sábado, 27 de abril de 2013

El obstáculo (publicado el 25/4/13 en Veintitrés)


“Cuando se presenta ante la cultura científica, el espíritu jamás es más joven. Hasta es muy viejo pues tiene la edad de sus prejuicios” Gastón Bachelard

 Imaginemos que el próximo domingo Jorge Lanata comienza su emisión televisiva de manera especial: algo desencajado, con ojeras, vestido informalmente y sin público en sus tribunas. En este contexto toma el micrófono, enciende un cigarrillo y afirma: “Hoy es el último programa de PPT. Lo he hablado con mi familia y con mi psicoanalista. Se trata de una situación que resulta insostenible y una carga que no puedo sobrellevar. He mentido para perjudicar al gobierno y favorecer los intereses de mi empleador. Fui utilizado voluntariamente como emblema de un grupo económico, al que siempre rechacé, para horadar al gobierno con falsas denuncias de corrupción como aquella que involucraba al actual vicepresidente Amado Boudou. Pero lo ocurrido en las últimas semanas con la denuncia que desde aquí realizamos y que incluye a Fariña, Elaskar, Rossi, Báez y Kirchner ha sido una burla a la opinión pública y una afrenta al periodismo que no me puedo permitir si quiero seguir llamándome periodista. Les pido disculpas a los boludos que eligieron creerme pero así son las cosas. Seis siete rocho se hará un festín pero esos boludos me importan un carajo. Chau. Fuck you”. Se oye desde el “detrás de cámara” un conjunto de tibios aplausos  provenientes de su círculo íntimo y de algunos de sus productores más fieles, y tras cinco segundos eternos en los que Lanata ya ha salido de cuadro, se corta la transmisión para que comience una película protagonizada por Emilio Disi.   
¿Es posible que esto suceda? Si bien todo puede pasar, lo dudo, pero el sentido de plantear este escenario inverosímil que generaría un escándalo mediático sin precedentes es intentar comprender cómo actuaría un televidente fiel del programa de Lanata, aquel que eventualmente puede ir a una marcha y gritar “Lanata tiene huevos”, “Aguante Lanata” o “Lanata presidente”. La pregunta sería, entonces, qué haría ese ciudadano que desprevenidamente se acomodaba para ver a su programa y periodista favorito hasta que de repente es sorprendido con esta confesión. Si bien las posibilidades de acción son muchas, reduciré las opciones a dos extremos: ¿tras una profunda decepción internaliza las palabras de Lanata y comienza a poner en tela de juicio sus propias creencias hasta llegar, eventualmente, a considerar que, si bien la política de este gobierno no es de su agrado, de ahí no se sigue que se esté frente a una administración estructuralmente corrupta? ¿O más bien, preso de la ira, insultaría a su televisor al grito de “¡esta es una dictadura de corruptos! ¡Ahora los k también compraron a Lanata. Lo único que nos queda es Clarín y encima lo quieren hacer desaparecer!”  
 Seguramente usted y yo coincidiremos en que aquellos hombres y mujeres que consideran creíble a Lanata le creerán todo salvo que su arrepentimiento hipotético se debe a  razones morales. En otras palabras, ese televidente medio de “Periodismo para todos” se inclinará por sostener que su periodista favorito no ha podido tolerar el irresistible poder de las presiones de las supuestas mafias kirchneristas, de lo cual se sigue una pregunta angustiante: ¿hay algo que pueda convencer a un anti kirchnerista furioso de que, eventualmente, pudiera ser que algunas de las denuncias de corrupción que se le hacen al gobierno son falsas? En otras palabras, ¿hay algún hecho que le pueda hacer cambiar de opinión o siempre encontrará el modo de poder adecuar la realidad al prejuicio “todos los kirchneristas son ladrones”?
