jueves, 21 de abril de 2011

Empresa tomada (publicado originalmente el 21/4/11)

Epígrafe: “Disculpe el señor, se nos llenó de pobres el recibidor y no paran de llegar, desde la retaguardia por tierra y por mar. ¿Quiere que les diga que el señor salió y que vuelvan mañana en horas de visita? ¿O mejor les digo como el señor dice: “Santa Rita, Rita, Rita, lo que se da no se quita”? Joan Manuel Serrat

El decreto firmado por la presidente CFK la semana pasada, aquel por el que se suprime el inciso del artículo de una ley que prohibía al Estado tener una participación mayor al 5% en los directorios de aquellas empresas que fueron beneficiadas con las inversiones realizadas por las AFJP, desató la “necesaria” polémica de la semana.

Francamente hay poco que discutir sobre la cuestión. Cualquier accionista debería tener, en el directorio, el peso que le corresponde según el porcentaje de participación que posee en la empresa. Las razones por las cuales eso debe ser siempre así salvo en los casos donde el accionista sea el Estado, no se apoyan en ninguna lógica más que en la distorsión ideológica y militante que cala profundamente en cada suspiro nostálgico de aquellos buenos tiempos en los que “había consenso” y “había Washington”.

Sin embargo, creo que es posible vincular estos puntos de vista con toda una tradición liberal que fue y es parte de la historia de las ideas argentinas casi desde sus orígenes pero que se vio profundamente conmovida por la irrupción del peronismo que agrandaba al Estado y con él seducía a los “negros pata sucia” para que “cerquen la ciudad”. Dicho de otro modo, la desmedida reacción de un sector del empresariado, en particular, aquel vinculado con la corporación de medios, no hace más que actualizar ese ya atávico temor por el avance de los sectores populares, en este caso, claro está, identificados con un Estado que acaba siendo igualado con el gobierno, y al que no se le ahorran los calificativos de clientelar, totalitario, predador, etc.

Se da así la particular paradoja de que aquellos que acusan al gobierno de “setentista”, se excitan con un discurso decadentista que no difiere demasiado de aquel de los años cincuenta.

Los argumentos que los “cincuentistas” esgrimen contra los “setentistas”, encuentran una manifestación, como no podía ser de otro modo, en la literatura. En este sentido, una referencia obligada es aquel cuento de Julio Cortázar, de 1951, titulado “Casa tomada”, cuya aparente simpleza parece desnudar la manifestación inconsciente del estupor de las clases medias y altas, de izquierda y de derecha, frente al fenómeno peronista. En el cuento, usted recordará, los protagonistas, hermanos, dueños de una casa grande, son testigos del modo en que diferentes partes de la casa son ocupadas por personas desconocidas. El cuento no deja ver quiénes son ni qué hacen: simplemente se encarga de profundizar el temor que inunda a los hermanos que, en la medida en que los ocupantes van avanzando y cubriendo cada vez más espacio de la casa, acaban decidiendo retirarse de la misma. Temor a lo desconocido y puesta en tela de juicio de un espacio que parecía legítimo, se presenta con claridad como una de las fuertes cargas simbólicas de este clásico del autor de Rayuela. Por otra parte, a pesar de que quien escribe no está a la altura de las interpretaciones que grandes críticos literarios han hecho, con todo, si bien el anti-peronismo de Cortázar se hace, quizás, más patente en otros cuentos como “La Banda”, no es irrelevante remarcar cierto aspecto de resignación que inunda el final del cuento. Esto es, los hermanos no resisten la ocupación, más bien parecen intentar acomodarse, en lo posible, en aquel espacio que les va quedando hasta que finalmente deciden dejar la casa. Sin embargo, la comparación con el cuento tiene límites claros pues en la actualidad, las clases altas y alguna parte de las capas medias resisten con mayor vehemencia aquello que ni por asomo puede ser análogo al cambio cultural que implicó el advenimiento de Perón en 1945. Esto último no es un juicio de valor sobre la administración CFK sino simplemente un diagnóstico que surge de observar que las condiciones económicas, políticas y culturales de la Argentina, de la región, del mundo y del propio sistema capitalista, han cambiado drásticamente en los últimos 65 años.

