viernes, 30 de noviembre de 2012

Revisitando a los nuevos censores (publicado el 29/11/12 en Veintitrés)


Apenas dos meses atrás, en ocasión de una suerte de gran puesta en escena realizada por Eduardo Feinmann quien durante algunas horas dio a entender que el gobierno buscaba censurarlo, escribí en esta revista una nota que hacía referencia a lo que, desde mi punto de vista, eran “los nuevos censores”. Y si bien no es mi objetivo endilgarme ninguna visión profética, esta semana, lamentablemente, fuimos testigos de una prueba a favor de la que había sido mi hipótesis en aquel momento, a saber: a diferencia de la censura clásica realizada por los gobiernos utilizando el aparato estatal, los principales sujetos que llevan adelante hoy los ataques contra la libertad de expresión, son las corporaciones mediático-económicas.
En aquella nota trataba de profundizar de qué manera una corporación mediático-económica podía atentar contra la libertad de expresión y señalaba que la respuesta es bastante más compleja de lo que imaginaba. En este sentido, los intentos de acallar opiniones o expresiones disidentes respecto de los intereses de estos grupos, están dados, desde el vamos, por la posición dominante que hace que quien ose disentir con la línea editorial vea vedada la posibilidad de trabajar no sólo en la señal en cuestión sino en todas las empresas de la corporación, sea que vengan en forma de Radio, TV o Gráfica. Pero además, el poder de un grupo dominante en los medios puede ahogar la opinión diversa a través del monopolio en la producción del papel o presionando a las empresas privadas para que no inviertan publicitariamente en medios alternativos. Sin embargo, lo ocurrido apenas algunos días atrás da cuenta de que este tipo de estrategias no han sido suficientes pues insólitamente, a través de su “ejército” de abogados, el Grupo Clarín ha denunciado penalmente a funcionarios del gobierno y a periodistas por incitación a la violencia colectiva y, eventualmente, coacción agravada. El primero de los delitos tiene penas de entre 3 y 6 años; el segundo puede alcanzar un castigo de hasta 10 años. De más está decir que ninguno de ellos es excarcelable.
Los periodistas denunciados han sido el ex director del diario Tiempo Argentino, Roberto Caballero, los panelistas de 678, Sandra Russo, Orlando Barone y Edgardo Mocca, y el relator de Fútbol para Todos, Javier Vicente. Se trata, sin duda, de figuras de espacios desde los que se critica duramente a Clarín. Roberto Caballero, era el director del humilde Tiempo Argentino cuando su grupo de periodistas investigó y aportó pruebas para denunciar a Héctor Magnetto por delito de lesa humanidad en el caso de la apropiación de Papel Prensa; Sandra Russo, por su parte, es junto a Orlando Barone, la cara más representativa de 678, programa que ha incluido a Edgardo Mocca entre sus panelistas y que marcó un punto de inflexión que fracturó a la corporación periodística; por último, Javier Vicente es sólo uno de los tantos relatores de las transmisiones de fútbol en manos estatal, es decir, alguien que le pone la voz a los partidos que, en momentos de monopolio privado, sirvieron para que el grupo Clarín aniquilará la competencia del resto de los cableoperadores a lo largo del país. ¿Por qué Vicente y no otro? Porque Vicente es abiertamente kirchnerista y hasta es apodado, en su programa de radio, “el relator militante”.
Si bien la denuncia es tan descabellada que difícilmente pueda prosperar y en las horas en las que escribo esta nota se dice que, ante la reacción transversal de referentes periodísticos, los abogados del Grupo rectificarían la denuncia para incluir a los periodistas sólo como testigos, lo que hay que analizar es la carga simbólica de la acción de acusar a comunicadores por el simple hecho de verter una opinión. No me refiero solamente al carácter disciplinador y al efecto de autocensura que pueden tener este tipo de acciones cada vez que un periodista decida criticar al grupo Clarín (pues, por más que la denuncia no avance, a nadie le gusta ir a tribunales, perder tiempo, dinero y encima, al menos remotamente, tener la posibilidad de ir preso hasta 10 años). Me refiero