jueves, 30 de junio de 2011

Elecciones (publicado el 30/6/11 en Veintitrés)

Si hay algo que podría caracterizar al país que logró sistematizar eficazmente el registro de huellas digitales como signo identitario, es la utilización del dedo en el ámbito de las construcciones políticas.

Por ello no es de extrañar que María Eugenia Vidal, Adrián Pérez, Jorge Selser, Javier González Fraga, Norma Morandini y Cristian Castillo entre otros, sean compañeros de fórmula para cargos ejecutivos designados a dedo. Claro está, también lo fueron los candidatos del oficialismo, Carlos Tomada, Gabriel Mariotto y Amado Boudou. Por último no me quiero olvidar del candidato de Duhalde, Mario Das Neves, aunque en este caso hay que ser más precisos. En otras palabras, a la hora de comprender el modo en que se designó como compañero al gobernador de Chubut, habrá que tomar la línea de esa España que tanto maravilla al ex presidente a pesar de sus guerras civiles, sus dictaduras impunes y los pactos de La Moncloa que generan poco bienestar y mucha indignación. Digamos entonces, que para designar a Das Neves, más que “dedo”, hubo “falange”.

Ahora bien, independientemente del rezongo de quienes tienen que escribir una nota crítica hacia el oficialismo todas las semanas, que las designaciones de compañeros de fórmula se hagan de este modo es lo más natural pues esos lugares son los que, justamente, se intercambian al momento de realizar frentes o alianzas. Si bien podría hacerse, sería bastante descabellado realizar internas cerradas, o abiertas, para designar este tipo de postulaciones. En todo caso, parece razonable dejar que cada fuerza haga su propuesta y que la ciudadanía decida en las elecciones correspondientes.

Pero me quedo con otra faceta del dedo y es la que se mencionaba al inicio de esta nota, esto es, su relación con la identidad. Aún haciendo la salvedad que, desde mi punto de vista, determinar quién se es en función de las huellas de los dedos supone un reduccionismo biologicista, podría servir como punto de inicio para una reflexión acerca de la identidad del kirchnerismo. En otras palabras, ya que, de todas las designaciones, la que más estruendo ha generado es la de Amado Boudou, cabe preguntarse acerca de la significancia de tal elección.

Digamos, por lo pronto, que antes de saberse el nombre, algo quedaba claro: a diferencia de la elección de 2007 y la de 2003 no hacía falta un vice que sumara votos pues aquí, votos sobran. No se necesitaba ni un Scioli con buena imagen ni un gobernador radical que representara a las boinas blancas desencantadas.

En este contexto, el gobierno, sin duda, tiene un margen de maniobra para dar otro tipo de señales. Una de ellas, era que, dado que uno de los pilares del modelo es el recambio generacional, el vice debía ser joven. En esta línea, parecía natural que el designado fuese Juan Manuel Abal Medina pues probablemente sea el que tiene la mejor formación política y es el hombre con mayor proyección. Sin embargo, hay elementos que le jugaban en contra. Por un lado, la portación de apellido haría que todo el periodismo militante de derecha agite los fantasmas de chavismo, sovietismo, setentismo, montonerismo y cualquier “ismo” que dé miedo a la clase media, lo cual incluye al draculismo y a cualquier abismo, incluso el mal que aqueja a los hinchas de River: el fantasma de la B-ismo. Pero además, exponerlo a la vicepresidencia supondría quitarle la posibilidad de una reelección (en 2019) por tener en su haber ya un cargo ejecutivo. En esta línea, mi hipótesis es que Abal Medina tiene buenas chances de ser Jefe de Gabinete desde 2011 y desde allí, eventualmente, ser uno de los principales hombres que dispute la presidencia en 2015 con la bandera del oficialismo.