Sin embargo, la lógica estructural de la argumentación sigue siendo la misma: lo que otrora era el fascismo y luego fue la revolución cubana, ahora se llama “chavismo”, categoría que viene encarnada en los sindicatos los cuales siguen siendo observados como la columna vertebral del modelo peronista; y lo que en su momento era “la subversión marxista” ahora es “La Cámpora”. Diferentes demonios para un mismo enemigo: el Estado, que, como ya se indicó, se lo iguala a “gobierno” y a “masas populares ignorantes y desdentadas”.

Pero la idea de la casa tomada, pensada como la metáfora que empuja los despropósitos histéricos de quienes buscan como socio al Estado sólo en las pérdidas, se hace más patente en la forma en que se interpretaron los fenómenos como la toma del Parque Indoamericano. Allí se observa en toda su magnitud una cosmovisión que hace de la propiedad privada el fundamento último de la libertad individual. En esta línea, la casa propia parece ser el único lugar seguro que la sociedad moderna nos ha dejado, el único espacio de “inmunidad” frente a ese exterior amenazante que viene en forma de “inseguridad”. Por esto mismo, cuando algunos diputados y otros tantos periodistas afirman que “primero ocupan un terreno público y luego van a ir a ocupar su casa”, están explicitando lo que consideran la peor de las amenazas que redundaría en la intemperie simbólica de la ausencia de fundamento y la completa orfandad. Se trata del avance de esos “otros” que vienen a quitarnos lo que nos es propio.

Este fantasma se reproduce en el conflicto por los directorios de las empresas con la particularidad de que “eso que viene” es el Estado. Esto conlleva a una interesante reflexión que, siguiendo con la literatura, podemos remontar a un ensayo de Borges, del año 1946, en el que afirma que los argentinos somos individuos antes que ciudadanos. Esto es, los argentinos no nos consideramos parte del Estado ni consideramos que sea necesario formar parte de las decisiones inherentes a lo público. Así, el Estado sería un “otro” que viene “desde afuera” como “el aluvión zoológico”, una masa con “mala calidad” de voto, con más hambre que educación y, por lo tanto, sensible a las prebendas o, en su defecto, a las amenazas.

Ese “otro” estatal ahora va por uno de los baluartes de la cosmovisión moderno-liberal: la libertad de empresa entendida como la manifestación de una naturaleza humana egoísta que en la prosecución de sus fines individuales redundaría en el beneficio de todos.

Dicho esto, se puede observar cómo la resistencia a un decreto que lo único que hace es anular un inciso que impedía al Estado controlar lo que las empresas privadas hacen con el dinero de los contribuyentes, se hace en los términos trillados y vetustos de la hegemonía de la peor cara del liberalismo, esto es, la de un liberalismo económico caricaturesco y fracasado que reacciona produciendo glóbulos blancos para expresar en sobreactuadas tapas blancas.

No es la primera ni la última batalla de una disputa que es mucho más que económica. Es una disputa cultural contra los que han hecho de los negociados a costa de nuestro dinero, un derecho adquirido mientras cantaban por los pasillos de las instituciones de los poderes del Estado, “Santa Rita, Rita, Rita, lo que se da no se quita”.

martes, 19 de abril de 2011

Este sábado 23, firma de ejemplares, brindis y conversación con Dante Palma en la Feria del Libro


Amigas y amigos: este sábado 23 a las 23:59, en la noche de la Feria del libro, con entrada libre y gratuita, estaré firmando ejemplares, brindando y conversando con los que se acerquen, sobre mi libro Borges.com. La ficción de la filosofía, la política y los medios. Los espero en el stand 715, Pabellón Verde, Editorial Biblos.

jueves, 14 de abril de 2011

El fin del candidato del azar y la duda (publicado el 14/4/11 en Veintitrés)

Con mayor o menor sorpresa, la semana pasada, asistimos a una nueva renuncia en la carrera presidencial. Se trató, claro está, de la del vicepresidente Julio Cobos, aquel que alcanzara un pico de popularidad tras su voto no positivo esa noche, la noche más larga, en la que el Senado trató la resolución 125. No tuvo mucha prensa la renuncia a la precandidatura probablemente porque la imagen del vicepresidente opositor comenzó a desdibujarse desde aquella misma madrugada del 18 de julio de 2008.