especialmente a aquel modo mucho más solapado en la que una corporación privada de medios es capaz de censurar, en este caso, con complicidad de abogados y, eventualmente, fiscales y jueces. Ya comentaba en aquella nota de hace algunas semanas que la noción de “censura democrática” que el especialista en comunicación, Ignacio Ramonet, creara, debía profundizarse para mostrar aspectos ocultos. En otras palabras, no es simplemente que la censura ya no se hace a través de los cortes, las interrupciones y las prohibiciones sino a través de la abundancia de una información trivial que repetida hasta el hartazgo oculta la información relevante. Sin dudas esto es así. Pero hay algo más interesante aún y es que de ello se sigue que el sujeto que realiza la censura ya no es más el Estado con sus gobiernos de turnos sino los grandes grupos empresarios dueños de medios de comunicación con posición dominante. En el siglo XXI, entonces, los periodistas deben luchar mucho más contra la censura de las corporaciones hegemónicas de las cuales, generalmente, son empleados, que con las fantasías panópticas “granhermánicas” que contraponen el Estado a la libertad.
Dicho esto, como se adelantaba algunas líneas atrás, en las últimas horas varios periodistas del Grupo Clarín o medios afines ideológicamente esbozaron una declaración, no de repudio, pero al menos de desacuerdo. Celebro esta actitud. Otros ni siquiera tuvieron, ya no la dignidad, sino aunque sea la inteligencia estratégica de salir a fingir algo de independencia, condenando una acción de una torpeza flagrante. Ni eso se animaron a hacer los pusilánimes que chapotean en salmos republicanos cada vez que se ven afectados los intereses de su jefe. Seguramente son muchos de los que apoyan aquel inolvidable cartel que Magdalena Ruiz Guiñazú sostenía en el programa de Lanata aquel 13 de Mayo del “queremos preguntar”, y que rezaba “No al escrache a periodistas no oficialistas” (SIC). Evidentemente, toda una declaración de principios, y, como diría una colega, casi una manifestación de salvaje pre-freudianismo que le hizo pasar por alto que, en todo caso, ningún periodista merece escraches ni persecuciones. No importa si es  oficialista u opositor.                  
Los que hicieron mutis por el foro fueron los políticos de la oposición, salvo algunas excepciones que, también, por supuesto, son de celebrar. Por último, lamentablemente, algunos periodistas del diario La Nación vía twitter, o bien afirmaron que la denuncia tenía sentido porque los señalados no son periodistas sino meros propagandistas, o bien repudiaron la denuncia para ponerla en pie de igualdad con aquella otra denuncia que ha procesado a Roberto García y Carlos Pagni, entre otros, por espionaje.
Frente a semejantes delirios, sendos atentados de lesa lógica, cabe señalar que nadie debe ir preso por verter las opiniones que se señalan en la denuncia. Esto incluye a periodistas y a propagandistas pues lo que está en juego es el contenido de las afirmaciones y no la profesión del que las profiere. Frente a la segunda argumentación, no se trata de darle inmunidad a los periodistas per se. Pues libertad de expresión no es libertad de espionaje. Bien lo indicaba Horacio Verbitsky en la conferencia del CELS cuando afirmó que no se busca una despenalización de la incitación a la violencia o la coacción agravada puesto que pueden existir periodistas cuyas declaraciones en un futuro puedan encuadrarse en esa figura. Lejos estoy, entonces, de ofrecer una versión inmaculada del periodista. Simplemente se trata de mostrar que, en este caso, la denuncia es, como mínimo, risible.
Para concluir, volviendo a la hipótesis original, lo ocurrido esta semana no es más que una de las tantas formas en las que se ejerce la censura en estos tiempos. Una censura que ya no recorta y que no es dirigida desde un gobierno que, en el caso argentino por ejemplo, ha despenalizado el delito de calumnias e injurias. Se trata más bien de una censura que opera por saturación de información irrelevante y que es ejercida desde los directorios ejecutivos de los pulpos mediáticos privados. Este es el corazón del asunto. Todo lo demás es mera hojarasca.  