La elección de Boudou, entonces, supone otro tipo de señal: por un lado apunta a la clase media pues en tanto Ministro de Economía es el garante de que el modelo de crecimiento y consumo de la mano de paritarias que siempre están un pasito arriba de la inflación, se mantenga, independientemente de las transformaciones estructurales que, seguramente, el próximo ciclo demandará. Por otro lado, Boudou es un hombre con buena llegada a la CGT y a los Organismos de Derechos Humanos. Tal relación no deja de sorprender pues el ministro no proviene precisamente del peronismo profundo ni es el representante de la lucha incansable que se lleva aquí desde hace 35 años. Pero, sin embargo, son varios los gestos que ha tenido y que lo han catapultado a formar parte del círculo de confianza.

Ahora bien, independientemente de estas razones más o menos coyunturales, una lectura un poco más profunda podría interrogar acerca del modo en que esta designación marcará lo que viene. En esta línea hay que advertir que nunca un vicepresidente ha tenido demasiada relevancia ni la tendrá pero quienes acusan al kirchnerismo de haber elegido “a un liberal arrepentido” merecen una respuesta. Así, cabe indicar que en caso de obtener una reelección en 2011, se verá seguramente un kirchnerismo distinto, no sólo por ser póstumo sino porque frente a los apresurados que publican best seller de autoayuda para opositores, el kirchnerismo es un proyecto inacabado cuya identidad está en plena transformación. Podría decirse, incluso, que lo que hoy entendemos por kirchnerismo es algo que apareció con fuerza, no en mayo de 2003 sino a lo largo de ese mal trance que fue la 125. Esto no debe dejar de soslayo los hitos que marcó aquel primer período pero parece claro que en el caos en el que estaba sumido el país aún en 2003 hizo falta emparchar, utilizar mucho los codos y apenas proyectar algunos cimientos de lo que iba a venir bastante después. Probablemente esto haya sido menos un plan que una necesidad histórica pero poco importa eso ahora.

Respecto a lo que vendrá, convengamos que, para predicciones, ya existen los Nostradamus vernáculos. Pero, en todo caso, los antecedentes mediatos e inmediatos dejan entrever que la mejor forma de enfrentar grupos económicos no es priorizando la negociación sino avanzando para, en todo caso, marcando la cancha, aceptar un diálogo. Ese ha sido un signo distintivo del kirchnerismo que se ha mantenido incólume a lo largo de estos ocho años.

El resto será la consecuencia de los nuevos actores que ingresan a la política y que tienen en sus manos la inmensa responsabilidad de dotar de identidad a un proceso abierto con tensiones y contradicciones pero que ha demostrado un inmenso afán de avance desnaturalizando profundas tradiciones arraigadas en el sentido común del ciudadano medio.

Las disputas intestinas que seguramente sobrevendrán, no por el hecho de la imposibilidad institucional de una nueva reelección, sino por la más estricta condición humana, dirimirán de aquí a dos o tres años, seguramente, la nueva fisonomía del kirchnerismo con características comunes con su pasado inmediato pero consciente de que los nuevos escenarios plantean tanto batallas cuyos rostros, en algunos casos, no se conocen, como viejas guerras con poderes fácticos que venderán cara su derrota.

Realizando un trazo más grueso sobre aquello que ya es y, a su vez, explorando nuevas posibilidades e identificaciones, las huellas digitales del proceso exigirán precisiones que dependerán de un acompañamiento activo pues que todo quede en manos de una persona idónea puede ser una tranquilidad pero es también una debilidad. De aquí que la ciudadanía deba atender las decisiones, las sugerencias, escuchar a los dedos, pero también comprometerse, siempre y cuando, claro está, desee sumar su propio dedo a aquellos que el kirchnerismo ha metido en esos lugares recónditos donde más duele.

jueves, 16 de junio de 2011

Borges lector de Clarín (publicado el 16/6/11 en Veintitrés)