Ahora bien, usted podría preguntarse cómo es posible que la misma noche del pleno auge, de la explosión mediática, de los orgasmos opositores, se haya comenzado a dar la caída. ¿Qué ocurrió, entonces, para que aquellas horas en las que, basta recordar, el vicepresidente se paseaba triunfal por su provincia como un pseudo-libertador de los oprimidos intereses de la Sociedad Rural y sus cómplices de la Federación agraria, se transformasen en el prolegómeno de su alicaído y paria presente?

La clave está en su primera indecisión, porque Cobos debió renunciar esa misma noche. Sin embargo, preso de la pusilanimidad manifiesta en la forma gramatical “no positivo”, pusilanimidad que lo acompañó en cada decisión hasta el día de hoy, Cobos quedó en un espacio intermedio, límbico, inconsistente, vacío.

La duda de Cobos no es la duda de Descartes. La de Descartes era una duda que implicaba existencia: si dudo es porque pienso y existo. La de Cobos parece de otra naturaleza. Es una duda que disemina, una duda que va minando la identidad, la voluntad, una duda que disuelve la existencia.

Así, la decisión de los últimos días no es más que la mera confirmación de que Cobos había comenzado a dejar de existir el día en que fue apresado por esas dudas, algo que ni siquiera pudo remediar la vuelta atrás del interesado radicalismo que tras expulsarlo “de por vida”, lo resucitó en plena popularidad. Pero ya no había modo. Los muertos no resucitan; los muertos no tienen sobrevida.

¿Pero por qué debió renunciar? Por respeto a la ciudadanía que votó un programa, por coherencia y por la salud de las instituciones democráticas. Dejando de lado si la 125 era una medida correcta, aun si no lo fuese y Cobos hubiera tomado la decisión correcta para el país, debió irse porque no hay sistema institucional que soporte una cabeza ejecutiva esquizofrénica. En este sentido, son interesados los que crean un capítulo nuevo en la historia del pensamiento republicano e indican que el equilibrio de poderes debe llegar también al interior del poder ejecutivo. El peligro de un ejecutivo bifronte fue disuelto por la fortaleza casi tozuda del conjunto de hombres y mujeres que acompañaron al kirchnerismo aún en su peor momento y, obviamente por el redoble de la apuesta que llevaron adelante CFK y su marido para, aparentemente derrotados, impulsar leyes que cualquier cálculo de razonabilidad hubiera desestimado. Recuerdo, incluso, que en alguna nota de la época, supuse que la derrota en 2009 implicaría que el gobierno no tomaría la decisión de avanzar con leyes indispensables como la de Medios. Se trata de una de las pocas veces en que un error grosero de mi parte me da tanta alegría.

La vehemencia por momentos épica que llevaron adelante Kirchner y CFK, contrastó con esa actitud débil, timorata y pobre de un Cobos que en la anomalía de ser vicepresidente opositor ni siquiera pudo tomar convincentemente como propio, si bien no dejó de hacerlo, el discurso institucionalista que se impuso desde las tapas de algunos diarios ya antes de la asunción de CFK.

Y sin embargo, dicho esto, alguien podría “correr por izquierda” al kirchnerismo y preguntarse por qué eligieron como acompañante de fórmula al Chauncey Gardiner (vernáculo) que tan maravillosamente retrata Kosinski en su novela Desde el jardín.

