jueves, 10 de marzo de 2011

Cruzar a los cruzados (publicado originalmente el 10/3/11 en Veintitrés)

En las últimas semanas, buena parte de la agenda mediática estuvo marcada por dos hechos independientes que tuvieron como protagonistas a hombres y mujeres cercanos al gobierno. Tales hechos y sus responsables no son comparables pero lo que los relaciona, más allá de la cercanía temporal, es la reacción que suscitó desde la presidencia.
El primero de estos hechos ganó la tapa diario Clarín: se trata de la infinitamente poco feliz declaración de la diputada Diana Conti en relación al sueño personal de una reforma constitucional que, pasando de un sistema presidencialista a uno parlamentarista, permitiera la posibilidad de alcanzar una Cristina que pueda eternizarse en el poder.
El segundo, por su parte, surgió como consecuencia de la carta que Horacio González, acompañado por intelectuales de Carta Abierta, escribiese a la Fundación El Libro con la finalidad de impedir que se le otorgue a Mario Vargas Llosa el honor de ser el conferenciante en la jornada inaugural de la Feria del libro de 2011. Más allá de que en su carta, el Director de la Biblioteca Nacional, dejaba en claro que en ningún momento se trataba de cercenar la palabra del reciente premio Nobel de literatura, la sugerencia de desplazarlo de la jornada inaugural para circunscribirlo a una conferencia al interior de la organización de la feria, fue interpretada por la lectura insidiosa como un gesto autoritario, en este caso, proveniente de la intelectualidad nacional y popular.
Si bien, por respeto a Horacio González, la talla de los implicados en estos hechos resulta incomparable, los episodios han recibido una misma y rápida respuesta por parte de la presidencia: en cuanto al desliz de Conti, la propia presidenta en cadena nacional y en el discurso más importante del año, la desdijo; y en lo que tiene que ver con el pedido de Horacio González, un llamado personal de CFK bastó para que uno de los intelectuales más sobresalientes y respetados de la Argentina, retirara su pedido.
La intervención presidencial en estos asuntos menores fue interpretada de forma variopinta por las plumas ya conocidas aunque siempre con el afán auto-confirmatorio de cuanta hipótesis descabellada y operación de prensa se haya realizado. Asimismo, resulta destacable mencionar que, en los dos casos, los que recibieron de un modo u otro la comunicación de la presidenta para que revirtieran su postura, asumieron su error. Tales gestos son elogiables, porque, efectivamente, fueron errores.
Lo de Diana Conti resulta sorprendente pues no se trata de una dirigente recién llegada a la política. Sobre todo porque tal declaración, además de ser electoralmente antipática, desnudaría la propia debilidad del modelo kirchnerista. En otras palabras, que el proyecto de país inaugurado por Néstor Kirchner solamente pueda ser sostenido por CFK, más que de la fortaleza de la presidenta hablaría de la debilidad de un proyecto. Más allá de que en las condiciones actuales no hay dudas de que la única dirigente capaz de encolumnar la variedad de fuerzas que engloba el oficialismo es ella, será tarea de construcción desde el 10 de diciembre de 2011 generar los cuadros y los recambios para robustecer un proyecto que tiene pretensiones de perdurar. Con todo, permítaseme hacer un pequeño comentario respecto de algo que pasó desapercibido de la declaración de deseo de Conti. Me refiero a que no fueron pocos los que desde las tribunas de la derecha, después de las elecciones de 2009, intentaron imponer la idea de que el poder que debía gobernar, pues era el más representativo del voto popular, era el legislativo. Así, la posibilidad del veto presidencial pasó de ser un atributo del poder ejecutivo para transformarse en una medida antidemocrática, valorización que no se hizo con la cantidad de vetos realizados por el Jefe de Gobierno de la Ciudad quien, claro, pertenece a otro color político. Por razones estrictamente coyunturales, la corriente de pensamiento del liberalismo rancio y reaccionario intentó instalar una suerte de parlamentarismo de facto a la par que buscaban esmerilar la figura del ejecutivo nacional como si éste no hubiese sido el fruto de una elección ciudadana. En aquel momento no decían que la lógica del parlamentarismo parece adecuada para resolver sin grandes costos institucionales una crisis como la de 2001, pero también permite mantener indefinidamente a un gobernante en el poder. La discusión entre parlamentarismo y presidencialismo no es nueva en la Ciencia política y, por sobre todo, no está saldada. Sin embargo, lamentablemente, en estos lares, la gran mayoría de los interlocutores parecen zigzaguear movidos más por la coyuntura y el lugar de fuerza que les toca, que por una argumentación sólida libre de las victorias pírricas y las ventajitas de la inmediatez.
En cuanto a Vargas Llosa, se ha escrito tanto que no creo posible agregar algo original. Un gran escritor, independientemente de la legitimación que pueden brindar premios controvertidos, y un provocador cultor de un ideario vetusto y fundamentalista. Un cruzado del conservadurismo casi caricaturesco, risible en caso de no ser tan dañino. Asimismo agreguemos que en su estadía en Buenos Aires participará de la reunión organizada por la fundación internacional que agrupa a la derecha del mundo y que, esto va a título personal, la invitación de la Fundación El libro en las vísperas de elecciones no puede ser otra cosa que una provocación. Y sin embargo, ninguno de estos motivos es suficiente para justificar que un premio Nobel de literatura no deba abrir una feria cuya organización es privada. Es más, y dedicando un pequeño párrafo a la historia de las ideas, lo que tanto incomoda de la visión de Vargas Llosa, torpemente continuada por el idiota de su hijo en el Manual del perfecto idiota latinoamericano, es probablemente, lo que podría llamarse, su “liberalismo económico” y no el liberalismo en general. En este sentido, una parte mayoritaria de la sociedad argentina y aún los sectores cercanos al kirchnerismo avalarán la defensa a ultranza de los derechos humanos y de las libertades civiles y políticas que pregona el liberalismo político. Sin embargo, como la propia historia de esta tradición atestigua, ser un liberal en lo político no nos compromete necesariamente con ser liberales en lo económico como sí lo hace Vargas Llosa en la versión más recalcitrantemente conservadora deudora de los puntos de vista de John Locke, Friedrich Von Hayek y Robert Nozick.
Pero apuntarle al cruzado del libre mercado Vargas Llosa como cruzados de la causa opuesta no nos diferenciaría. Es esto lo que pareció seguirse no tanto de la postura de Horacio González sino de algunos seguidores del gobierno en general cuya actitud resulta a veces tan dogmática como la del autor de La guerra del fin del mundo o la de la corporación de Medios. Más allá de la conceptual, por si esto fuera poco, errores como los desarrollados aquí resultan profundamente nocivos electoralmente hablando, pues espantan a aquellos que tibiamente simpatizan con el gobierno.
Evidentemente, serán meses para estar atentos máxime donde cada pequeño error será amplificado por las usinas del pensamiento corporativo cuya única esperanza de triunfo es el auto-hundimiento del kirchnerismo. En este contexto, tan histérico como histórico, la responsabilidad de los que acompañan al gobierno reposa, entre otras cosas, en no obligar a la presidenta a salir y desgastarse, más allá de que lo haga con dotes de estadista, al cruce de sus propios cruzados.