martes, 27 de noviembre de 2012

Periodistas (publicado el 27/11/12 en Diario Registrado)


La insólita denuncia realizada por el Grupo Clarín contra los periodistas Roberto Caballero, Javier Vicente, Orlando Barone, Sandra Russo, Nora Veiras y Edgardo Mocca, ha recibido un amplio e inusitado rechazo desde buena parte de la ciudadanía incluyendo referentes del propio grupo y periodistas cuya ideología se encuentra en las antípodas de los acusados. Así Jorge Rial, Nelson Castro, Ernesto Tenenbaum, Samuel Gelblung y María O Donnell, entre otros, se manifestaron en contra de semejante despropósito. No fue el caso de Jorge Lanata a pesar de que sus compañeros de programa, Luciana Geuna y Gustavo Gravia, interpelaron con buen tino la inconsistencia del abogado que buscó defender la denuncia.
Lamentablemente, camino similar al del primer director de Página 12 siguió el periodista de espectáculos que opina de política, Pablo Sirvén, quien, antes de rechazar la denuncia de Clarín, utilizó twitter para dar mensajes como los siguientes: “Pagni, procesado por mails q ni distribuyó ni usó (y foquitas aplaudiendo). ¡No lloren más! #doblediscurso”; “No me alegra la demanda contra Caballero ni tpc la del adn hijos Noble q terminó en nada y nadie se disculpó”; “hechos concretos: quisieron incriminar a Morales Solá en lesa humanidad x cubrir c/otros periodistas nota en Tucumán. Y las foquitas,chochas”; “¡qué hipócritas! Si la demanda hubiese sido presentada por un multimedio oficialista contra un periodista hegemónico aplaudirían como focas”.
Más allá de la extraña obsesión cuasi fetichista por esos simpáticos animalitos que son las focas, Sirvén sigue una lógica sobre la que me quiero detener. Me refiero a que busca equiparar el ataque a la libertad de expresión perpetrado por el Grupo Clarín contra periodistas afines al gobierno que sólo opinaron, con casos infinitamente más graves y, en parte, con buenas pruebas, en los que se ven involucrados periodistas del diario La Nación y hasta la misma Ernestina Herrera de Noble. Lo que esto deja entrever es la defensa corporativa de los periodistas en tanto tales y lo que se supone es que cualquier tipo de denuncia contra un periodista se transformaría en un ataque a la libertad de expresión. De esta manera, una denuncia de incitación a la violencia colectiva y coacción agravada por dichos que jamás podrían encuadrarse en esas figuras, es equiparada con una causa por delito de lesa humanidad (que se dilató 10 años y en la que se ha probado que la adopción es irregular, sólo que no se sabe aún quiénes son los padres) y con una causa que tiene procesados a ex miembros de la SIDE y a periodistas como Carlos Pagni y Roberto García, por espionaje. En la lógica Sirvén, la libertad de expresión del periodista parece justificar una libertad de apropiación de bebés y una libertad de espionaje.
Ahora bien, desde la misma perspectiva de defensa corporativista de los periodistas pero arribando a la conclusión contraria, el siempre crispado periodista antikirchnerista de La Nación, Mariano Obarrio, defendía la denuncia de Clarín con este fundamento balbuceado a través de twitter: “Si periodistasK dan al juez detalles d golpismo d Clarin, ganamos democracia. Si no pueden, son provocadores y manipuladores, NO periodistas”.
Como se puede observar, parece subyacer a esta afirmación que si no fuesen periodistas bien les cabría la figura de incitación a la violencia colectiva y coacción agravada. Dicho de otra manera, esta lógica que atravesó muchos de los mensajes de las redes sociales supone que como no se trataba de periodistas sino de “militantes” o “propagandistas oficialistas”, la prisión parece una buena opción. No importa lo que dicen. Sólo importa cómo se los categoriza: si son periodistas están inmunizados. Si son militantes, no.
Dicho esto, quiero dedicar las últimas líneas a un olvido en el que han incurrido todos: los que están del bando de los acusadores y los que estamos del bando de los acusados. Me refiero a que la denuncia también recayó sobre políticos que ocupan diferentes espacios en el oficialismo pero ningún periodista ni ninguna institución progresista se encargó de visualizarlos. Me refiero a los casos de Martín Sabbatella, Juan Cabandié, Carlos Zanini y Edgardo Depetri. Pareciera así que los políticos no tienen derecho a opinar a pesar de que, al igual que los periodistas antes mencionados, ninguno de ellos incitó a nada ni coaccionó a nadie. Pero nadie se ocupó de ellos porque son políticos. Es una pena pero así es la vida: a algunos nos toca ser periodistas y a otros les toca tener la mácula del resto de los mortales. 