Tal pregunta es válida pero no es legítima en caso de realizarse una vez acaecidos los hechos. Desde el presente es fácil señalar tal error pero en aquel momento las circunstancias parecían otras, esto es, se estaba dando lo que en su momento señalé como “el paso de la transversalidad a la gobernabilidad”. Dicho de otro modo, habiendo fracasado el intento de sostener el proyecto kirchnerista en un grupo transversal de fuerzas más o menos en igualdad de condiciones, Kirchner decide cobijarse en la estructura del PJ como eje aglutinador. Con astucia, el ex presidente había interpretado que la gobernabilidad estaría garantizada si y sólo si domeñaba el siempre lábil aparato y constituía un frente con estructuras partidarias que detentaban el poder en otras provincias. Esto es lo que explica el surgimiento de los “radicales K”, entre ellos, claro está, Julio Cobos. Si la transversalidad suponía una prevalencia del orden ideológico, la necesidad de gobernabilidad implicaba darle preponderancia al orden pragmático. Sin embargo, elegir la gobernabilidad en lugar de la transversalidad no transforma, necesariamente, tal decisión en algo deleznable ni mucho menos. Son circunstancias, equilibrios de fuerzas, intuiciones de escenarios en el que los que toman las decisiones eligen y se encuentran siempre expuestos a que los que estamos detrás de una computadora los instemos, con una liviandad exasperante, a que se acomoden a la pretendida pureza de los actos que realizamos aquellos que nunca metemos la pata en el fango.

Por cierto, además, la decisión y la actitud de Cobos también debería interpelar a ese conjunto de la ciudadanía que en algún momento consideró que la duda era la virtud de los estadistas, aunque, para ser más precisos, los resultados de las encuestas dan a entender que el pueblo ya se interpeló, y ya se “desdudó” comprendiendo que la figura hecha polvo de Cobos es lo propio de un amor de verano.

Y asimismo, todavía no dejo de imaginarme el modo en que en la política y en nuestras vidas en general, el factor azaroso juega un rol preponderante. Los que creemos en las construcciones a largo plazo de repente podemos ver barridos de un día para el otro nuestros planes. ¿Quién hubiera pensado lo que generaría la muerte de Kirchner? ¿Quién hubiera imaginado semejante reconocimiento de más de la mitad de la sociedad para un gobernante que había sido demonizado? ¿Quién hubiera previsto que tal evento hubiera acelerado un proceso de reconciliación del kirchnerismo con el electorado que lo apoyó en 2007 sumándole una sorprendente impronta juvenil? Y por otro lado ¿se imagina qué hubiera ocurrido si el 18 de julio de 2008, aquella noche del “no positivo” que señalábamos en un principio, hubiera ocurrido, por caso, dos años después? Este tipo de contrafácticos no tiene demasiado sentido pues nunca podemos dejar inmóviles el resto de las variables que permitirían predecir con precisión los hechos pues sin “no positivo” no hubiera habido derrota en 2009 ni libro de Economía 3d para amas de casa firmado por un actual desempleado llamado Martín Lousteau. Pero, con poca rigurosidad, podríamos pensar que un amor de verano cercano a una elección puede depositar a un cualquiera, que esté en el momento justo en el lugar adecuado, en la presidencia de la Nación. Se trata de burlas que nos hace el azar, mojadas de oreja acompañadas de risa cínica.

¿Pues acaso alguien puede afirmar que Cobos tuvo la capacidad para generar las condiciones que obligándolo a desempatar lo catapultaran al estrellato que todo vicepresidente parece tener vedado? Me niego a pensarlo, lo cual, claro, no significa que Cobos sea un subnormal que no pueda realizar operaciones ni estrategias. Las conspiraciones son como las brujas pero no todo es explicable en términos de una teoría conspirativa. Hay circunstancias que, “con el diario del lunes” configuramos como el paso indefectible de toda tragedia griega, pero a veces no son más que el producto de la necesidad de hallar un orden narrativo y causal para hechos independientes que ocurren aún a pesar de sus protagonistas. Hay hombres que con su voluntad ponen en jaque al azar y a las circunstancias hasta forzarlas y por momentos encauzarlas hacia determinado lugar. Nunca el control es total pero eso no significa que no pueda incidirse. Pero también hay otros hombres que se encuentran depositados en un lugar para el que no están preparados, espacio que no fue previsto y que, incluso, en algunos casos, es indeseado y hasta incómodo. No hace falta que aclare en cuál de estas dos categorías podría englobarse la figura de Cobos.

