domingo, 25 de abril de 2010

¡Mi independencia por un escrache!

La polémica por los afiches anónimos que aparecieron el día en que se desarrolló una marcha con alrededor de 50.000 concurrentes a favor de la aplicación de la Ley de Medios y que se preguntaban retóricamente si era posible ser un periodista independiente siguiendo la línea editorial de un Multimedio que está liderado por una persona acusada de apropiación de hijos de desaparecidos, agregó un elemento más a la discusión en torno a la libertad de prensa y el rol de los Medios.
Los sindicados en el afiche instalaron que se trataba de un escrache y en una suerte de feroz pendiente resbaladiza establecieron analogías y vínculos causales con hechos tan disímiles como la sanción de la Ley de Medios por amplia mayoría; la participación en una reunión de bloggeros K de Aníbal Fernández; la guerrilla comunicacional de Chávez; los informes de 678 y los exabruptos absurdos de un puñado de muchachos que esperan que se encienda la cámara para señalar con el dedo a actores irrelevantes de la política actual como Hilda Molina o Gustavo Noriega.
Entre tanta hojarasca bien vale desmenuzar analíticamente este fenómeno. La práctica del escrache es originaria de condiciones de injusticia. De aquí que no sea casual que esta forma de manifestación se encuentre vinculada con una suerte de condena social apoyada en el acto simbólico de señalar a los genocidas que se habían visto beneficiados por las leyes de impunidad. No es este el espacio para discutir qué entendemos por “justo” pero convengamos que esta modalidad luego se fue extendiendo a situaciones bastante menos comprensibles y muy poco justificables como ser el escrache realizado a Agustín Rossi en el contexto del intento de llevar adelante la ley de retenciones móviles. Esta sutil desviación de su origen ha “escrachado al escrache”, lo ha desvirtuado, pues cualquier grupo de energúmenos enarbolando disímiles consignas se siente con el derecho de irrumpir en actos o espacios públicos con la única intención de “señalar” o “marcar” a quien piensa distinto.
Ahora bien, cualquier señalamiento con nombre propio no es un escrache pues de ser así sólo podríamos referirnos a entidades abstractas platónicas y nunca a nombres propios. Así, cuando los diarios neutrales y objetivos deban referir a Ricardo Jaime, no podrán hacerlo y sólo alcanzarán la posibilidad de afirmar que “un representante del género humano ha vulnerado la moralidad y se ha enriquecido de manera ilícita”. Por suerte, la prensa sigue utilizando los nombres propios y no por eso consideramos que está “escrachando” a Jaime. En esta misma línea, hace unos meses, cuando el programa 678 cometía el pecado de “desenmascararse” oficialista, se “escrachó” con nombre propio a sus panelistas y se los acusó de recibir $90.000 en concepto de sueldo por mes. Seguidamente, la revista Noticias galardonó, a través de una votación en la que intervinieron personalidades prestigiosas como Joaquín Morales Solá y Victoria Donda entre otros, con el premio a peor periodista del año a Orlando Barone. Aquí una vez más, no se habló de escrache a pesar de que el resultado de la votación refirió a un nombre propio y no a un representante de los seres vivos, humano, participante de la “italianidad” y de la “petisidad”.
Por todo esto es que cabe preguntarse en qué sentido un afiche realizado por algún grupo de personas con intereses que reúne una colección de nombres propios a los que se acusa de faltar a la verdad cuando se denominan “independientes”, puede interpretarse como una escrache que atenta contra la libertad de expresión.
Más allá de que esta pregunta también es retórica, daría la sensación de que pueden darse dos explicaciones a la misma, una obvia y una algo menos trivial. En cuanto a la primera, está claro que los mencionados en ese afiche buscarán defender su reputación y su credibilidad como persona sea ésta opositora u oficialista. Para dar cuenta de la segunda, en cambio, debemos dirigir la mirada hacia un nuevo capítulo de la soberbia de buena parte de los sectores recalcitrantemente anti-oficialistas. Estos, dado que se declaran poseedores de la verdad y consideran que ésta se impone por sí misma, interpretan que los defensores del oficialismo, dejando de lado los ciegos fanáticos que hasta creen en el INDEC, no lo hacen por convicción sino por recibir beneficios a cambio. A riesgo de volverme autorreferencial, he escrito varias veces sobre este punto, aunque sucesos como éstos obligan a insistir en él. Así, los venales soldados atravesados por las dádivas estatales tienen el privilegio de ser señalados con nombre propio pero solo los independientes pueden gozar del beneficio de que a este nombrar se lo considere “un escrache”. Los oficialistas serán nombrados, sospechados y hasta denunciados pero nunca “escrachados”. Incluso quien les habla, un humilde servidor que escribe de vez en cuando notas de opinión, recibe frecuentemente comentarios por el que se lo acusa de ser “sofista”, “estar poseído por Aníbal Fernández” o, simplemente, ser un “boludo”. Si bien sólo puedo desmentir la segunda acusación, es necesario mostrar cómo de forma anónima, con seudónimos y diminutivos, gente preocupada por la libertad de expresión que va desde intelectuales ofuscados pasando por mujeres despechadas y críticos de cine con tiempo libre, no aceptan ni siquiera “el error” del que piensa distinto.
Por todo lo dicho, añoro que un día alguien me nombre y yo me sienta escrachado. Ese día, daré un salto cualitativo y dejaré mi pornográfico encolumnamiento crítico con algunas políticas del Gobierno. Ese día me convertiré en un intelectual independiente y se entenderá por qué, parafraseando al rey Ricardo III de la obra de Shakespeare, “Yo daría mi reino por un escrache”.