jueves, 22 de noviembre de 2012

Eterno retorno de la república posible (publicado el 22/11/12 en Veintitrés)


Las declaraciones que el director del diario La Nación, Bartolomé Mitre, realizara a la revista brasileña Veja la última semana han sido, como mínimo, controvertidas. Muy distendido, utilizó una revista extranjera asociada al establishment para denunciar una persecución gubernamental hacia los medios independientes, criticar al hijo de la presidenta, y afirmar “esencialmente, vivimos en una dictadura de los votos”. La frase genera enorme perplejidad y cuesta comprender a qué se refiere el homónimo heredero del relato de la historia oficial de nuestro país. Pero mi hipótesis es que parece estar recogiendo un apotegma clásico de la tradición conservadora, esto es, la idea de que la democracia deviene en tiranía de las mayorías. En otras palabras, Mitre está expresando el temor aristocrático a la democracia universal, aquella que en nuestro país se fue conquistando desde la ley Sáenz Peña en 1912, pasando por el voto femenino en 1947 y, tras la recuperación democrática en 1983, continuó ampliándose en 2012 hasta albergar, incluso, a los jóvenes desde los 16 años.
Pero en la historia de nuestro país, ese temor a la participación política de las masas estuvo presente desde los orígenes y fue uno de los debates centrales en el marco de la sanción de la Constitución de 1853.
Como era de esperar, quienes se trenzaron en la disputa discursiva más feroz sobre este tema fueron Sarmiento y Alberdi, como mínimo, desde 1850. En ese año el sanjuanino publica la “utopía” Argirópolis, en la línea de República de Platón o la isla que tan bien describe Tomás Moro, y allí intenta delinear la senda económica, social y política que este territorio dominado por el caudillismo y la incivilidad, necesita. Para Sarmiento, el modelo a seguir es el de la democracia estadounidense, aquel proyecto que tanto lo deslumbró y que tan bien narra en su libro Viajes.
Pero su propuesta no influyó en Urquiza como él hubiera deseado y el modelo adoptado por la primera Constitución argentina fue el expuesto por Alberdi en sus Bases.
Alberdi abogaba por un sistema republicano pero miraba con desconfianza algunos aspectos de la constitución estadounidense. Asimismo tenía una mirada más historicista y consideraba que el trasplante del esquema institucional de aquel país al nuestro estaba condenado al fracaso. Más bien, el trasplante que debía darse era el de las costumbres asociadas a los ideales sajones de protecciones de las libertades civiles, lo cual luego redundaría en instituciones acordes. Si bien los dos apoyarían el “gobernar es poblar”, para Sarmiento la transformación se daba “de arriba hacia abajo”, con un Estado que intervenía y direccionaba la inmigración en pos de la constitución de una identidad y una pertenencia nacional. Distinto era el caso de Alberdi que, con una mirada más liberal, consideraba que la manera de seducir al inmigrante que traía consigo los ideales del progreso humano, era con un Estado mínimo que “deje hacer” y que no exija los “sacrificios” que el modelo sarmientino imponía.
Pero la libertad y los derechos que tanto preocupaban a Alberdi estaban limitados. Dicho de otra manera, el tucumano distinguía claramente entre derechos civiles y derechos políticos para constituir una república en la que sólo estén garantizados universalmente los primeros. Según Alberdi, la posibilidad de comerciar, de profesar una religión, de transitar, etc., son derechos inherentes a la condición humana y sin ellos sería imposible que florezca una civilización libre. Sin embargo, no ocurre lo mismo con los derechos políticos, esto es, los derechos que permiten expresar la voluntad popular y “gobernar” aunque más no sea a través de los representantes.
Así lo indicaba el propio Alberdi en Sistema económico y rentístico de la Confederación  Argentina según su Constitución de 1853: “No participo del fanatismo inexperimentado, cuando no hipócrita, que pide libertades políticas a manos llenas para pueblos que sólo saben emplearlas en crear sus propios tiranos. Pero deseo ilimitadas y abundantísimas para nuestros pueblos las libertades civiles, a cuyo número pertenecen las libertades económicas de adquirir, enajenar, trabajar, navegar, comerciar, transitar y ejercer toda industria. Estas libertades comunes a ciudadanos y extranjeros son las llamadas a poblar, enriquecer, civilizar estos países, no las libertades políticas, instrumento de inquietud y de ambición en nuestras manos, nunca apetecibles ni útiles al extranjero, que viene entre nosotros buscando bienestar, familia, dignidad y paz”.
Como se puede observar, Alberdi entiende que hay un vínculo directo entre gobierno del pueblo y tiranía, y considera que hay que limitar a un grupo selecto de ciudadanos la posibilidad de elegir a los responsables del gobierno. Así, el pueblo debe delegar esa potestad en ese pequeño círculo de propietarios educados que garantiza las libertades civiles adecuadas para poder desarrollar un plan de vida privado desvinculado de las obligaciones de la participación pública. En palabras del tucumano, esta vez, de su libro Elementos de Derecho Público provincial para la República Argentina: “la inteligencia y fidelidad en el ejercicio de todo poder depende de la calidad de las personas elegidas para su depósito; y la calidad de los elegidos tiene estrecha dependencia de la calidad de los electores. El sistema electoral es la llave del gobierno representativo. Elegir es discernir y deliberar. La ignorancia no discierne, busca un tribuno y toma un tirano. La miseria no delibera, se vende. Alejar el sufragio de manos de la ignorancia y de la indigencia es asegurar la pureza y el acierto de su ejercicio”.
Pero Alberdi, a diferencia de Sarmiento, como se decía anteriormente, parecía mucho más apegado, en un sentido, a una visión más realista y atada a las circunstancias que le tocaba vivir. De aquí que considerase que, en todo caso, este es el tipo de sistema por el que debe regirse nuestro territorio hasta que las costumbres trasplantadas florezcan. Así es que el tucumano distingue entre esta “república posible” de transición y la “república verdadera”, consecuencia y finalidad de la evolución natural del progreso humano, ejemplo de instituciones dignas de un país civilizado.
En la república posible, con masas pobres y sin educación, es imposible el florecimiento de la libertad pero esta república es sólo un grado en el continuo del proceso hacia aquella república verdadera. Por ello, habrá que conformarse, por ahora, dirá en Bases, con “una constitución monárquica en el fondo y republicana en la forma” porque  “el pueblo no está preparado para regirse por este sistema [el republicano], superior a su capacidad”. 
Siempre resulta, en parte, injusto, juzgar teorías o propuestas políticas con la lente del presente pero ese desprecio por lo popular que se deja entrever en Alberdi, atravesado por la clásica noción aristocrática de tutelaje, genera una mezcla de sorpresa e indignación. Sin embargo, al mismo tiempo, reflexionar sobre ellas en el contexto de una democracia joven pero en proceso de solidificación como la nuestra, permite observar con optimismo el progreso de una sociedad que a través de no pocos derramamientos de sangre, ha conquistado derechos de carácter universal. Dicho esto, ¿cómo explicar las declaraciones del actual director del diario con más tradición en nuestro país? Una opción sería suponer que a Bartolomé Mitre la historia le ha pasado delante de sus narices sin que nadie le advirtiera. Pero no creo que sea el caso pues, en la Argentina, las clases privilegiadas conocen bien sus luchas, sus enemigos y la enorme cantidad de transformaciones. Porque desde aquellas querellas entre Sarmiento y Alberdi todo ha cambiado, salvo quizás una única cosa: la mirada despreciativa hacia todo lo que huela a popular que la aristocracia argentina mantiene incólume desde el siglo XIX hasta la fecha.         