Ni el llanto de “El Titán boquense” ni el magnífico campeonato obtenido por un ejemplo institucional como lo es el Club Atlético Vélez Sársfield (equipo del cual soy hincha, claro); tampoco los 25 años de la muerte de Borges; incluso, estoy tentado, ni siquiera la improbable situación de un tsunami sobre la Ciudad de Córdoba. Parece que nada pudo ni podría hacer que desde el 28 de mayo hasta la fecha, Clarín hubiese quitado de la tapa titulares vinculados al caso Shocklender. Los más optimistas podrían sugerir, con buen tino, que el hecho de que el actual gobierno no se debilite a pesar de recibir el ataque durante 15 días ininterrumpidos de un caso en el que se lo intenta implicar, deja a las claras que la principal cara del multimedio está debilitada y que ya no se cumple aquel viejo adagio de “nadie aguanta 3 tapas de Clarín en contra”. Pero no se trata aquí de testear el “aguante” pues para eso tenemos la cancha y, en mi caso, los festejos de la infinita multitud velezana. Tampoco buscaré erigirme en juez como la mayoría de los periodistas que ya han tomado posición. Sin duda, parece que Schoklender tiene tantas propiedades como un aloe vera y que no tendría posibilidad de justificarlas. Ahora bien, deducir de ahí que estaría implicada Hebe de Bonafini, la octogenaria que vive en la misma casa de siempre, parece bastante inverosímil tanto como que el carácter transitivo siguiese la cadena hasta llegar a los hombres del gobierno y luego a la política kirchnerista afincada fuertemente en la obra pública y el consumo fomentado por un Estado activo. Los interesados en la matemática y en la lógica pueden hacer uso y abuso de ellas pero no utilizarlas para los análisis políticos.

Pensemos entonces en la cobertura de Clarín y aprovechemos la efeméride de los 25 años de la muerte de Borges para averiguar si alguno de sus relatos puede servir de ayuda a la hora de reflexionar. En este sentido, me remito a un cuento que se encuentra en Ficciones y que tiene un título bastante extravagante: “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”. La trama es más o menos simple: mientras Borges y Bioy Casares discutían sobre la posibilidad de una novela escrita en primera persona y en la que el narrador desfigurara los hechos de modo tal que sólo algunos lectores pudieran descubrir la verdad oculta detrás de esta falsificación, aparece un ejemplar de una enciclopedia a la que le sobran 4 páginas y en la que justamente se incluye la descripción de una región desconocida llamada Uqbar. Pero más que la arquitectura, la densidad demográfica o sus principales exportaciones, lo más sorprendente de Uqbar es su literatura, pues es de carácter fantástico y gira en torno a los sucesos de una región imaginaria llamada “Tlön”.

En este lugar, dice la enciclopedia, se siguen los principios de un filósofo irlandés de primera mitad del siglo XVIII llamado George Berkeley. De este pensador de la escuela empirista-idealista se reconoce una frase que será el puntapié de mi reflexión: “ser es ser percibido”. Lo que Berkeley quiere decir con esta máxima es que la realidad depende siempre del sujeto que la percibe, es decir, no existe una realidad independiente y objetiva sino que ésta es “afectada” activamente por los sujetos. Pensemos en un ejemplo trivial y digamos que vamos a Mar del Plata y nos introducimos en el mar. Si alguien desde afuera preguntara si el agua está fría o caliente, en términos berkelianos debiéramos decir que “depende”. ¿De qué depende? Naturalmente, del sujeto que se sumerja en ella. En otras palabras, si la temperatura del sujeto que se mete en el agua es alta (como sucede cuando el día es caluroso) el agua resultará fría: sin embargo, cuando la jornada es más bien fresca, el agua resultará “calentita”. La explicación, dirá Berkeley, no hay que buscarla, entonces, en una temperatura objetiva del agua sino en la temperatura del sujeto. Nótese que si se traslada esta idea a la discusión en torno a la objetividad de los medios, se hallará que la cuestión es la misma, a tal punto, que el propio Borges, en el cuento que se mencionaba desde este mismo espacio la semana pasada, alteraba sutilmente la máxima para indicar que “ser es ser publicado”. Esto quiere decir que lo que existe, lo que se entiende por realidad, está determinado por la decisión editorial y empresarial que se pone de manifiesto, en particular, en las tapas de los medios gráficos, las cuales, a su vez, para mofarse de los intelectuales que afirman que ya nadie lee diarios, replican y marcan la agenda de la radio, la televisión e incluso de los medios digitales.