viernes, 4 de marzo de 2011

El dilema del intervencionismo (publicado originalmente el 3/3/11 en Veintitrés)

La revuelta popular que desde hace algunos días pone en jaque al gobierno de Libia y que parece ser sólo una de las fichas de este dominó cuyo primer movimiento se dio en Túnez, está generando ya grandes coletazos en el ámbito internacional. En el plano económico resulta evidente que un conflicto en una zona abundante en petróleo genera el alza y el desequilibrio de prácticamente todos los bienes que directa o indirectamente están vinculados al “oro negro”. En lo que respecta a la geopolítica, el equilibrio inestable existente en el norte de África justifica que cualquier cambio sea observado con fino detalle, máxime cuando esos cambios se dan, por ejemplo, en Egipto, esto es, aquel Estado que parecía ser el garante de la pretendida estabilidad de la zona.

Sin duda, no hay análisis serio que pueda hacerse sin desarrollar la densa y contradictoria historia reciente de una zona cuya fisonomía es cambiante y que todavía paga las consecuencias de la explotación, el colonialismo y la, más que nunca, arbitraria división política que comenzó a dibujarse después de la Segunda Guerra Mundial. Conflicto étnico, religioso, político, sumado a enormes masas de desposeídos, son razones que resultan lo suficientemente importantes como para contradecir aquella visión ingenua que considera que se trata de las “revoluciones de Twitter y Facebook”.

Que las nuevas tecnologías y, en particular, este tipo de redes sociales, puedan permitir a muchos jóvenes adquirir capacidad organizativa, no implica que esta alcance para derrocar gobiernos que permanecen en su lugar desde hace décadas. La revolución, mal que les pese, nunca estará a un clic de distancia.

Con todo, resulta llamativa la interpretación naïf que las corporaciones de medios occidentales hacen de lo que ocurre en el norte de África pues lo presentan como una revolución cuya variable es principalmente etaria y que lo único que busca es alcanzar el nivel de progreso moral de Occidente, el cual se manifestaría en las vigorosas y consensuadas instituciones democráticas. Si bien no deja de ser cierto que este parece ser uno de los componentes importantes y movilizadores, temo que las categorías con que observamos estos fenómenos desde este lado del mundo son impropias. Asimismo, y casi como una digresión, permítaseme indicar que resulta paradójico el modo en que los medios argentinos que ensalzan las bondades de “la revolución juvenil de las redes sociales” y consideran que la falta de arrugas es un bien en sí mismo, han empezado una campaña feroz contra aquella parte mayoritaria de la juventud argentina que “emergió” en el Bicentenario y lloró la muerte de un político el 27 de octubre de 2010. Los jóvenes del norte de África son presentados como propulsores de la gran democracia global que leyó a Marshall McLuhan; los de aquí son despreciados y están a punto de alcanzar la categoría de “nuevos imberbes”.