viernes, 16 de noviembre de 2012

El mal ejemplo (publicado el 15/11/12 en Veintitrés)


Habiendo pasado ya unos días de la victoria de Obama sobre Romney me gustaría dejar de lado las elucubraciones acerca de qué puede esperarse de este nuevo gobierno demócrata pues no se auguran demasiados cambios. Como contrapartida, un triunfo republicano sí hubiera significado un importante giro en políticas sensibles al interior de Estados Unidos y hacia el exterior seguramente hubiera implicado una estrategia más agresiva capaz de transformar el mapa geopolítico más allá de que, desde hace tiempo, el tipo de vínculo de Estados Unidos con el mundo no lo determina el poder político sea demócrata, sea republicano. Pero era de esperar que un Romney ganador agudizase el conflicto con Pakistán o Irán, y tomara cartas en el asunto respecto a los desafíos económicos que le plantea China. Asimismo, podía esperarse que la relación con Latinoamérica fuese mucho más ríspida y que los choques con un aliado estratégico de la Argentina como Hugo Chávez tuviera una escalada sin precedentes. Pero Romney no ganó, de manera que todas estas reflexiones se tornan abstractas. Por ello, me interesaría hacer énfasis en un aspecto más institucional. Me refiero al diseño electoral existente en Estados Unidos, esto es, el país cuyo modelo de República ha sido espejo para las constituciones latinoamericanas desde el siglo XIX. Tal problemática resulta de relevancia no sólo para la actualidad de un país como el nuestro en que la discusión acerca de la calidad de la democracia y el respeto por las instituciones está constantemente atravesando la agenda pública, sino porque también permite una visión comparada con algunos de los modelos latinoamericanos que generalmente son examinados con lupa por las supuestas debilidades que atentarían contra la transparencia democrática. En esta línea, contrariamente a lo que muchos afirman, consideraré que el modelo estadounidense es un mal ejemplo, con características antidemocráticas y arcaicas. A continuación, entonces, intentaré justificar tal afirmación.    
 Lo primero que sorprende es cómo puede haber un diseño que permita que pueda ser presidente alguien que fue superado en cantidad de votos por su contrincante. No se dio en esta elección pues Obama superó por el 2% a Romney pero sí sucedió, por ejemplo, en la controvertida primera elección de George W Bush.  La razón de esto es el sistema de elección indirecta y sistema “toma todo” tan particular de la democracia que dice ser la protectora por antonomasia de los derechos de las minorías.
 Siendo más específicos, el presidente es elegido por un Colegio Electoral. Cada uno de los 51 distritos (50 Estados más Washington) aporta, según su población, un número de electores que suman 538 y el candidato que sea apoyado por un mínimo de 270 será el presidente.  
 Pero el mayor problema se da con el esquema de lo que denominé “toma todo”. Adóptese, por ejemplo, el caso de Florida, un Estado que aporta 29 electores. Allí, Obama, sorpresivamente, y más allá del intenso lobby republicano y anticastrista, triunfó con el 49,9% sobre el 49,2% de su rival. Apenas 60.000 votos de diferencia. Naturalmente, una elección tan reñida debería distribuir proporcionalmente los lugares haciendo que, por ejemplo, el ganador obtenga 15 y el perdedor 14 escaños. Pero no. El que pierde se queda sin nada. ¿Resulta justo que quien obtenga 49,2% de los votos se quede sin representación? Y además ¿usted se imagina lo dificultoso que puede ser para una tercera fuerza independiente lograr algún tipo de participación con este sistema?
 El caso de Florida es paradigmático porque, si usted no lo recuerda, fue ese el Estado clave para resolver la escandalosa elección que llevó a Bush hijo al gobierno en 2000. Para los más desmemoriados, el presidente que enfrentó el atentado a las Torres Gemelas, asumió tras un fallo dividido de la Corte Suprema (5 votos sobre 9) que se conoció 5 semanas después del día de la elección, y los votos de Florida fueron clave para que el ex gobernador de Texas obtuviera 271 electores contra los 266 de su rival demócrata Al Gore. Sin embargo, Gore había recibido casi 500.000 votos más que su contrincante. Pero éste no fue el único caso, pues además de la elección del año 2000, otras 3 elecciones (1824, 1876 y 1888) llevaron a presidir al país a un candidato que triunfó en el voto electoral pero perdió en el voto popular. 
 En palabras de uno de los autores de El Federalista, James Madison, el sistema del colegio electoral permite a los representantes “refinar y elevar las opiniones públicas, haciéndolas pasar a través de un cuerpo elegido de ciudadanos, cuya sabiduría sea la que mejor pueda discernir el verdadero interés de su patria, y cuyo patriotismo y amor a la justicia difícilmente sacrificarían por consideraciones temporales o parciales”.
 Esta mediación, a su vez, se complementa con una arquitectura institucional que, a diferencia de las democracias clásicas pensadas para pequeñas poblaciones, prefiere distritos electorales amplios y periodos largos de cumplimiento de los mandatos en el Congreso para que “hicieran al cuerpo más estable en su política y más capaz de contener las corrientes populares que tomaran una dirección equivocada, hasta que la razón y la justicia recuperaran su ascendiente”.
 En pasajes como los citados se observa hasta qué punto la desconfianza hacia las decisiones del pueblo se plasma en un complejo de sucesivas capas de mediaciones que van filtrando la voluntad popular en manos de unos pocos, si bien los “Padres Fundadores” eran conscientes de que no siempre habría gobernantes iluminados y que el sistema del colegio electoral puede favorecer un transfuguismo irrespetuoso de la decisión de la ciudadanía.   
 Por último, algo que no es privativo del sistema estadounidense pero que parece propio de su idiosincrasia antiestatalista, es el hecho de considerar no obligatorio el voto. Hay mucho de libertad moderna allí, de individuo ocupado en su proyecto de buena vida que considera que el Estado necesita una administración mínima que “deje hacer”. Pero, naturalmente, lo que sucede con este tipo de cosmovisión, es que el porcentaje de votación es bajo y con ello la legitimidad de un gobierno corre grave peligro. En esta elección, por ejemplo, alrededor de la mitad de la población habilitada fue a votar. Imaginen este porcentaje aplicado al caso de una elección como la Argentina en 2003. Néstor Kirchner ganando con el 22% pero con una participación del 50% de los electores. Esto llevaría a un presidente que asumiría su cargo con el voto de un 11% del padrón, lo que supondría, sin duda, una legitimidad de origen absolutamente débil.    
Para otro artículo quedará la insólita disparidad de criterios existentes entre los 50 Estados a la hora de legislar sobre el diseño y las autoridades que deben estructurar el acto comicial y la participación ciudadana. Seguramente allí habría que incluir un pequeño párrafo acerca de cómo los distintos husos horarios del país hace que se empiecen a dar cifras oficiales mientras en buena parte del territorio se sigue votando. Pero mucho más escandaloso sería indagar en la legislación sobre el financiamiento de las campañas indicando el modo en que inciden los magnates y los condicionamientos que semejantes apoyos constituyen. Por todo esto, quizás, a la hora de pensar en qué podemos mejorar nuestro sistema, o los pro y los contra de la última reforma política en Argentina, haya que valorar los aspectos positivos de nuestro modelo y, en todo caso, antes de mirar a América del Norte, habrá que estar atento a lo que sucede en aquellos países latinoamericanos donde la participación popular y la legitimidad de los gobiernos dan buenas señales de una robustez democrática que muchas grandes potencias envidiarían.   