La inmensa imaginación de Borges hace que en el cuento aparezcan algunas imágenes maravillosas, como por ejemplo la que indica que, dado que sólo existe lo que es percibido, la mirada de un mendigo habría salvado las ruinas de un anfiteatro y la percepción de unos pájaros y unos caballos habrían hecho lo propio con un umbral.

Pero lo que no puedo olvidar es que en Tlön aparecen una serie de objetos extraños, los “hrönir”. Se trata de lo que Borges llama “objetos dobles” creados por el desinterés o el olvido. El ejemplo para entender esto sería el caso en el que perdemos unas monedas sin darnos cuenta. Si creemos que las tenemos en el bolsillo, siguen existiendo pues las percibimos como estando allí pero dado que estas monedas se han caído realmente, al ser encontradas, esto es, percibidas, por alguien, recobran “nueva existencia” y, por ello, se “duplican” (hay quienes maliciosamente afirman que el argumento berkerliano sería utilizado por el abogado de Sergio Schoklender para explicar de dónde saco su dinero). Así, los objetos se multiplicarían en función de los sujetos que los perciban. Sin duda, esto remite a los modos en que, por ejemplo, la repetición de un hecho de inseguridad repercute de modo tal que parece multiplicarse y así lo que fue único deviene en múltiple. Pero los “hrönir” se encuentran cercanos a otros objetos llamados “ur”. Se trata de los objetos creados por la sugestión. En este sentido, en el cuento se realizan una serie de experimentos y aunque no todos salen como se esperaba se muestra que sugestionando a los individuos es posible que éstos acaben “encontrando” en la realidad aquello que obsesivamente buscaban pero que no era más que una ficción delirante.

No hace falta aclarar el modo en que los medios acaban sugestionando pero me quiero quedar con el final de la historia. Allí, Borges ofrece una posdata en la que devela el interrogante para afirmar que esa enciclopedia apócrifa había sido creada por una sociedad secreta con la intención de confundir a los desprevenidos y hacerles creer que Uqbar era un país común y corriente ubicado en algún lugar del Asia menor. A tal punto llegó esta sociedad que el secreto se mantuvo durante siglos y logró generar una enciclopedia entera dedicada a Tlön.

Sin embargo, esto no es todo pues empiezan a sucederse algunos hechos confusos. Por lo pronto, los objetos existentes en Tlön, esto es, en aquel mundo fantástico de un país a su vez, ficcional, comienzan a aparecer en el mundo real. De allí Borges afirma que la realidad empezó a ceder a este avance de la ficción a tal punto que en poco tiempo la frontera entre ambos mundos se hizo indistinguible. Ya nadie podía darse cuenta si lo real era diferente de lo publicado. Así, dramáticamente, no sería descabellado afirmar que la duplicación de objetos según la percepción, los periodistas de pluma reconocida que sugestionan tanto que acaban autosugestionándose, y una realidad que dice ser la que aparece en la tapa de los diarios, muestra que el mundo se ha convertido en Tlön.