 El hablar de prejuicios nos lleva a una obra ya clásica, publicada en 1938, cuyo título es La forma del espíritu científico y que lleva la firma de Gastón Bachelard, un francés que tuvo, entre sus muchos intereses, el de indagar en el campo de lo que se conoce como Filosofía de la Ciencia. Bachelard acuñó el célebre concepto de “obstáculo epistemológico” para dar cuenta de las dificultades psicológicas que se les plantea a los científicos al momento de enfrentarse a una experiencia o realidad novedosa. Si bien los obstáculos que plantea el autor se encuentran más vinculados al quehacer del científico y no del hombre común, no es del todo impropio extrapolar esta enseñanza para poder comprender el modo en que los prejuicios de los “ciudadanos de a pie” operan como una “teoría previa” desde la cual se interpretan los hechos. Tales prejuicios provienen de la cultura, la educación, la lengua, la ideología, etc. y, en tanto tales, permanecen en el terreno de lo inconsciente, de aquí que sea tan difícil adoptar un perfil autocrítico frente a ellos. Porque, de hecho, tales prejuicios no son meros accesorios que se circunscriben a terrenos marginales de nuestras vidas sino que son constitutivos de la realidad misma, del modo en que nos relacionamos con el mundo. Porque no somos una tabula rasa, una hoja en blanco en la que los hechos escriben su realidad. Somos una infinita paleta de colores en la que los hechos siempre resultan salpicados y en el que lo nuevo, o el hecho que contradice nuestro sistema de creencias, debe enfrentarse a una estructura que si bien nunca está completamente cerrada no deja demasiado lugar a aquello que pudiera desestabilizarla. Porque un mundo ordenado, regular, en el que alguien nos dice que aquellos que suponemos corruptos lo son, es el mejor de los mundos posibles; un mundo en el que enfrentarse a los hechos es casi un simple ejercicio administrativo de confirmación inmediata de ideas previas que no reconocemos como tales y que son parte de una disputa feroz en el terreno simbólico y cultural que se juega en cada interacción humana pero que, desde el siglo XX hasta su caracterización actual, se ve atravesado enormemente por la lógica mediática. Porque es desde los medios de comunicación, estas usinas de sentido, que se busca instalar una serie de prejuicios presentados como verdades autoevidentes que una vez internalizados se reproducen geométricamente en una retroalimentación constante. Así, alcanza con haber instalado el prejuicio para que, luego, aun la investigación más disparatada y débil, sea interpretada desde esa matriz.        
Para terminar, vale la aclaración, sería mi propio obstáculo epistemológico afirmar que los únicos prejuiciosos son los antikirchneristas televidentes de Lanata. Por supuesto que no es así. Menos que menos se puede decir que el intento avieso de instalar un clima donde resulte verosímil que el gobierno es el causante de todos los males de la humanidad, suponga que toda investigación de Lanata resulte, a priori, un invento. Pero promover la idea de que un gobierno democrático, cuyas propuestas pueden gustar o no, es una suerte de dictadura corrupta no ayuda a mantener viva la posibilidad de revisar un punto de vista, a plantear una duda, un matiz, un gris. Más bien, por el contrario, lleva a que muchos ciudadanos sean capaces de comportarse como una turba histérica que un día se va a pasar de la raya. Claro que cuando eso suceda, el mismo prejuicio que los llevó a justificar ese salto, les permitirá, sin ponerse colorados, afirmar que la culpa, incluso de los errores propios, la tiene, como era de esperar, el kirchnerismo.            
  