martes, 13 de noviembre de 2012

El 8 del 46 y el 7 del 100 (publicado el 9/11/12 en Veintitrés)


Esta semana la agenda política argentina estuvo atravesada, sin dudas, por el episodio “8N” si bien las principales preguntas que rodean a esta movilización vienen siendo debatidas, al menos, desde el último cacerolazo del 13 de septiembre. La cuestión de la espontaneidad como motivación romántica y sincera frente al carácter organizacional y, por ello, presuntamente calculado, interesado y direccionado propio de la actividad política, ha sido uno de los principales tópicos. Como suele ocurrir, este tipo de dicotomías son falsas en la práctica y conceptualmente insostenibles. Porque está claro que no se puede hablar de espontaneidad cuando desde hace casi dos meses, los políticos opositores, las redes sociales y los medios anti kirchneristas se refieren continuamente al 8N o bien como el día del Armagedón o bien como el momento refundacional de la Argentina republicana frente al populismo. Pero finalmente ese no es el eje de la cuestión. Dígase entonces que todo lo que rodea a esta fecha no ha sido fruto de la espontaneidad pero eso no necesariamente le quita mérito u honestidad a la protesta. En otras palabras, sería falaz analizar la calidad del reclamo por el modo en que éste se ha manifestado en la calle. Así, un reclamo espontáneo puede ser “equivocado” y antidemocrático o “correcto” y democrático tanto como lo puede ser cualquier reivindicación que se dé en el marco de una manifestación perfectamente organizada y calculada.
Una cuestión más interesante es la de preguntarse qué proporción de esos manifestantes son votantes kirchneristas desencantados. Encuestadores serios afirmaron que la del 13 de septiembre fue una manifestación de los que en octubre de 2011 votaron a un candidato no kirchnerista y parece bastante plausible tal conclusión pues más allá del accidente de Once o la dificultad para comprar dólares, no parece haber habido muchos más episodios novedosos que pudieran haber hecho cambiar de parecer a un votante kirchnerista de clase baja y media. De hecho, el slogan más repetido es “somos el 46%”, número que da cuenta de una identidad determinada por la elección de 2011, y no se ha visto cartelería con afirmaciones como “yo era del 54%”. En esta línea todavía es muy pronto para un análisis acerca de las características de los convocados del 8N pero si se hace hincapié en los que llamaron a la movilización, resulta claro que los principales organizadores son aquellos que tenían una posición tomada frente al kirchnerismo desde hace mucho, mucho, pero mucho tiempo, quizás, incluso, antes de que el propio kirchnerismo existiera. Pero, una vez más, esto no hace a la movilización ni mejor ni peor pues ese 46% no kirchnerista tiene todo el derecho a expresarse y hasta incluso puede que tenga buenas razones para hacerlo.
Pero más allá de estos aspectos existen otras cuestiones, a saber: ¿es esta movilización el hito que marca la unidad de la oposición en la Argentina? Difícil saberlo pero me temo que no. ¿Por qué? Porque los une el espanto ante el kirchnerismo y ese espanto no logra acordar una agenda propositiva o encarrilarse detrás de un único candidato que pueda corporizar esa agenda. En este sentido, el gran arco de los opositores argentinos desde el PRO hasta el desdibujado y tibio socialismo, pueden ser el receptáculo de una visión antipolítica y administrativa de la política pues ellos mismos la promueven. Pero de ahí a que uno de sus candidatos pueda recibir homogéneamente ese caudal de votos antikirchneristas, hay un abismo.
Ahora bien, como de todos estos asuntos ya se ha dicho demasiado, es preferible  centrarse en una operación discursiva mucha más sutil, esto es, la que busca equiparar el 8N con el 7D como si se tratara de dos códigos equivalentes y válidos para el recordado juego de mesa de “La Batalla Naval”.
La trampa está en suponer que cada uno de estos días representa una fecha emblemática para las dos grandes facciones que aparentemente se enfrentan en la Argentina. Así, la movilización del 8N representaría la demostración de fuerza de esa (casi) mitad de la población antikirchnerista y el 7D, día en que cae la medida cautelar que protege al grupo Clarín, vendría a ser la fecha clave de esa otra “algo excedida” mitad. La operación es bastante obvia. Primero se trata de dividir la realidad argentina en mitades, como si el arco antikirchnerista ya hubiera encontrado su Capriles autóctono. Pero es más, en segundo término, aun si se concediese que el estar unidos por el espanto hacia lo kirchnerista transforma a la movilización del 8N en representativa de una homogénea facción, ¿sucede lo mismo con el 7D? Es decir, ¿se puede reducir tal fecha al momento de “la batalla final” entre el Grupo Clarín y el gobierno? Sin duda, tal reducción es ingenua o interesada y se hace tanto desde el propio Clarín que acusa al gobierno de atentar contra el grupo por ser “el único opositor”, como de aquellos periodistas que desean representar una generación nueva, una suerte de periodistas “pos-independientes”, es decir, periodistas que no están ni con el “periodismo militante del gobierno” ni con el “periodismo independiente” de Clarín.
 Pero por distintas razones unos y otros se equivocan pues el 7D no es el día emblemático en que la facción K pretende celebrar una victoria propia pues lo que está en juego ahí trasciende al gobierno de turno. Dicho de otra manera, todos sabemos que el gran adversario político del kirchnerismo no es otro partido político sino ese poder cultural y económico que es representado por Clarín. Pero el 7D no es el momento en que CFK y Magnetto se enfrentan con espadas láser verdes y rojas. Es el momento en que una ley democrática entrará en vigor sometiendo al poder fáctico más importante de la Argentina. En este sentido, por un lado, la clase política opositora debiera entender que lo que está en juego es la maduración de la democracia argentina y que esta fecha se transformará en un hito que servirá a los futuros gobiernos sean kirchneristas, radicales, socialistas o residuales peronistas. Porque el hecho de que la decisión la tome el poder político garantiza que quien es elegido por el pueblo tendrá la potestad de diseñar un proyecto de país sin el condicionamiento de aquel poder que operó desde las sombras y determinó políticas de Estado a pesar de nunca ser validado en elecciones libres.
Pero por otro lado, también los manifestantes, aquellos que sinceramente creen tener razones para hacer sonar su cacerola, debieran reflexionar acerca del modo en que su reclamo acaba siendo funcional a intereses que largamente los trascienden. Porque de no aproximarse el 7D, sin dudas, no habría 8N y tal afirmación no es una perogrullada de calendario en mano. La prueba de ello estará en los días que vienen y usted, cacerolero medio y honesto, lo verá cuando lea el diario y le informen que, sin saberlo, participó de una epopeya ciudadana a favor de la libertad de expresión. Cuando eso suceda, quizás se sienta engañado, orgulloso o no le importe pero ojalá le sirva de lección para aprender que a veces unas buenas razones particulares para protestar deben quedar entre paréntesis si se percibe que pueden ser manipuladas. En este sentido, le harán creer que su reclamo puntual es el mismo que el del 46% de la gente y que éste, a su vez, coincide con los intereses de las grandes corporaciones. Incluso le dirán que usted ya no pertenece a un 46% perdedor sino que, “como indican las últimas encuestas”, ya está del lado de ese 50% más uno que quiere un país distinto. Pero no se deje engañar: lo que sucederá en diciembre será una conquista para el 100% de los ciudadanos argentinos incluso para ese porcentaje fervientemente antikirchnerista. Lo del 8N, en cambio, es la manifestación de una facción heterogénea que incluye algunos reclamos no necesariamente antidemocráticos pero que será utilizada por las grandes corporaciones económicas para seguir sosteniendo un lugar de poder que excede largamente los límites de las leyes democráticas. Porque recuerde bien: si estas corporaciones ganan no pierden nada más que los kirchneristas. Pierde usted y pierden todos los argentinos.     
   

viernes, 9 de noviembre de 2012

La marcha sin 9N (publicado el 9/11/12 en Diario Registrado)