jueves, 7 de abril de 2011

La blanca República de los periodistas (publicado el 7/4/11 en Veintitrés)

A casi dos semanas del conflicto gremial que derivó en la idea poco feliz de un bloqueo a la distribución del diario Clarín, la victimización amplificada por los diversos canales del monopolio sumado al apoyo de interesados y algunos simples idiotas útiles, ha generado una aparentemente incansable polémica que tuvo su orgasmo preferencial en la tapa en blanco que el matutino fundado por Noble incluyó en la edición del día lunes 28 de marzo. Sin embargo, considero que esa incontinencia mediática desproporcionada y autista es algo más que la sobreactuación que se sigue de los gestos adustos de comunicadores que fingen estupor ante la presunta amenaza a la libertad de expresión. Es, en todo caso, un capítulo más de una discusión en torno al rol del periodismo y su relación con la sociedad civil, la política y la problemática de la representación en las sociedades modernas.

Ya sabemos que el periodismo corporativo que, podríamos llamar, del establishment, fue puesto en tela de juicio especialmente a partir del conflicto en torno a la 125. Resultó tan estruendosa e impúdica la relación entre información e intereses económicos, que, independientemente del conflicto puntual del Gobierno Nacional con el grupo Clarín, se generaron profundas corrientes de debates que atravesaron la discusión en torno a la ley de medios y que esmerilaron los dogmas de objetividad, neutralidad y verdad que los medios ostentaban.

En lo particular, no deja de sorprenderme el modo en que muchos de los periodistas de medios militantemente ultra-opositores han sentido y se sienten tocados profundamente por esta discusión. De hecho no ha pasado semana en la que alguno de ellos se prive de volver obsesivamente sobre cuestiones vinculadas a este nuevo escenario en el que el periodista ya no es santificado y donde la necesaria historización de la profesión y, en particular, de sus nombres propios, ha dejado de ser una hagiografía.

Y todo esto se ha logrado con “muy poquito”: bastó una decisión política y un programa de Televisión de la TV Pública que se reivindica oficialista y deconstruye discursos y operaciones de prensa con un punto de vista tendencioso que nunca es ocultado sino puesto en valor en tanto irremediable perspectiva de acceso a una realidad que siempre supone un recorte; sumado a un gran movimiento de voces jóvenes de capacidad dispar que desde blogs y redes sociales encontró canales para interpelar con pensamientos críticos alternativos. En esta línea alcanza con circular por las facultades de comunicación para vivenciar el sano sentido de efervescencia de un rango etario con afán de participar activamente en el escenario público.

Hasta aquí, un resumen de lo que todos sabemos. Pero con la intención de ir un paso adelante podríamos preguntarnos si hay algo más allá que pueda explicar estas reacciones desmedidas de una corporación que reacciona furiosa con una molestia y una incomodidad tal que da que pensar que cualquier señalamiento en su contra pasa sin escalas de ser un “dedito acusador”, a ser “un dedito profundamente sodomizador”.

En tal sentido, la hipótesis de esta nota es que la razón hay que buscarla bien en lo profundo, diría yo, en aquella atalaya que el periodismo había adquirido con la maduración de las repúblicas democráticas.

En otras palabras, el origen del periodismo como aquel emergente de la sociedad civil que dando a publicidad la información pertinente generaba una conciencia crítica que puede y debe poner límites a la prepotencia estatal, puso a los periodistas en un espacio, por muchos bien ganado, claro está, de “guardianes morales” frente al poder político.

En el caso particular de nuestro país, la profunda crisis de representatividad producto de décadas y décadas de desprestigio de una clase política mayoritariamente corrupta, hizo que los ejemplos que generalmente la ciudadanía busca en los gobernantes, se hallasen en periodistas, algunos de los cuales, brillaron por su valentía.