sábado, 20 de abril de 2013

Lecciones bolivarianas sobre la sucesión (publicado el 18/4/13 en Veintitrés)


El triunfo de Nicolás Maduro en las elecciones presidenciales de Venezuela puede servir de ejemplar para realizar analogías e interpretaciones respecto del futuro de la Argentina más allá de que, por supuesto, ningún modelo y ninguna circunstancia puede replicarse de un país a otro.
Por un lado, aun cuando no le alcanzó para ganar, la estrategia de la oposición antichavista ha sido efectiva pues logró obtener casi 45% de los votos en la última elección frente a Chávez y más de 49% en la del domingo pasado. Esta “efectividad” electoral, claro está, nada dice acerca de lo que podría haber sucedido si Capriles llegaba al poder en el sentido de que, muchas veces, los melones se acomodan andando pero cuando uno lleva, además, naranjas, sandías, bananas y manzanas lo que puede suceder es que el carro vuelque. Está metáfora frutal es la que no comprende cierto sector del establishment argentino que, a toda costa, pide una unidad opositora cuyo único objetivo es vencer al kirchnerismo sin tomar en cuenta el día después de una hipotética llegada al poder. Similar exigencia de unidad es la que se pregona desde los organizadores del cacerolazo del 18 de abril, protesta que, esta vez, ha sido apoyada explícitamente por la dirigencia política opositora, aunque, cabe aclarar, el único inconveniente es que, entre la multitud que cacerolea contra las políticas oficiales, la única faz propositiva que aparece surge de un entretenimiento, por ahora, infructuoso: aquel que a falta de un Wally se conoce como “Buscando un Capriles”.  
Pero por otro lado, y quizás esto sea más interesante, el triunfo de Maduro es un dato que se debe tener en cuenta para esa siempre interesante parte de la biblioteca que se ocupa de la problemática de los liderazgos carismáticos y su inocultable dificultad para delegar y, eventualmente ante determinadas circunstancias, lograr transferir el poder con similar apoyo de las masas. Dicho en otras palabras, y sin abundar en tecnicismos o referencias académicas, parece casi inherente a la condición de líder carismático la dificultad de transferir el poder a un sucesor. No sólo por la resistencia que el propio líder tendría sino porque en el hipotético caso de que una determinada circunstancia así lo obligue, ungir a un continuador no garantizaría el traspaso automático de los apoyos.
Con todo, en el caso de Venezuela, Maduro obtuvo un porcentaje cercano al de la última elección de Chávez aunque contó con la inmensa ayuda del recientemente fallecido líder bolivariano, quien, una vez consciente de la irreversibilidad de su enfermedad,  tuvo la sensatez de dejar bien en claro a quién pretendía transferir el poder. El resto, con aciertos y errores, ya es parte de la propia historia política de Maduro no sólo de cara al electorado sino frente a las internas existentes al interior del chavismo.
Pero si pensamos en la historia de la Argentina, ha habido ejemplos para un lado y para el otro si bien las circunstancias fueron muy distintas. Así, con Perón vivo y en el exilio, parecía más fácil que la orden de apoyar a Cámpora tuviera mejor recepción que el hecho consumado de tener que seguir a Isabel con Perón muerto. Esto muestra que en el juego de las variables no resultan indiferentes las cualidades de los sujetos ungidos y que, por más vínculo vertical o de obediencia existente, la determinación de un sucesor siempre supone una nueva conformación con incluidos y excluidos.  Asimismo, está el caso sui generis de los Kirchner, esto es, un presidente que propone como candidata a una esposa que acabó demostrando con creces estar preparada para el cargo, algo que deben reconocer incluso sus más fervientes opositores. Pero por eso mismo, aun siendo muy distintos, los liderazgos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández fueron recibidos como una continuidad en una suerte de liderazgo carismático “monstruoso” de dos cabezas.  
Ahora bien, siguiendo con nuestro país, uno de los focos de incertidumbre política más grande, es la resolución de la problemática de la sucesión en el gobierno nacional. Dejando de lado la posibilidad remota de una eventual reforma constitucional que pudiera habilitar un nuevo mandato, la pregunta que se plantea es quién va a ser el candidato que el oficialismo propondrá para suceder a la presidente. Independientemente de los nombres que alocadamente se arrojan y que van desde Scioli hasta Boudou, Abal Medina, Alicia Kirchner, Máximo Kirchner, Urribarri, Capitanich o Parrilli, lo cierto es que, más allá de las cualidades de cada uno de los candidatos, no habría, en principio, nada que conceptualmente pudiera garantizar que la decisión sucesoria que adopte CFK será seguida a pie juntillas ni por los diferentes sectores que conforman el kirchnerismo ni por el electorado. Finalmente pareciera que la única decisión que no siempre es respetada por todos los seguidores es aquella por la que se designa un sucesor que, por el modo en que irrumpe en la arena política, carga en sus espaldas el peso de ser criticado haga lo que haga. Pues si sigue demasiado al líder que lo ungió lo acusarán de obsecuente, místico o títere y si se muestra con vuelo propio le dirán traidor y recordarán que con el líder anterior las cosas estaban mucho mejor.           
              Pero si bien todo esto es cierto, el caso venezolano se puede tomar como un ejemplo en el que un líder puede ungir a un sucesor y esto puede trasladarse a las urnas masivamente. Las razones para que esto suceda son múltiples y, como se dijo, incluye las circunstancias, las cualidades del elegido de cara al electorado y el rol que cumpla al interior del entramado de sectores que conforman el gobierno. Pero a esto hay que agregarle un elemento más que no es determinante pero que suele pasarse por alto en los análisis politológicos. Me refiero al nivel de penetración e internalización que un proyecto de gobierno alcanza en los diferentes estratos de la población como para poder hacerse inteligible  independientemente de los nombres propios. Esto vale tanto para el socialismo del siglo XXI como para el proyecto nacional, popular y democrático de los Kirchner.
Como se puede observar, entonces, son demasiadas cosas a tener en cuenta pero un antecedente irrepetible, pero antecedente al fin, es que el gobierno de CFK no sólo pudo sobrellevar la muerte de su marido sino que en ese contexto fortaleció su poder hacia el interior depurando algunos acompañamientos, apostando a una renovación generacional y dando una vuelta de tuerca a una identidad política que sigue en proceso de transformación.
 Para finalizar, qué sucederá cuando Argentina se enfrente en 2015 a unas elecciones en las que ni Scioli, ni Macri ni CFK cuentan con cláusulas que les permitan volver a ser elegidos es algo que no puede determinarse hoy. De no mediar ninguna reforma, buscarán depositar en un elegido su caudal de votos y garantizarse un lugar de privilegio en su propia fuerza o puede que tomen el riesgo de que las disputas internas en cada uno de sus espacios se diriman en las internas abiertas y obligatorias. Todo puede pasar y nada garantiza la transferencia de poder de un candidato a otro pero puede que las distintas variables confluyan y un liderazgo fuerte como puede ser el de Chávez o CFK sea capaz de empoderar un “tapado”. En Venezuela, hasta hoy, y al menos electoralmente,  funcionó.      