Pero en este contexto, cabe imaginar lo que podría estar diciendo Borges acerca del modo en que las empresas periodísticas acaban defendiendo intereses de los modos más grotescos a punto tal que en algunos casos ponen poco celo en articular relatos verosímiles. Así, probablemente, el autor de Otras inquisiciones no dudaría en catalogarlos como meras ficciones pero, como si esto no fuese ya de por sí una afrenta a la labor de estos periodistas, no faltaría oportunidad para definirlas como pobres ficciones, incoherentes, redundantes, caprichosas y aburridas. Esto no quiere decir que no haya despojos de realidad por allí desperdigados y quizás justamente por eso, el gran desafío, en el medio de tanta manipulación, sea poder generar una ciudadanía crítica con los suficientes anticuerpos como para poder distinguir qué parte de las noticias son las ficciones de Tlön y qué parte corresponde a la realidad.

martes, 14 de junio de 2011

Por un Jorge Luis Borges real y no virtual (publicado el 14/6/11 en Tiempo Argentino)

Dado que, con justicia, este nuevo recordatorio de la muerte de Borges será la excusa para que decenas de escritores dejen en claro la importancia de, probablemente, el mayor escritor de habla hispana de todos los tiempos, mi humilde homenaje transitará el camino inverso. Se trata de realzar su figura, paradójicamente, quitándole méritos. Claro está, esto no supone caer en el lugar común de aprovechar el costado débil del autor de El libro de arena y abusar de su ignorancia llamativa en materia política para luego desarrollar una teoría en torno a la relación entre literatura e ideología. Entrar por ahí sería fácil pero significaría un obsequio para los que torpemente pierden la posibilidad de leer cuentos fanáticos por los exabruptos antidemocráticos de su autor. El camino será otro dado que intentará acotar para realzar, pues, como si no alcanzase con cuentos que estimulan el pensamiento mucho más que teorías filosóficas axiomatizadas, parece haber una tendencia a adjudicarle a Borges, quizás empujados por ese elogio senil de la primicia, una supuesta capacidad anticipatoria. Así, empezamos a recibir de manera algo retardataria los ecos de una moda que, principalmente en Estados Unidos, ha dado lugar a publicaciones que encontrarían en el pensamiento borgeano el mérito de haberse anticipado a la lógica de Internet y la realidad virtual. Se dice, entonces, que “La Biblioteca de Babel”, rizomática, sin centro e infinita como el universo, es equivalente a Wikipedia, esto es, el proyecto de una enciclopedia virtual capaz de contener la totalidad del conocimiento humano. También se indica que “El jardín de senderos que se bifurcan”, con su novela laberíntica, contiene ideas análogas a las que inspiran las formas de lecturas contemporáneas en las que es posible ingresar a un texto desde diferentes entradas tal como queda expuesto en Rayuela de Cortázar. Sin embargo, este supuesto carácter visionario, casi naif, de las bondades de las nuevas tecnologías podría contrastarse con pasajes, incluso de esos mismos cuentos, en los que existe una actitud militante vinculada, por ejemplo, a eliminar la información inútil, algo característico de Internet, o incluso a mostrar que la Biblioteca “total” no sería otra cosa que un universo inútil y solitario. Quizás, justamente, como es posible realizar todo tipo de interpretaciones a partir de esa inagotable cantera de ideas que es la literatura de Borges, sus cuentos merecen ser disfrutados y utilizados para explorar nuevos campos pero no como una supuesta base científica con rasgos anticipatorios. Sin duda, existen numerosos cruces entre literatura fantástica y ciencia y no es descabellado indicar que en muchos casos la primera inspira a la segunda. Pero seguir adosándole este tipo de méritos a Borges, sería un favor que, seguramente con una mueca y algo de ironía, agradecería, pero que sinceramente, me parece, no le hace falta.

viernes, 3 de junio de 2011

Persuadido (publicado el 2/6/11 en Veintitrés)

Desde que Beatriz Sarlo irrumpió en la pantalla de 678 hace ya más de una semana no hay medio que no le haya dedicado algún comentario al debate. Quién ganó, quién perdió, si los panelistas estuvieron a la altura, si Mariotto se corrió de sintonía, fueron sólo algunos de los tópicos que atravesaron los autorreferenciales medios y las redes sociales como pocas veces se ha visto. Dado que no creo poder ser original, quisiera hacer un análisis un poco más amplio que tome el “episodio Sarlo” sólo como un puntapié para algunas reflexiones algo más generales acerca del sentido de los debates y del lugar que ocupa, en la política, la persuasión.