Realizado ya este comentario, quisiera posarme en algunos de los dilemas que se le plantean a la comunidad internacional tras esta crisis contagiosa que amenaza a varios de los vecinos sin distinguir a los dictadores apoyados por Europa y Estados Unidos, de los dictadores comprometidos, implícita o explícitamente, con la variante fundamentalista del Islam.

De todos estos dilemas, hay uno que considero el principal, esto es, ¿debe intervenir, en este caso en Libia, la comunidad internacional sea a través de la ONU, sea a través de la OTAN?

El interrogante necesita ser respondido con premura pues cada vez son más insistentes los rumores que hablan de una inminente intervención y ya no son aislados los republicanos que presionan a Obama para que movilice tropas. A contramano del eslogan de la publicidad de un tipo de infusión, el Tea Party y sus aliados ideológicos no dejarán que Obama se tome ni siquiera 5 minutos.
Simplificando en demasía las cosas parece haber dos grandes posturas a las que se puede recurrir frente a este dilema. La primera pertenece a la tradición liberal universalista y podría justificar que la comunidad internacional presione al gobierno de Khadafi con un conjunto de medidas que van desde el aislamiento económico hasta la intervención militar. Generalmente, existe cierto acuerdo en que la movilización de tropas extranjeras para controlar la situación es el último recurso y sólo se justifica en la medida en que se demuestre fehacientemente que estamos frente a una flagrante y sistemática violación de derechos humanos. En otras palabras, los Estados particulares no pueden violar ese conjunto de derechos que pertenecen a todo individuo por el mero hecho de haber nacido humano. Si así lo hicieren, la intervención internacional no sólo sería posible sino que, prácticamente, sería una obligación. La literatura al respecto es vasta pero para mencionar los autores contemporáneos que más han desarrollado este punto de vista, sugiero recurrir al estadounidense John Rawls y al alemán Jürgen Habermas.

El otro punto de vista, contrapuesto al universalista, puede ampararse en diversas tradiciones y autores, muchos de los cuales desacuerdan entre sí en otros aspectos de sus teorías. Sin embargo, lo que generalmente comparten estos pensadores es la crítica a los valores occidentales profundamente impregnados de presupuestos liberales.

Si tomamos uno de los más reconocidos, un neomarxista como Antonio Negri, en su ya célebre libro Imperio, desarrolla lo que, según él, caracteriza la nueva forma política del planeta. Este análisis comparte el diagnóstico de los universalistas en cuanto a que la globalización ha logrado que los Estados-nación tal como los conocíamos hayan sido sobrepasados por la vehemencia del capital transnacional. Sin embargo, lo que para los seguidores de la idea universalista es el puntapié inicial para la utópica sociedad planetaria en la que todos los hombres comparten una misma idea moral con los derechos humanos como estandarte, para Negri, se trata de una nueva y más profunda forma de sujeción: la de la vigilancia planetaria liderada por instituciones supranacionales que ejercen un control policíaco sobre los cuerpos de todos los hombres del mundo sin importar origen, valores ni territorio. Desde este punto de vista, ya no hay imperialismo en el sentido de un Estado-nación que sojuzga a otro; lo que hay es Imperio, una forma jurídica que no enfrenta a un Estado imperial contra otro Estado, sino al mundo entero contra un “Estado díscolo”.

Para Negri, una entidad supranacional como la ONU simplemente es la representante de los valores liberales que se imponen por la fuerza sobre otras cosmovisiones. Así, la democracia y los derechos humanos no serían más que ideas occidentales que se trasvisten de universalmente válidas para todas las culturas, en todo tiempo y espacio. No respetar tales ideas es causal de intervención.
El dilema de la intervención está planteado: no intervenir y dejar que un líder masacre a los que han cometido el único pecado de oponerse a un régimen hablaría de una comunidad internacional absolutamente despreocupada por la dignidad y la vida de hombres y mujeres inocentes. En nombre de los derechos humanos y como seres humanos que somos, parece seguirse el deber de evitar la profundización de acciones de exterminio barbáricas. Sin embargo, por otro lado, las intervenciones recientes generalmente lideradas por Estados Unidos han demostrado no ser más que la forma violenta y, muchas veces, criminal, con la que el Imperio instituye sus condiciones utilizando el recurso de la apelación a principios pretendidamente universales.

El dilema está expuesto y, como tal, la elección de una de las opciones presupone resignar algo. No hay forma de evitarlo. Así son los dilemas.