jueves, 11 de abril de 2013

Piove. Governo ladro! (publicado el 11/4/13 en Veintitrés)


La lluvia excepcional que se cobró decenas de vidas entre provincia de Buenos Aires y Capital Federal ha sido el epicentro de la política argentina en la última semana. Primero el énfasis estuvo puesto en Mauricio Macri y sus continuas salidas vacacionales algo que bien podría haberse pasado por alto si los protocolos sobre inundaciones y los tan renombrados “equipos de gestión” funcionasen como corresponden, algo que, claro está, debería suceder aun en ausencia del Jefe de Gobierno.
Pero la magnitud de lo sucedido en La Plata desvió la atención hacia el intendente Bruera y hacia Scioli, cuando no también, al gobierno nacional. Existen numerosos artículos y opiniones muy elocuentes respecto a las responsabilidades en torno a lo sucedido y aunque no me interesa indagar en ellas, bien cabe mencionar el retraso en las obras de la ciudad, la subejecución del presupuesto en el área de infraestructura pluvial y el nunca encarado debate acerca del modo en que el negocio inmobiliario avanza casquivanamente atentando contra zonas que nunca se habían inundado. En lo que respecta a La Plata no parecen tan claros los defectos de gestión en obras capaces de hacer frente a un fenómeno de cambio climático evidente como sí lo marcan los antecedentes inmediatos de la ciudad pero hay quienes afirman que la intendencia desoyó  advertencias en cuanto a la necesidad del mantenimiento de los sumideros y los desagües además del freno al Plan Maestro Hidráulico.
Dicho esto, quisiera proponerles un experimento mental que puede pecar de demasiado abstracto pero que puede servir para comprender el modo en que nuestra cultura se posiciona frente a un  desastre natural como el sucedido. Lo haré no sin antes aclarar que este experimento no intenta eximir de responsabilidades a los gobiernos de las jurisdicciones que se vieron afectadas por este desastre que tocó vivir hace unos días. Lejos de ello, insisto, creo que existen responsabilidades políticas que el tiempo, y quizás la justicia, deberá evaluar. Pero supongamos que se diese la siguiente situación. En un futuro lejano llegan al poder una casta de políticos ideales que tomando en cuenta los antecedentes y las advertencias se reúnen con especialistas también ideales y resuelven realizar todas las obras de infraestructura que resultan necesarias. Es más, dado que son políticos tan ideales, son también muy precavidos y, por cualquier eventualidad, no sólo realizan las obras necesarias sino otras que permitan enfrentar situaciones híper excepcionales. Pasan los años y las obras responden holgadamente ante la demanda de las lluvias abundantes, hasta que un día, una particular conjunción de fenómenos naturales, deriva en una lluvia sin precedentes que supera todas las previsiones con consecuencias nefastas entre las que se incluyen pérdidas de vidas y de bienes materiales.
¿Qué sucedería en esa situación? ¿Usted cree que la opinión pública y los medios de comunicación resaltarían que estos gobiernos ideales realizaron todas las obras pertinentes? ¿O más bien, seguramente, acusarán a la dirigencia política ideal de ladrones, corruptos, desaprensivos e inútiles?  Vuelvo a repetirlo. No estoy diciendo que lo sucedido en La Plata y en Buenos Aires exima de responsabilidades políticas a esas gestiones. Simplemente quiero profundizar, a partir de este experimento, en una matriz de pensamiento ni siquiera argentina, sino, yo diría, occidental, que no puede tolerar la posibilidad de un hecho que no tenga responsables (políticos). En otras palabras, y de aquí el título de la nota, aquel dicho italiano famoso que se traduce “Llueve. ¡Gobierno ladrón!” resume maravillosamente el modo en que muchas veces, la necesidad de hallar responsables de todo, hace que acusemos a los gobiernos de cualquier cosa que suceda. Para entender el origen de esta lógica hay que remontarse al modo en que ya Aristóteles establecía que todos los efectos tienen una causa y luego atravesar la revolución científica de la modernidad por la cual se deja de lado la mirada especulativa sobre la naturaleza para entender que el progreso de la humanidad es posible sólo a través de la dominación de un entorno muchas veces hostil para el Hombre. Pero el cuadro conceptual no puede cerrarse sin mencionar el clásico discurso antipolítica proveniente de los medios de comunicación y representativo de una importante cantidad de ciudadanos. Porque no alcanza con noticiar el desastre. Se necesita además insuflarle al relato periodístico el sentimiento de indignación pues un Estado presente que resuelve los problemas de los vecinos no “vende” tanto como la noticia de la solidaridad entendida como aquello opuesto a la política. Asimismo, siempre es mucho más interesante mediáticamente la exacerbación amarillista de testimonios e historias de vida en primera persona que mencionar los números “fríos” de un Estado que pueda estar presente antes, durante y después (si es que esto sucediera, claro está).
Con esta pretendida reflexión, espero que quede claro, no le estoy exigiendo nada a los damnificados cuya condición exime de cualquier pedido. Sí les exijo a aquellos que tienen responsabilidad frente a la opinión pública el esfuerzo por incluir en los diagnósticos la quizás, por ahora, remota posibilidad de que en algún momento pudiera suceder un fenómeno natural sobre el cual no hubiera ningún responsable político ni humano (ni trascendente). Simplemente un episodio explicable en términos físicos donde no interviene ninguna voluntad y que resulta imposible de enfrentar. Un episodio donde nadie tenga la culpa y donde solamente se pueda maldecir a la puta lluvia e insultar al aire mientras aquellos que tienen la suerte de no haber sido afectados comienzan a organizarse para ayudar a los desahuciados. En otras palabras, entiendo que genera una profunda angustia no tener a quién echar culpas (en general) y no tener a qué político castigar en particular, pero podría darse un caso el día de mañana en que así sucediera y simplemente haya que dedicarse a reconstruir lo perdido. Es una afrenta espantosa hacia el Hombre que tras siglos de civilización estemos todavía expuestos a fenómenos naturales que pueden acabar con todo. Es, además, una profunda herida narcisista observarnos insignificantes ante un fenómeno tan banal como una lluvia. Pero es así y puede seguir siéndolo aun cuando se tomen todos los recaudos y nuestros gobernantes sean semidioses. Por ello, sin desatender cómo muchas veces el propio progreso humano genera transformaciones en el clima capaces de destruir lo más preciado, habrá que aceptar que no se puede dominar todo y que si bien la civilización ha dado pasos enormes frente a las dificultades que plantea vivir en el planeta, hay fenómenos que no puede controlar.
(Cuentan que en un futuro ideal, reconociendo la pequeñez de lo humano, un insignificante como cualquiera de nosotros notará que piove y que de ahí no se sigue que haya un  governo ladro. Se dará cuenta así que puede darse que lo único que suceda es, simplemente, que piove y piove y que, aunque no le guste, puede ser que nadie tenga la culpa).     
                  