Las diferentes coberturas de la multitudinaria movilización del 8N mostraron una enorme y dispar catarata de reivindicaciones que incluían carteles con leyendas como las siguientes: “Seguridad”, “INDEC miente”, “No a una nueva reelección”, “CFK, devolvé la Fragata”, “No a los presos políticos”, “Por una justicia independiente”, “Quiero un billete de 500$ con la cara de Favaloro”, “Basta de corrupción”, “Andate Kretina”, “No al 7D”, “Queremos ser libres”, “No tenemos miedo”, “Yo no la voté”, “Quiero viajar”, “No a la dictadura de los K”, “Basta de Guillermo Moreno (primera vez en la historia que debe haber una movilización para exigir la renuncia de un Secretario de Comercio), “82% móvil ya”,  etc.     
Ahora bien, más allá de la cartelería, especialmente a través de los testimonios en vivo que pudo recoger Cynthia García, temeraria enviada del programa de la Televisión Pública, 678, ícono comunicacional de la supuesta dictadura, los ciudadanos pudieron expresarse libremente y agregaron, por si no alcanzaba con todo lo anterior, “No queremos más soberbia”, “Nos tienen que escuchar”, “Basta de cadenas nacionales”, “678 es una mierda”, “Vengo acá porque estoy en contra de la devaluación (SIC)”, “Esta presidenta nos dejó un riesgo País de 1066 puntos, peor que el de Grecia”, “Hace falta una nueva ley penal”, “Que Cristina vaya a visitar la Fragata”, etc. Pero es más, una señora indicó que estaba allí para exigirle a Macri que haga algo con la construcción del edificio que desde hace años amenaza su medianera y no faltó una suerte de kamikaze que reivindicó a la presidenta y dijo estar en la plaza para poder dialogar y eventualmente, convencer, a los manifestantes de sus errores.    
Esta heterogeneidad marca un rasgo identitario de esta marcha y las dificultades que tienen los organizadores para poder canalizar esta bronca en un candidato y un programa de gobierno. De hecho fue oscilante y zigzagueante la actitud de los referentes de los partidos más importantes. El PRO agitó y movilizó pero intentó hacerlo subrepticiamente a través de sus militantes. Al ser desenmascarado, el propio Macri dio un viraje, llamó a participar y afirmó a través de Twitter, que es bueno que la gente se manifieste aunque debía hacerlo con banderas argentinas y no con banderas partidarias. Sin embargo, una de las caras preferidas de los medios hegemónicos, diputada del FAP, Victoria Donda, declaró a La Nación, que los políticos no deberían ir para no “enturbiar” la marcha. Así están las cosas, el administrador antipolítico llama a una manifestación política y la socialista nieta recuperada con padres desaparecidos, entiende que la política tergiversa los intereses “puros” de las manifestaciones de la sociedad civil.
Estas paradojas y estas declaraciones de ocasión del arco opositor, quizás expliquen por qué ninguno de los asistentes a la marcha afirmase sentirse representado por algún político no kirchnerista y seguramente se entrelaza con, creo yo, la mejor pregunta realizada por la improvisada movilera antes mencionada: “¿Qué esperás que pase mañana?” Una pregunta simple, que generó balbuceos y perplejidad porque el objeto de la bronca estaba puesto en CFK pero no había ningún tipo de perspectiva o noción de qué tipo de consecuencias se esperaba de la marcha. Los más antidemocráticos decían “no sé, que se vaya” y los más culposos se quedaban en el “no sé”. Probablemente esta ausencia de proyección sea una de las características de lo que Horacio González llamó “multitud abstracta”, en tanto suma de individualidades difusa en sus movimientos y portadora de inmateriales consignas. Porque toda la energía era reactiva, como si el 8N fuese una suerte de gran orgía catártica en el que una importante cantidad de ciudadanos iba a expresar, incluso, frustraciones personales. Recordaba la forma en que en la cancha insultamos al jugador rival por el sólo hecho de ser rival o el modo en que en la novela 1984, de George Orwell, se ofrecía una imagen del rostro de Goldstein, el enemigo, para que los ciudadanos lo vituperaran y pudieran canalizar allí toda esa angustia traducida en odio. Por ello el micrófono funcionaba así como una suerte de confesionario aunque del otro lado ya no hubiera cura ni Gran Hermano, sino, naturalmente, los nuevos confesores: los periodistas. Era una total exacerbación del yo indignado. No había respuesta a cómo acabar con la inseguridad, a cómo salir de las restricciones al dólar, a cómo hacer para dar el 82% móvil sin desfinanciar al Estado, o qué tipo de formas comunicacionales debiera adoptar este o el gobierno que venga. Tampoco resultaba preciso qué cosas se deben cambiar para que haya mayor o plena libertad, como algunos exigían. Por eso esta es una marcha sin 9N, una marcha sin futuro porque no tiene propuesta y los organizadores deberían saberlo aun cuando puedan volver a impulsar otra marcha de igual magnitud. Porque con gente indignada haciendo ruido en la calle no alcanza si no hay una propuesta de mañana y menos que menos hay posibilidad de cambiar si no se le ofrece al gobierno de turno la opción adecuada. Porque cuando uno asiste a una marcha lo hace con un objetivo preciso y aun cuando sea reactivo, un mero “No” a algo, ofrece una alternativa aunque más no sea el no innovar.
Lo interesante es que, insólitamente, una fuerte protesta contra el gobierno nacional quizás se haya transformado en un problema más para la oposición que para el oficialismo. Porque el gobierno, guste o no, parece tener un rumbo más o menos claro más allá de errores circunstanciales o dificultades propias de la gestión. Pero la oposición sigue sin agenda propia, nucleada en torno a resistir la total vigencia de una ley democrática y oponiéndose a una propuesta, hasta ahora, completamente abstracta como es el intento de una nueva reelección de CFK. Porque el latiguillo del “diálogo” y el “queremos que nos escuchen” que repiten como mantra en sus apariciones públicas los opositores muestra su rostro más ridículo cuando se les ofrece la palabra y, en vez de proponer, responden con el ruido de una cacerola.    

jueves, 1 de noviembre de 2012

Las viudas nestoristas (publicada el 1/11/12 en Veintitrés)


