedo más que culminar estas líneas con el interrogante que se plantea a partir de una dramática e interpelante sentencia de Crary: “No hay armonía posible entre los seres vivos actuales y las demandas del capitalismo 24/7”.