          

sábado, 6 de abril de 2013

La juventud de lo relativo y de lo absoluto (publicado el 4/4/13 en Veintitrés)


La particular composición etaria que acompañó en las calles los festejos del bicentenario y la elocuente demostración de afecto que irrumpió el 27 de octubre de ese año 2010 en el que un porcentaje enorme de los que lloraban la muerte de un político eran jóvenes, hizo que cualquier análisis serio de la coyuntura política tuviera que dedicarle alguna reflexión al fenómeno de un  abrupto interés juvenil por la participación política.
Hubo muchos que en un principio optaron por suponer que el idilio entre juventud y kirchnerismo era pasajero, una suerte de moda adolescente que rápidamente sería reemplazada por alguna novedad en la play station, pero, al observar que el fenómeno persistía, tuvieron que afinar la inventiva y salir a disputar, con un relato propio, un dato abrumador que meses después se plasmó en las urnas.
Los más renuentes afirmaron que no todos los jóvenes simpatizaban con el gobierno e incluso se apoyaron en resultados de elecciones de centros de estudiantes de algunas universidades, en las que el peronismo nunca pudo hacer pie, para apuntalar con números un deseo travestido de diagnóstico. Tienen razón en parte, pero una razón tan trivial que apenas merece un comentario. Pues claro que hubo y habrá muchos jóvenes que no se sienten representados por el gobierno. Hay una juventud PRO que se regodea en el discurso “lanatesco” de la antipolítica que tanto atravesó a los jóvenes que crecieron en la década del 90; y hay también una porción pequeña pero siempre presente de jóvenes que militan en minoritarios partidos de izquierda con un peso relevante en determinadas instituciones educativas. Pero con exponer esto no alcanza para explicar de dónde salieron esas columnas enormes de jóvenes que con banderas de apoyo al gobierno inundaron la plaza, por ejemplo, este último 24 de marzo. Es por eso que algunos analistas optaron por aceptar el fenómeno pero dando cuenta de él en los términos ya trillados de la cooptación a través de prebendas, la propaganda y el hipnotismo del líder. Dicho en otras palabras, sería innegable una participación juvenil mayoritariamente kirchnerista pero esto obedecería a un goebbeliano aparato de difusión de mentiras, a políticas sociales que son pura demagogia y a la distribución de cargos en el Estado para los principales referentes sub 35. En esta línea, los jóvenes que apoyan al gobierno se dividirían en estúpidos que se dejan llevar por una netbook y trepadores que se encolumnan sólo por el beneficio de integrar una lista u ocupar un cargo burocrático dentro del Estado. Sin lugar a dudas, podrán existir casos como los recién señalados pero dar cuenta de la explosión masiva de participación juvenil reduciéndolo a formas de engaño e impostura es, como mínimo, un acto de pereza intelectual.
Por último, asociado al intento de generar un clima de zozobra, temor y estigmatización hacia la juventud, varios de los que acudieron a posiciones como las antes indicadas, introduciendo, en muchos casos, disputas personales acerca de lo ocurrido en los años 70, agregaron, en una suerte de enorme ensalada conceptual, que estos jóvenes no sólo serían estúpidos y venales sino también pichones de terroristas. Efectivamente, como si con lo anterior no alcanzara, referentes opositores tanto de la dirigencia política como de los medios, han llegado a decir que grupos como La Cámpora se están haciendo de armas para eventualmente pasar a la acción en defensa de un gobierno neo-montonero.
Es en este marco que me gustaría indicar lo que, considero, son algunos aspectos que definen a este tipo de juventud comprometida con la política kirchnerista y que la diferencia de la juventud de, por ejemplo, los años setenta. Si bien varias veces me he referido a este punto desde esta columna quisiera enfocarlo, esta vez, en términos más abstractos aun con el riesgo que eso implica.