Una parte de la oposición en Argentina parece haber comprendido el mensaje, quizás, iluminados, en parte, por lo sucedido en Venezuela: la salida debe ser “poskirchnerista” y no meramente “antikirchnerista”. ¿Qué significa esto? Que tal como lo entendió Capriles en su estrategia para desalojar del poder a Chávez, la única manera de derrotar al kirchnerismo no es a partir de un oposicionismo tosco, sino a través de un punto de vista crítico que pueda retomar los lineamientos básicos que se han transformado en pilares culturales del modelo que se intenta superar. Con esto quiero decir que más allá de medidas particulares y del rezongo de los liberales conservadores de siempre, hoy la sociedad argentina entiende que la revitalización de la política y un Estado activo son fundamentales para una sociedad más igualitaria. Por ello, se podrá discutir sobre la inflación, la posibilidad de comprar dólares, o las estrategias para combatir la inseguridad; también incluso se podrá disentir acerca de los modos presidenciales y de alianzas coyunturales, pero no se discutirá YPF, la estatización de los fondos previsionales, la ley de medios anti-monopólica, la asignación universal por hijo, el 6% del PBI por ley para Educación, el aumento semestral a jubilados también por ley, el Banco central al servicio de la política económica, la política de derechos humanos, etc. Claro que existe un porcentaje de ciudadanos que entienden que estas medidas no son saludables y que incluso son las causales de un aparentemente dividido país. Pero estas personas, que son mayoría en los medios de comunicación, son una pequeña minoría en relación a los 40.000.000 de habitantes. Por supuesto que las cosas pueden cambiar y los climas culturales son oscilantes pero todo hace prever que el presidente en 2015 deberá sostener este tipo de medidas si es no quiere encontrar una enorme resistencia popular. Y para muestra sólo basta observar la paupérrima performance de la oposición argentina en 2011, oposición que abusó de un discurso radicalmente antikirchnerista y que terminó a casi 40 puntos de CFK.   
 Ahora bien, dentro de la construcción poskirchnerista quienes la tienen más fácil son obviamente los sectores que aún están adentro y, en pequeñísima medida, los que alguna vez estuvieron y hoy tiran piedras desde afuera. Entre los primeros está Scioli si bien todo hace prever que si no existiera una reforma para permitir una reelección de CFK, el gobernador de la Provincia de Bs. As. no sería el candidato preferido para ser ungido. Y por afuera aparecen los despechados, las “viudas” no reconocidas de Néstor Kirchner. Algunos de estas “viudas”, como Roberto Lavagna, Hugo Moyano, Julio Bárbaro o Alberto Fernández, estuvieron más o menos cerca del ex presidente en determinados momentos. Otras viudas, más cínicas, que recorren un abanico enorme que va desde Julio Blanck pasando por editorialistas de La Nación y hasta el inenarrable Gabriel Dreyfus, si bien son críticas, parecen empezar a reconocerle virtudes al hombre que asumió la presidencia en 2003.
Es extraño pues hace algunos años estos últimos afirmaban que Kirchner era autoritario, enfermo del poder y del dinero. Además, agregaban, él era el cerebro que gobernaba a una esposa que era un mero títere puesto para garantizar la continuidad del poder en alternancia marital. Por último, afirmaban, Kirchner era el hombre que estaba detrás de la persecución y el odio hacia los opositores y la prensa independiente. 
           Sin embargo, el Kirchner que reconstruyen ahora es uno creado como contracara de las características que le asignan en la actualidad a su esposa. En otras palabras, el “Néstor anhelado” por estas viudas no reconocidas se transformó, de repente, en un animal político apasionado, verticalista pero negociador, más pragmático que principista. Todas las características horrorosas pasaron a su esposa, algo que se encargan de exagerar el primer grupo de viudas, esto es, las que alguna vez estuvieron cerca de él y hoy ven el poder desde lejos. Para éstas, el verdadero kirchnerismo era, casualmente, aquel que existió mientras ellos estaban con el gobierno. En este sentido no deja de ser sorprendente rastrear los comentarios de los ya mencionados  Moyano, Bárbaro, Lavagna y Alberto Fernández para notar cómo cada uno identifica el momento de “la debacle” del modelo con el preciso instante en que dejaron el gobierno. Estos, a su vez, por venir de cuna peronista y para reforzar la diferencia, construyen, junto a editorialistas prestigiosos, la idea de un Kirchner más cerca del “peronista del Perón conciliador del 73” para diferenciarlo del aparente principismo rígido del “montonerismo” de CFK.
¿Significa esto que Néstor Kirchner y CFK eran idénticos? Claro que no, si bien, sin dudas, actuaban como una “pareja política” con interconsultas permanentes. ¿Por qué existen diferencias entre sus gobiernos entonces? La pregunta es difícil pero a los naturales matices hay que agregarle las coyunturas, los balances de poder y los momentos históricos. Estos elementos son los que permiten entender las transformaciones aun al interior de las presidencias de cada uno de ellos. En otras palabras, no es lo mismo el Kirchner de 2003 que aquel que en 2007 comienza un armado político capaz de dotar de una base de sustentación a su esposa. Menos que menos la CFK de 2008 es la de 2011, aquella con la espalda suficiente para armar listas que reflejan la pretensión de llevar adelante el legendario y siempre prometido trasvasamiento generacional. Y por otra parte, sigo enumerando obviedades, los sucesos de la vida transforman a las personas y con esto me refiero no sólo al modo en que la subjetividad de la presidenta puede haberse visto afectado por la muerte de su marido, sino a hechos como el conflicto con las patronales del campo, momento, a mi humilde entender, fundacional de la identidad kirchnerista. ¿Por qué fundacional? Porque se trató del momento de mayor intensidad en la disputa contra un adversario que hasta ese momento era un algo difuso “modelo neoliberal de los 90”. Desde 2008, entonces, presidiendo CFK pero con un Kirchner plenamente vigente, ese adversario, mostró la cara, se corporizó como nunca y marcó una inflexión que generó un cisma en el kirchnerismo, probablemente, el origen de un lento proceso de depuración que continúa al tiempo que la propia identidad kirchnerista se sigue constituyendo. En este sentido, el kirchnerismo es una fuerza que es centrífuga y centrípeta a la vez porque expulsa pero también atrae nuevos actores y su identidad final es una incógnita pues, por suerte, no está predeterminada.
 Vaya a saber uno las características que adoptará el kirchnerismo o las fuerzas que lo hereden en, por ejemplo, 30 años. Pero eso sí: seguro que habrá algún pichón de Julio Bárbaro con un kirchnerómetro en la mano que discurrirá sobre la actualidad política en una edición online de algún prestigioso matutino que añora aquellos tiempos en los que sus ediciones en papel se agotaban. Allí, seguramente, el editorialista tratará de asumirse como heredero de Néstor y se definirá como un “kirchnerista del 2003”. Asimismo, hablará del ex presidente como un hombre de diálogo que transformó la Argentina en base a la escucha del otro. Y lo más interesante es que tal dislate lo utilizará para diferenciarse de los que llamará “kirchneristas de Cristina”, ex jóvenes de 2012, quienes, ojalá, en ese futuro lejano, tengan presente que la construcción del editorialista no es otra cosa que un intento de apropiarse de Kirchner, esto es, cooptar el nombre de un referente transformador como un emblema para una única finalidad: encubrir la justificación de una restauración conservadora.