domingo, 18 de abril de 2010

Máscaras que caen (publicado originalmente el 18/4/10 en Miradas al Sur)

En el contexto del nacimiento de las Repúblicas modernas y la disputa contra los Estados absolutistas, el filósofo prusiano Immanuel Kant resaltaba que uno de los elementos centrales de lo que hoy entendemos por democracias liberales, era la opinión pública. Se suponía así que obligados a dar a publicidad sus actos, los gobernantes se expondrían a una crítica ciudadana que, retomando en parte los ideales del ágora griega, discutiría en el ámbito de la esfera pública si la opción propuesta es adecuada o no para el conjunto de la sociedad.
Evidentemente, los tiempos cambiaron y al menos desde mediados del siglo XX nadie puede suponer que el rol de la opinión pública sea el de hacer de contrapeso al Gobierno de turno. Más bien, suele ocurrir lo contrario: los gobiernos se sirven de los Medios de comunicación para amoldar una opinión pública que se diluye acríticamente en los estímulos del pan y del circo. Pero en las últimas décadas las cosas cambiaron en varios sentidos, especialmente en lo que respecta a los polos de poder pues difícilmente se pueda afirmar que éste se halle en la dirigencia política y en el Estado; más bien se debe hacer énfasis en los “otros” poderes fácticos que casi a la usanza medieval no son otra cosa que grandes corporaciones privadas que, en este caso, con un alcance multinacional, sojuzgan a las vetustas estructuras de los Estados nacionales.
En la Argentina del presente, la disputa en torno a la Ley de Medios desenmascaró intereses y actores y puso como nunca sobre la mesa que las corporaciones monopólicas más peligrosas son aquellas que desde la comunicación pretenden extorsionar Gobiernos y hacer de la opinión pública un coro de indignados sentidos comunes que, lejos de aquel ideal de ciudadanía crítica, aceptan pasivamente un relato que indica que una lluvia es una gigante tormenta de orín y que el virus H1N1 es una gripe K.
Ahora bien, los miles y miles de hombres y mujeres que apoyaron la convocatoria de la Coalición por una Radiodifusión democrática, parecen intentar quebrar esta lógica inercial de voces únicas y ser conscientes de esta idea que aparecía en el espíritu de las palabras de Kant: no puede haber República sin el contrapeso de la sociedad civil, sin una ciudadanía activa que pueda controlar al poder. La clave está en que esta opinión pública que busca renacer reconozca que la novedad de estos tiempos está en que este poder ya no está representado en el Soberano sino en una profusa red de comunicadores que por convicción o por obediencia debida describen un reclamo en pos de la pluralidad de voces como un caos de tránsito.