Según mi punto de vista, un elemento identitario de la juventud actual comprometida políticamente con el kirchnerismo es el modo en que concibe la tensión filosófica originaria entre lo relativo y lo absoluto. Para clarificar esto, piénsese en palabras que, desde mi punto de vista, han sido fundacionales y que Néstor Kirchner ha repetido varias veces. Me refiero a su insistencia en la idea de defensa de una “verdad relativa”, en la conciencia de que se habla desde una perspectiva, se lucha por una particular cosmovisión y se defienden unos determinados intereses. Para algunos será un slogan de falsa modestia pero a mí me parece clave porque, justamente, expresa un sentido de aprendizaje democrático perfectamente compatible con la visión de la política que el kirchnerismo defiende. Pues decir que se defiende una verdad relativa, en primer lugar, significa que la noción de Verdad (absoluta, con mayúscula) se aparta del ámbito de la política y quedará circunscripta, si se quiere, a terrenos morales, religiosos o cognoscitivos. Pero además implica la aceptación de la existencia de un otro que puede reivindicar poseer otra verdad (relativa, con minúscula). Finalmente, ahí está el juego democrático: una serie de consideraciones acerca del bien que se dirimen en la arena política y en la que lo que interesa es poder persuadir a la mayor cantidad de ciudadanos de los beneficios de llevar adelante un determinado proyecto que no es ni verdadero ni falso sino simplemente más o menos apoyado. Asimismo, como decía algunas líneas atrás, defender la idea de una verdad relativa, supone que habrá otras con las cuales confrontar, lo cual es coherente con una visión agonal de la política, esto es, la política como lucha, disputa. Hay política porque hay un otro y porque hay un otro hay conflicto.
Diferente parecía la situación de aquella juventud que en los años 70 optó por la vía armada y fue masacrada por el terrorismo de Estado. Seguramente, por el clima ideológico del mundo, la idea de lo absoluto aparecía con mucha más fuerza de lo que aparece en la actualidad. Podríamos decir que la idea misma de revolución supone la de absoluto pues implica sentar las bases de un nuevo comienzo que borra lo anterior. Revolucionar no es reformar. Revolucionar supone un fenómeno absoluto en el que es necesario, incluso, cambiar el calendario, instaurar una nueva dimensión temporal, y con ello borrar la historia de lo que antecedió. Y por sobre todo, la idea de revolución no deja lugar a la existencia de lo otro, es absoluta o no es.
Guste o no, el kirchnerismo es consecuencia de un clima democrático y el trasvasamiento generacional que promueve es depositado en una franja etaria que nació en democracia y concibe que el conflicto es saludable pero dentro de los límites de la legalidad. En esta línea, la juventud kirchnerista podrá promover todo tipo de transformaciones institucionales necesarias pero reconoce que siempre habrá un otro y que, en última instancia, la disputa frente a ese adversario se dirimirá en las urnas. De aquí que, por ejemplo, el discurso y las acciones kirchneristas transiten senderos donde se menciona con nombre y apellido a ese otro con el cual se disputa y se promueva una política de derechos humanos que hace de la memoria un pilar y que no busca venganza sino justicia a través del respeto de la ley democrática.
 Por todo esto, suponer que la reivindicación de determinados ideales de los años setenta compromete a esta nueva generación con la aceptación de la metodología revolucionaria, es no entender, o no querer entender, un signo de los tiempos democráticos que kirchneristas pero también anti kirchneristas deberían celebrar: la posibilidad cierta de un masivo interés por la política en el corazón de una generación que ha crecido en democracia y que, en tanto tal, no concibe como horizonte de posibilidad ningún plan o proyecto que pueda desarrollarse por fuera de las instituciones democráticas.  