Conceptualmente, la intervención de Sarlo en el programa no dejó demasiado y por ello destacaré sólo dos aspectos: en primer lugar apareció la cuestión de la influencia de los medios. Es verdad que en las universidades de todo el mundo ya se ha dejado de lado hace tiempo el punto de vista que afirmaba que el espectador acaba siendo un receptáculo pasivo de lo que los medios pregonan. Claro está que también resulta verdadero que los circuitos académicos y las nuevas teorías de la recepción tampoco afirman que el espectador posee una racionalidad crítica indemne a cualquier tipo de cooptación y mensaje subliminal. Si bien nunca el mensaje de los medios puede determinar absolutamente una acción, ninguna persona honesta podría dudar de que eso significa que los medios no influyen. En este sentido, es sintomático observar la argumentación y los intereses de los actores en juego. Si tomamos el caso de los discursos de los grandes medios y sus principales plumas, existe una tensión flagrante. Por un lado, cuando se los acusa de monopólicos afirman que la gente no es estúpida con lo cual parecen retrotraerse a la fantasía iluminista del siglo XVIII en el que la utopía de una sociedad civil crítica no hacía prever los fenómenos de masas y su relación con los medios de comunicación tan constitutiva del siglo XX. Sin embargo, por otro lado, se encuentran profundamente incómodos con lo que llaman “un aparato de comunicación paraestatal” montado por el gobierno. Pero entonces, si los medios no influyesen ¿cuál sería el problema de que un gobierno coopte medios de comunicación? Podríamos ver loas a CFK en cada espacio de publicidad, muñecas de Sandra Russo, niños sub 10 fundando “La Camporita”, tapitas de gaseosa con el rostro de Herminio Iglesias afirmando “Sinmigo no, Barone” y hasta empresas de telefonía que incluyan como ringtone obligatorio el “Nunca menos”. Y sin embargo, esta ciudadanía crítica y aguda podría separarse de este aparato de propaganda e incluso podría castigarlo en las urnas. Desde este punto de vista, además, este mismo pueblo ilustrado leería una y otra vez con perplejidad y hasta con indignación aquel editorial de Clarín en el que se indica, en el marco de la discusión en torno de Papel Prensa, que quien controla el papel, controla la palabra escrita. Esta ciudadanía informada, reflexiva y libre de toda influencia, debería preguntarle a Clarín, ¿acaso se cree que somos tontos? ¿Vamos a votar un candidato porque ustedes lo impongan? ¿Vamos a sentir inseguridad o a aumentar los precios porque ustedes lo determinan?

En segundo lugar apareció una cuestión más delicada banalizada por el slogan que Sarlo le espetara a Orlando Barone. El periodista intentaba poner en aprietos a la invitada preguntándole cómo era escribir en medios que estuvieran comprometidos con delitos de lesa humanidad y en los que, por supuesto, nada se puede decir de tales asuntos. La respuesta “Conmigo no, Barone” fue decepcionante porque personalizó la cuestión transformando la respuesta en el típico caso de “falacia ad hominem”, esto es, aquel recurso que intenta desacreditar un argumento haciendo referencia a características negativas de la persona que lo realiza. Que Barone haya trabajado en La Nación o en Extra no invalida su pregunta. Incluso podría haber trabajado para Goebbels, ser un asesino de niños, y eso tampoco la invalidaría. La evasiva resultó decepcionante porque era un buen momento para discutir esa zona gris que delimita la libertad de prensa, la libertad de empresa y las líneas editoriales de un medio. Con la respuesta de Sarlo ganamos una canción y unas remeras pero perdimos una oportunidad para enriquecernos conceptualmente.