En este contexto no es casual que buena parte del periodismo que detentaba ese espacio de legitimidad se haya sentido incomodado por un modelo que bien o mal reivindicaba el regreso de la política. El punto aquí debe ser claro: tal retorno de la política supone que la representatividad debe volver a hallarse en aquellos sujetos que son elegidos a través de los mecanismos de nuestras instituciones democráticas. Esto es, sin desestimar el importante rol que el periodismo tiene en las sociedades modernas, es de celebrar este regreso de la legitimidad de lo político pues ese parece ser el canal correcto para vehiculizar demandas dado que allí está garantizado que la participación activa puede generar los controles adecuados. Este aspecto es central frente a las sintomáticas afirmaciones que, sin sonrojarse, equiparan la decisión de comprar un diario o cambiar un canal, con la manifestación ciudadana en un cuarto oscuro. Con tal sofisma buena parte del periodismo se erige como representante legitimado diariamente amparado en una medidora de rating o en la cantidad de ejemplares vendidos. Tampoco alcanza con poner una cámara en aquellos lugares donde presuntamente el Estado no ha llegado pues la bienvenida denuncia que otorga visibilidad a un hecho necesita una solución integral y estable algo que no parece seguirse del vértigo morboso de buena parte de la lógica de la comunicación mediática.

En esta línea, que el periodismo se autodenomine independiente es una de las formas en que se trasviste su pretensión de neutralidad en el afán de diferenciarse de las facciones propias de la política. Esto viene acompañado, por su parte, de un conjunto de ataques hacia la política realizados desde diversos ángulos. Por un lado, se hace una trivialización farandulesca de los políticos algo que, en los 90, era promovido por los propios representantes del gobierno de aquella época. Por otro lado, existe una compulsión a demonizar a todo aquello que provenga de este oficialismo que nuclea, a veces en tensión, a un conjunto heterogéneo de grupos, demandas y tradiciones cuyo acuerdo parece ser, en líneas generales, el de promover un Estado activo y una reivindicación de la política como ámbito de transformación y de solución de inevitables conflictos. Por último, en ocasiones se realiza un ataque a la política en general, algo que se deja ver cuando la oposición, por decisión o incapacidad, no sigue los preceptos de las corporaciones económico-informativas. Allí no se distingue una facción como en el caso del oficialismo. Más bien, lo que se muestra es una declaración de beligerancia a la clase política toda. Así, a la política se la ataca o bien denostando a los que la reivindican o bien infiriendo de las acciones de los inútiles opositores que la salida está en una sociedad civil liderada por el esfuerzo épico de héroes que desde las redacciones realizan el inestimable esfuerzo de controlar a una casta que al acceder a los cargos públicos recibe la inoculación del virus de la corrupción.

Desde este punto de vista podemos regresar a la decisión editorial de la tapa de Clarín del día posterior al bloqueo. ¿Por qué la tapa fue blanca? ¿Cuál es el sentido de esa tapa? En todo caso, ¿tal sentido es unívoco, lineal y claro? Incluso cabe preguntarse ¿por qué la tapa no fue negra, más cercana a una lectura de la que debía derivarse que asistimos a la “tragedia de la libertad de expresión”? ¿O por qué no roja en señal de alarma ante el avance estatal que como un tren bala o un camión descontrolado manejado por Moyano, avanza frente a las libertades individuales?

La respuesta que sugiero es que el blanco es una declaración de principio contra la política pues es el color que utilizamos para manifestar nuestra disconformidad con la clase dirigente en el cuarto oscuro cada vez que consideramos que ninguno de ellos está a la altura de las circunstancias. Se trata de esa forma de votar que creció dramáticamente como consecuencia de una crisis que tuvo su apogeo en 2001.

Por todo lo dicho, la decisión de elegir esa tapa implica una profunda carga simbólica pues el blanco es el color de la muerte de la política y, con ello, el regreso del periodismo al rol de representantes de la sociedad, rol que ejercen sin el control de la participación popular y que se erige en el capricho trivial de un control remoto que atraviesa grillas de canales digitadas. Porque el blanco es el color de la utopía de ese periodismo neutral, objetivo e independiente; es el color de la República de los periodistas.