  

lunes, 1 de abril de 2013

Un lenguaje para un mundo blue (publicado el 28/3/13 en Revista Veintitrés)


Diluyéndose la fiebre papal, la agenda mediática volvió a cierta normalidad. Reaparecieron los casos de inseguridad, la inflación y Guillermo Moreno. Pero la figura estelar de los últimos días fue el dólar y una disparada de su cotización en el mercado ilegal al que algunos denominan blue.
                Según la mirada de los economistas del establishment, la disparada del dólar blue obedece a la nueva disposición de la AFIP que, con fines recaudatorios, elevó de 15 a 20% la retención a cuenta de Ganancias para compras realizadas con moneda extranjera, algo que, sólo puede entenderse en el contexto de las restricciones a la compra de la divisa estadounidense. Por su parte, economistas menos ortodoxos señalan que se trató de una corrida cambiaria en un mercado tan pequeño que la decisión de un inversor mediano puede disparar hacia un lado o el otro una cotización que obedece bastante, también, a la cara del comprador. Con todo, prácticamente la totalidad de los economistas consideran que, poquito o mucho, el dólar blue incide pues, cuando menos, genera incertidumbre en diversos actores económicos y altera mercados puntuales como el inmobiliario, en el que los vivos de siempre, las inmobiliarias, siguen publicando los precios en dólares para luego convertir a pesos según la cotización que les plazca. Más allá de este mínimo acuerdo, podría dedicar esta columna enteramente a mostrar la desproporción existente entre la importancia objetiva de este pequeño mercado y la desmesurada cobertura mediática que de él se hace, pero dejaré esa labor para los especialistas en economía y medios. Lo que me interesa, más bien, es realizar algunas reflexiones en torno al modo en que el lenguaje crea realidad y cómo buena parte de la disputa cultural que se realiza en la arena pública tiene que ver con quién alcanza legitimidad para nombrar, para bautizar con un determinado signo, las cosas.
Ahora bien, usted dirá ¿qué tiene que ver la idea de un “lenguaje creador” con el dólar blue? La pregunta es pertinente y, si me tiene paciencia, espero respondérsela al final de la nota.
En el ámbito de la filosofía hubo que llegar hasta el siglo XX para que se tome real dimensión del modo en que el lenguaje era un elemento esencial para el conocimiento del mundo. Antes de ello, por supuesto, hubo reflexiones acerca del lenguaje, por caso, las de Platón en el Crátilo o los intentos de creación de lenguajes artificiales capaces de representar el mundo tal cual es allá por el siglo XVII. Pero recién con lo que se llamo “giro lingüístico”, la filosofía, y, con ella, disciplinas tanto humanísticas como sociales, notaron que cualquier reflexión seria acerca de lo real y del sujeto del conocimiento, tenía que atravesar el tamiz de una serie de tomas de posición respecto a qué es y cómo funciona el lenguaje.
 Está claro que cualquier manual de filosofía del lenguaje lo explicará mejor que yo pero una pregunta central de este debate podría resumirse en el interrogante acerca de si el lenguaje es simplemente un espejo de lo real o si el lenguaje más bien constituye esa realidad. Dicho más fácil: ¿existe el mundo y luego venimos nosotros a tratar de describirlo con palabras o es que a través de la descripción que hacemos con nuestras palabras creamos el mundo? La primera posición tiene como principal referente al pensamiento neopositivista y la segunda puede derivar en un relativismo lingüístico por el que, en última instancia, sea imposible comunicarse entre diferentes idiomas puesto que los términos de uno constituyen una realidad intraducible a los términos del otro. Ciertas pruebas a favor de ello han aparecido en los estudios etnolingüísticos que muestran, por ejemplo, cómo la percepción de los colores, un dato aparentemente insoslayable del mundo, depende de las categorías lingüísticas que se posean. En otras palabras, los esquimales pueden captar diferentes tipos de blanco porque tienen diferentes categorías para denominar esas “gamas”, algo perfectamente entendible por la importancia que ese color tiene en su hábitat.  