Pero estos son los detalles. Vayamos a algo más alejado, más abstracto también. Me refiero a la idea misma de debate. Hay algunos principios bastante naturalizados de los cuales podríamos partir. Por lo pronto la afirmación de que el debate es bueno, esto es, que el intercambio de ideas conlleva un mejoramiento de las posiciones de los interlocutores pues le agregan complejidad. Estoy de acuerdo con ello más allá de que está claro que no siempre más, o distinto, es mejor. Con todo, si volvemos al caso de 678, no son pocos los que indican que el programa gana en calidad e incluso entretiene mucho más cuando suma alguna voz mínimamente discordante, o al menos, una mirada distinta, quizás la de un “sí, pero”. De otro modo, como televidentes, asistimos a un conjunto de voces previsibles dirigidas a los ya convencidos, aunque, claro, nunca tan previsibles y convencidas como las de aquellos periodistas militantes opositores que han dejado hace rato la profesión para transformarse en simples rentistas de espacios y micrófonos disponibles para el usufructo de los candidatos que representen intereses de su agrado.

Ahora bien, se supone que en el debate hay ganadores y perdedores y es aquí donde aparecen algunos deslizamientos que es preciso señalar. La pregunta sería ¿qué prueba que uno de los interlocutores gane el debate? Para decirlo más claramente, suponiendo que es fácil determinar cuándo un contrincante gana un debate de ideas, su triunfo sería prueba de qué cosa. El punto es interesante porque se supone que en un debate el que gana no es el interlocutor sino su idea. Poco importa la capacidad del que debate. Él es sólo un médium para una idea y la verdad de lo que defiende tiene la capacidad de imponerse por sí misma. Así, la verdad no necesita pruebas ni adornos. En boca de cualquiera gana. Con todos estos presupuestos de fondo, el debate en 678 se presentó como un ágora mediático en el que dos grandes cosmovisiones del mundo se exponían y donde el resultado de tal discusión arrojaría cuál de estos dos puntos de vista es superior al otro, e incluso, cuál de estas miradas es más verdadera que la otra.

Se dice, entonces, que ganó Sarlo y que, por lo tanto, perdieron las ideas del gobierno. Además se le da al triunfo un marco épico de una lucha desigual de siete kirchneristas contra una libertaria. Supongamos que Sarlo hubiera ganado el debate: ¿eso demuestra la superioridad de sus ideas, que sus ideas son más verdaderas, o su capacidad retórica para ir superando los escollos que le iban apareciendo? Lo mismo hubiera sucedido a la inversa: si decretásemos que los triunfadores hubieran sido los panelistas, eso no necesariamente hubiera demostrado que las ideas kirchneristas son más verdaderas que las del republicanismo aggiornado de un comunismo de elite arrepentido.

Pues en los debates no está en juego la verdad sino la persuasión y en este sentido, la política es similar al ejercicio de los abogados frente a un juez donde poco importa si el acusado es realmente culpable. Lo que importa es que el juez esté convencido de ello. Esta forma de entender la política es tan vieja como la filosofía y nos remite al conflicto en la polis ateniense entre Sócrates y los sofistas. Estos últimos, que pasaron a la historia como “los malos de la película”, afirmaban que la verdad era relativa y que, por lo tanto, en una discusión, lo único que nos queda es la posibilidad de convencer al otro ya no mostrando una verdad sino estructurando un discurso persuasivo. No hay un ámbito de la verdad donde ella nos esté esperando y nos diga si Sarlo o 678 tienen razón. Son formas discursivas coherentes que pueden gustarnos más o menos. En esta línea, los proyectos políticos no son ni verdaderos ni falsos y son llevados adelante por hombres y mujeres de carne y hueso, no por ángeles. Por ello, que en un debate uno se imponga al otro nada tiene que ver con la verdad o con la superioridad de una idea sino con la capacidad de un interlocutor para encontrar las herramientas discursivas para convencer a un auditorio. La idea “más verdadera” mal defendida, puede transformarse en una “mentira” y la idea “más falsa” puede doblegar la resistencia de los interlocutores, simplemente, si poseemos la capacidad oratoria para expresarla como corresponde. Sobre este punto, estoy persuadido.