domingo, 4 de abril de 2010

La patente de la ideología (publicado originalmente el 5/4/10 en www.lapoliticaonline.com)

En virtud de la publicidad que en las últimas semanas tuvo el caso de la supuesta apropiación de menores por parte de Ernestina Herrera de Noble y en el marco de una multitudinaria convocatoria en torno al recordatorio del golpe del 24 de marzo, asistimos a un momento en que parecen estar revisitándose algunos debates, en su mayoría, saldados. La justicia ya se expidió en contra de la teoría de los dos demonios; la mayor parte de la ciudadanía no avala que bajo el eufemismo de la reconciliación se esconda la impunidad; y las claques procesistas que se regocijan con las columnas dominicales de La Nación no son más que una minoría que se ahoga en la misma rabia que esputa en Foros y Portales.
Pero hay un debate más novedoso en función de un argumento que paradójicamente es sostenido por representantes tanto de izquierda como de derecha. Me refiero a la idea de que el Gobierno se ha “apropiado de los Derechos humanos”. Detrás de esta afirmación se dice que los Kirchner nunca alzaron esa bandera y que si lo hicieron desde el 2003 hasta la fecha fue sólo por tener un sentido de la oportunidad. Nunca por convicción. Esta acusación se apoya en datos que mostrarían que en el fondo ellos no sólo no fueron luchadores de la “juventud maravillosa” sino que lucraron y sacaron provecho de las condiciones económicas de la dictadura para amasar una fortuna a fuerza de usura.
No me interesa aquí saber cuánto de cierto hay en estas acusaciones. De hecho me propongo recrear un experimento mental por el cual debemos suponer que estas críticas son ciertas. De esta manera, la pregunta que podríamos hacernos es ¿cuál sería el problema si se demostrara que los Kirchner adoptaron una ferviente pasión por los DDHH sólo una vez llegados al Gobierno Nacional? ¿Acaso desmerecería su accionar?
Haciendo una analogía y siguiendo con los experimentos mentales, podría interrogar a los progresistas con el siguiente escenario: Mauricio Macri, en una de sus vacaciones cae de un caballo y el golpe en la cabeza lo hace virar su política hacia la izquierda. Al llegar a la Ciudad decreta que no hay que criminalizar la pobreza; que las Taser deben ser inutilizadas; que Alejandro Rozitchner será reemplazado por su padre León y que cansado de la gerenciación de la política ha decidido ideologizarse y llevar adelante un proyecto nacional y popular. Supongamos que todo esto es verdad y que el golpe en la cabeza es irreversible. ¿Debemos oponernos porque nos ha robado nuestras banderas? ¿Acaso debemos criticarlo porque alcanzó las convicciones después que nosotros? ¿La acusación es por haber llegado tarde?
Cuando uno formula estas preguntas nota la insensatez de los que critican “la apropiación de una política”. ¿Qué más quisiéramos los progresistas que todos los gobiernos argentinos de aquí en más nos roben nuestras convicciones y las hagan suyas? ¿O acaso Alsogaray criticó a Menem por apropiarse de sus ideas liberales? Expuesto así, el debate parece ser acerca de quién ha patentado una ideología o una bandera y quién goza de la prerrogativa de cargar orgulloso ese estandarte. No importa el contenido sino el descubrimiento.
De este modo, insólitamente, en esta lógica donde lo que importa es la autenticidad y la resistencia a los archivos, haber sido el primero en adoptar un ideal es un mérito que parece estar por encima de la virtud de tener la voluntad y la capacidad de aplicarlo.