 Sin embargo, sin caer en una posición tan extrema, diferentes pensadores como John Austin, John Searle, Jacques Derrida, entre muchos otros, han trabajado sobre el modo en que existen determinados enunciados que no son meramente descriptivos sino que crean una realidad. Cuando un juez dice “los declaro marido y mujer” está estableciendo una realidad inexistente que surge del acto de enunciación, algo así como lo que, cuentan, habría hecho Dios cuando creó el mundo tras afirmar “Hágase la luz”. En esta misma línea, Judith Butler, una pensadora feminista heredera de Michel Foucault, por ejemplo, hace un especial énfasis en el modo en que el lenguaje discriminador es creador de la discriminación. Esta línea de pensamiento es seguida por, entre otros, el Instituto Nacional contra la discriminación, la xenofobia y el racismo (INADI), haciendo fuerte énfasis en campañas para cambiar nuestros modos de hablar. Pues decir, “negro”, “puto”, “puta”, son formas de estigmatizar que se encuentran completamente naturalizadas y conforman la base de una sociedad en que siguen existiendo formas de discriminación.    
 Hecha esta apretadísima consideración aplíquense algunas de estas ideas al fenómeno del dólar blue. El dólar blue es una creación discursiva y su repetición le da una entidad que no merece. ¿Significa que no existe el mercado ilegal? Claro que existe, pero es su nominación la que lo transforma en un dato a ser considerado. Una buena prueba de ello es, justamente, que no se lo llama “ilegal” sino “blue”, lo cual le quita toda la carga negativa de lo que está fuera de la ley. Sin duda, se podría objetar que sólo en el marco de restricciones de acceso al dólar oficial tiene sentido hablar de “otro mercado”, pero nótese que este “otro mercado” comienza a transformarse en el único. Pues lo más interesante es que el lenguaje no sólo crea sino que  también invisibiliza o sustituye. En este sentido, estamos asistiendo a una etapa en la que el “dólar blue” pasa a ser denominado simplemente como “el dólar”. Ahora, de repente, el dólar (oficial) a $5,10 ya no existe más y el dólar (blue) es el que se toma en cuenta a la hora de titular una noticia. Paulatinamente, lo “blue” va diluyéndose y la metáfora de lo ilegal se va literalizando e internalizando de manera tal de instalar una nueva realidad tendiente, claro, a plantear un escenario de incertidumbre capaz de ofrecer el perfil ideal para cuantificar el mal humor de quienes se oponen al control de cambio impuesto por el gobierno.
Después podemos discutir si este tipo de medidas económicas son o no efectivas. Incluso, de manera más específica, podemos preguntarnos si la decisión de la AFIP en la previa a semana santa fue o no adecuada más allá de que existe comprobación fidedigna del modo en que se fugaban dólares a través de contubernios en los que muchas agencias de viaje eran cómplices. Incluso, con los números en la mano, habrá que observar si este tipo de medidas afecta a quienes tiene que afectar o acaba generando dificultades extra a quienes no son los causantes de las fugas de divisas sino viajeros esporádicos de una clase media que recuperó el poder adquisitivo y que se puede dar un gusto. Todo esto se puede repensar con los datos de la recaudación desagregada y una vez que haya transcurrido un tiempo razonable que permita una cierta mirada macro. Pero problematizar este tipo de medidas y hasta, incluso, considerar que alguna de ella puede ser, cuando menos, perfectible, no tiene que obturarnos la plena conciencia de que cuando calculamos y reflexionamos sobre el valor del dólar, también estamos dando una disputa discursiva que no es meramente declamativa, sino que constituye esa cotidiana y siempre compleja realidad que nos toca transitar diariamente.